Centenares de horrendos draconianos, humanos borrachines y goblins se adueñaron de las calles. Eran unos vencedores brutales y salvajes, que tomaban lo que querían a su entero capricho y no vacilaban en matar a quien osara oponerse. Se asemejaban a lobos que hubieran soltado en medio de un rebaño sin pastor.
Mientras los elfos atribuían toda la culpa a los hombres, los enanos, en su fortaleza de Thorbardin y cargados de un desdén ancestral, responsabilizaban a ambas razas de los pecados del pasado y el presente. No les habría costado nada achacarles también los desastres futuros.
En Long Ridge, aquellos que no fenecieron procuraban sobrevivir día a día a las continuas amenazas que entrañaba la presencia de los seguidores de Verminaard. Al rebelarse los prisioneros sometidos a cruel servidumbre en Pax Tharkas, el Señor del Dragón se desentendió de la insignificante ciudad y la dejó en manos de Carvath.
En las frías noches de finales de otoño, en la soledad de sus destartalados hogares, los ciudadanos se preguntaban si deberían haber considerado más seriamente a los dioses.
* * *
La taberna se llamaba sencillamente Tenny's y era, dentro de ciertos límites, un establecimiento libre. Se le aplicaba este epíteto porque los oficiales draconianos de ocupación no lo visitaban a menudo y, por orden de Carvath, estaba prohibida la entrada a los soldados rasos. Constituía un secreto a voces que los espías del capitán lo frecuentaban bien disfrazados, pero en general las misiones que les encargaban eran ajenas a las cuitas y negociados de los moradores de Long Ridge. De ahí que el provisional mandamás de la ciudad otorgase al local el privilegio de gobernarse sin intervención.
Tyorl observaba a Hauk tras el parapeto de su jarra de cerveza. Éste era el tipo de persona que Finn se enorgullecía de tener entre sus guerreros, en su Compañía de Vengadores, como él mismo la bautizó: joven y aguerrido, con una marcada animosidad hacia el ejército de los Dragones en su conjunto y hacia Verminaard en particular. Todos los integrantes del grupo habían perdido amigos o familiares bajo el acoso de los draconianos. El poblado de Hauk fue asaltado por atroces pelotones de esta híbrida raza, y su anciano padre, el único pariente que le quedaba, murió en una terrible agonía. Tyorl, aunque sus seres más allegados lograron huir a Qualinesti, se había visto privado de colegas entrañables y de una casa. Los dos encarnaban el ideal de Finn.
La Compañía de Vengadores deambulaba por las zonas limítrofes entre Qualinesti y las Montañas Kharolis con el exclusivo propósito de desahogar su resentimiento desarticulando a placer las patrullas enemigas en tránsito. Finn no encontró ninguna razón para desaprovechar la situación de privilegio de Tenny's, así que envió a los dos personajes que ahora bebían en la posada con la misión de que averiguaran los planes inmediatos de Carvath en lo referente a la vigilancia de la comarca.
Hoy mismo, Tyorl había verificado el rumor de que pronto habría movimientos militares en las estribaciones de las Montañas Kharolis. El Señor del Dragón desplazaría no sólo un contingente, sino también una base de suministros. Todavía furioso por la fuga masiva de ochocientos esclavos, y en un intento de lavar las heridas infligidas a su arrogancia, Verminaard pretendía ampliar su radio de acción, y consecuentemente la guerra, hacia el sur y el este. Su objetivo era Thorbardin: estaba dispuesto a enseñorearse del reino de los enanos antes de que llegara el invierno.
El jefe de los Vengadores emitiría una risa socarrona cuando se enterase de los proyectos de su poderoso adversario, si bien en esencia la mofa iría dirigida a los hombrecillos que se aislaban en las escarpaduras. Finn criticaba sin remilgos a los enanos, que dejaban que las compañías de luchadores traspasaran a su albedrío los confines de Thorbardin pero se resistían a participar en el conflicto. Fuera como fuese, nada impediría al adalid poner todo su empeño en atormentar a sus verdaderos rivales: los canallas al servicio del Señor del Dragón.
Mas no nos precipitemos: cada cosa a su tiempo. Hauk posó su espada encima de la mesa, al lado de la daga de puño de asta. La luz del hogar, profundo y ancho, se deslizó por la dorada guarnición de la tizona, con su cazoleta de plata y los cinco zafiros. Las reverberaciones confirieron una nueva tibieza a las cortantes y perfectas facetas de las joyas y realzaron las venas bermejas que parecían bañar el corazón vivo de la acerada hoja. Los cuatro sujetos que se refrescaban y jugaban a los cuchillos en la mesa vecina se sumieron en un total mutismo.
«Tendremos complicaciones —pensó el elfo—. Espero que ambos nos presentemos ante Finn en una pieza.» Y retorció los labios en lo que esperaba fuera una afable sonrisa.
—Llevas un arma preciosa.
Era el más fornido de los hombres el que pronunció esta alabanza, arrastrando las sílabas de un modo curioso. Se frotó la mandíbula, hirsuta con su barba de una semana, y alzó el vaso en un brindis dedicado a la espada. La espuma se desbordó y corrió, seguida del dorado líquido, por su puño y su brazo.
Hauk observó su espada y ladeó la cabeza como si no se le hubiera ocurrido antes que era, verdaderamente, un bello ejemplar. Asintió, y lo hizo con expresión risueña y franca.
—Sí. ¿Te parece lo suficientemente bonita para apostar por ella, Kiv?
El hombre consultó con sus tres acompañantes, quienes asintieron sin levantar las narices de la jarra, con los ojos congelados en la fingida impasibilidad de aquellos que no quieren delatar ninguna emoción porque el asunto les importa más de lo confesable. ¡Los zafiros de la empuñadura debían de valer una fortuna! Kiv miró en último término a Tyorl, el elfo.
—La espada es suya —se zafó éste, encogiéndose de hombros—. Puede hacer con ella lo que juzgue oportuno.
El lugareño se secó la mano, empapada de cerveza, contra los calzones, que estaban ya tiesos por la grasa acumulada de mil ágapes.
—Bien, gusano —se encaró con Hauk—, yo elegiré la diana. Si fallas o la rechazas, tu tizona pasará a ser mía.
Hauk descansó ambas manos sobre una de las tablas de la mesa, todavía sonriente y beatífico, con un candor capaz de desarmar al más insensible. Sólo su amigo captó el glacial centelleo de sus pupilas.
Con un suspiro, Tyorl cogió su jarra y se recostó contra la pared. Hacía tres años que trataba al otro Vengador, y en ese tiempo había aprendido que podía confiar en que éste le cubriría las espaldas en la batalla y que incluso se interpondría entre él y un filo hostil, si era preciso. Únicamente había que respetar una condición: no interferir jamás cuando los ojos del humano se volvían de hielo.
Él y Hauk habían jugado a los cuchillos toda la velada, con la cena y la bebida como prendas, y aún no habían tenido que pagar ni un mendrugo ni una ronda. Era ésta una circunstancia muy positiva, pues habían gastado su último dinero en el alojamiento y no les quedaba una triste moneda, ni siquiera de las de aleación. Al humano le gustaba jactarse de que él podía subvenir a las necesidades de ambos sin más tesoro que su inteligencia y su daga, mas, aunque por lo común nacía honor a tales alardes, el elfo estaba persuadido de que ahora era otro juego el que se les proponía.
El plato caliente o la pinta de rigor no entraban en el reto. El saquillo que Kiv portaba al cinto vibraba con un sugerente tintineo al caer la noche. Pese a estar mucho mas ebrio que una hora atrás, el grandullón no había perdido la lucidez hasta el extremo de ignorar que debía rehacerse de las pérdidas sufridas si aspiraba a comer al día siguiente.
—¿La espada a cambio de qué? —rugió el lugareño.
—¿Por qué no lo sugieres tú?
El hombretón se apoyó en el respaldo de su silla, haciendo crujir la madera. Cruzó entonces los brazos sobre el abultado vientre y oteó el techo de la taberna, bajo y surcado por vigas negras.
—Todo lo que guardan mis amigos en sus bolsas.
Hubo en el seno del trío un murmullo azorado. Uno hasta hizo ademán de protestar, pero Kiv, prendidas todavía las pupilas de los ahumados travesaños, señaló con gesto ausente la tizona para llamar la atención de sus compañeros sobre su oro, plata y alhajas. El reticente parroquiano capituló, encendiéndose en sus ojillos oscuros la luz de la codicia.
—¿Qué garantía me das de que esos saquillos no están ya vacíos? —inquirió Hauk.
El hombretón chasqueó los dedos, y sus tres compinches se desanudaron los que habían de ser sus avales y los tiraron en la mesa. Ninguno de los Vengadores dejó de percibir el rico repiqueteo de su contenido.
El elfo, impenetrables sus rasgos salvo por los indicios de sueño, volvió a sonreír. Aquellas monedas eran bagatelas en relación con el valioso acero, pero de todas formas Hauk no erraría en su lanzamiento. En el muro más apartado habían dibujado un contorno gris y vago que pretendía representar a un hombre. Una mancha de vino delimitaba su corazón y, de las dos docenas de agujeritos que lo horadaban, todos menos cinco eran obra de Hauk.
En su derredor, los altibajos sonoros de las tertulias parecieron hallar un equilibrio colectivo en el susurro o el silencio. En una de las mesas, cuatro habituales asieron los servicios que les ofrecía la moza de la posada y retiraron las sillas para mejor presenciar el espectáculo. Otros botaban literalmente en sus asientos, respirando el aroma de una apuesta importante.
Al otro lado de la vasta sala, dos enanos ataviados con oscuros ropajes se inclinaron un poco hacia adelante. Nadie reparó en tan discreto cambio de postura salvo Tyorl, quien lo consideró interesante dado que unos segundos antes el dúo estaba enfrascado en su conversación y se mantenía ajeno a cuanto lo rodeaba.
La muchacha que atendía a los clientes, liberada de su cristalina carga, pasó junto a la mesa de Tyorl y circuló entre las otras con donaire y seguridad, erguida la espalda y recto el fino talle, mientras esquivaba sin dificultad los toqueteos de los más atrevidos. Su cabello, que brillaba con los colores del crepúsculo y capturaba las irradiaciones de las llamas como el cobre pulido, colgaba en dos trenzas sobre su espalda. «Seductora criatura», la piropeó Tyorl para sus adentros.
Kiv se arrellanó todavía más en su silla, que gimió con mayor vehemencia, y cerró los ojos.
—El blanco será la chica —decidió.
—Se refiere a su bandeja, ¿no crees? —preguntó Hauk a su amigo, a la vez que se rascaba la barba absorto en fingidas cavilaciones.
En un primer momento, el elfo estuvo a punto de contradecirlo, asaltado por la sospecha de que había que tomar al pie de la letra las palabras del grandullón. Dio un largo trago antes de, despacio, depositar la jarra en su sitio y, como si recapacitase, mirar de hito en hito a la joven, a medio camino de la barra, y la daga del otro Vengador. La cerveza derramada relucía en su hoja.
—Claro que sí —contestó al fin a su colega, a la par que sacaba su propia daga de la funda—. ¿Me equivoco, Kiv?
Aún con los párpados entornados, el hombre esbozó la mueca, perezosa, traicionera, de un felino.
—Desde luego que no. Has de apuntar a la bandeja: o aciertas en el centro geométrico o quedas descalificado... y desposeído.
El individuo que se había opuesto a que arriesgaran su bolsa lanzó una carcajada nerviosa.
—¿No se le otorgarán puntos si hace impacto en la moza?
La danza de las brasas se avivó en el filo del arma corta que había extraído Tyorl. Kiv abrió los ojos, la vio y respondió con punzante sarcasmo:
—En absoluto.
Todo el mundo calló, no oyéndose durante unos segundos sino las pisadas de la muchacha en su caminar hacia el mostrador. Frente a la repentina quietud, ésta se dio cuenta de que se había convertido en el foco de atención y se volteó sin prisas, con la fuente en las manos.
Hauk, tan dura la mirada como los zafiros de la espada, agarró el puño de su daga con determinación. Su compañero casi podía escuchar las quejas que formulaba en su mente, pero era consciente de que no desistiría.
Renegó el elfo sin exteriorizar su repulsa. Armada su mano derecha, izó el recipiente en la izquierda y lo lanzó con todas sus fuerzas.
—¡Mujer, agáchate!
Desorbitados sus ojos verdes, la muchacha obedeció y, en un acto reflejo, elevó la bandeja por encima de su testa para rechazar la jarra. La hoja del forastero humano sesgó el viciado aire cual un rayo argénteo, tan rápida que en ninguna retina se impresionó su trayectoria.
La muchacha gritó, un borracho tartamudeó una retahíla de vítores y, al morir estas voces, resonaron tan sólo en el ambiente el zumbido del acero al hender la madera y los sollozos de la joven. Los ecos de éstos quedaron unos momentos suspendidos en el vacío, hasta que los absorbió una oleada de clamores y el estruendo de una silla al volcarse, fruto del ímpetu de su ocupante que, advirtiendo que la moza iba a desmayarse, corrió a auxiliarla.
Llegó demasiado tarde. La infeliz se desplomó y con ella la fuente, clavada en su centro exacto el arma de Hauk.
Uno de los enanos del sombrío rincón de la taberna, tuerto y de rostro anguloso, se incorporó y salió del local. Una fresca ráfaga ventiló el recinto; la aureola azulada del fuego que ardía en la chimenea osciló y se distorsionó, mas se estabilizó de nuevo al ajustarse la puerta.
Tyorl no se perdió ni un detalle de ese movimiento, mientras que su amigo, pálida la parte de su tez visible por sobre la barba, se puso en pie y envainó la enjoyada tizona.
—Justo en medio, Kiv.
El interpelado renunció a calibrar el resultado, sabedor de que no haría sino aumentar su desencanto y la intensidad del rubor que ya encendía sus pómulos. El elfo, por su parte, se apresuró a cobrar la recompensa y ordenó al campeón:
—Ve a disculparte con esa joven, Hauk. Nuestros colegas partirán enseguida.
—¿Adonde? No me apetece volver a casa —replicó el otro en tono provocativo.
—Eso no le concierne a nadie más que a ti —le espetó su interlocutor, y acarició con el pulgar el mango de su arma—. Por hoy ya has bebido todo lo que puedes tolerar, y además te has quedado sin dinero.
El vacilante humano ojeó la daga de Tyorl y los dedos del humano, muy próximos a la empuñadura de la espada. Sus compinches decidieron por él.
—Vamos —ordenó uno de ellos, enderezándose—. Nos has arruinado a todos. Deja al menos que conservemos el pescuezo.
Kiv se humedeció los labios antes de, pertinaz, acusar al elfo: