Espadas entre la niebla (27 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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»Ahora se dedicaban con ahínco al problema de destruir ese vínculo. No me dijeron cómo esperaban conseguirlo, pero pronto comprendí que también yo tenía un papel que jugar.

»Me pasaban luces brillantes ante los ojos, y Anra cantaba hasta que me dormía. Horas o días después, me despertaba y descubría que había realizado inconscientemente mis tareas cotidianas y que mi cuerpo había sido un esclavo a las órdenes de Anra. En otras ocasiones, mi hermano se ponía una fina máscara de cuero que cubría sus facciones, de modo que, a lo sumo, sólo podía ver a través de mis ojos. El sentido de unidad con mi hermano gemelo creció a la par que el temor que me inspiraba.

»Llegó entonces un período en que me mantenían confinada, como si estuviera en algún preludio salvaje de la madurez, la muerte, el nacimiento o las tres cosas. El Anciano dijo algo sobre "no ver el sol o tocar la tierra". De nuevo permanecí horas agazapada en el escondrijo bajo las tejas o sobre esteras rojas en el pequeño sótano. Y ahora eran mis ojos y oídos, en vez de los de Anra, los que estaban tapados. Durante horas, yo, a quien las imágenes y los sonidos habían nutrido más que el alimento, no podía ver más que recuerdos fragmentarios del niño Anra enfermo, o del Anciano en la habitación llena de humo, o de Friné contorsionando el vientre y silbando como una serpiente. Pero lo peor de todo era mi separación de Anra. Por primera vez desde nuestro nacimiento no podía ver su rostro, oír su voz, percibir su mente. Me marchitaba como un árbol del que se retira la savia, un animal al que le han cortado los nervios.

»Al final, llegó un día o una noche, no sabría decir cuál, en que el Anciano aflojó la máscara que me cubría el rostro. Apenas debía haber más que un vislumbre de luz, pero mis ojos cegados durante tanto tiempo pudieron discernir todos los detalles del pequeño sótano con una claridad dolorosa. Las tres piedras grises habían sido extraídas del suelo. Tendido entre ellas yacía Anra, demacrado, pálido, sin respirar apenas, como si estuviera a punto de morir.

Los tres viajeros se detuvieron, pues ante ellos se alzaba un espectral muro verde. El estrecho sendero había desembocado en lo que debía de ser la cumbre plana de la montaña. Delante había una extensión nivelada, de roca oscura, envuelta en la niebla a los pocos pasos. Sin decir palabra, desmontaron y condujeron a sus caballos temblorosos, adentrándose en un ambiente húmedo que, con excepción de que el agua carecía de peso, tenía un gran parecido con un fondo marino ligeramente fosforescente.

»Mi corazón se sobrecogió de piedad y horror al ver a mi hermano gemelo, y me di cuenta de que a pesar de toda la tiranía y el tormento aún le amaba más que a nada en el mundo, le amaba como una esclava ama al amo débil y cruel que depende para todo de esa esclava, le amaba como el cuerpo maltratado ama al alma despótica. Y me sentí más estrechamente unida a él, nuestras vidas y muertes interdependientes, más que si hubiéramos estado unidos por vínculos de carne y sangre, como lo están ciertos gemelos.

»El Anciano me dijo que podía librarle de la muerte si quería. De momento, debía limitarme a hablarle a mi manera habitual. Así lo hice, con una vehemencia nacida de los días que pasé sin él. Anra no se movía, aparte de alguna vibración ocasional de sus párpados macilentos, pero yo tenía la sensación de que nunca había escuchado con más intensidad, jamás hasta entonces me había comprendido tan bien. Me parecía que, en comparación, todas mis anteriores conversaciones con él habían sido torpes. Entonces recordé y le conté muchas cosas que habían huido de mi memoria o que parecían demasiado sutiles para expresarlas verbalmente. Hablé y hablé, al azar, caóticamente, pasando con celeridad desde los chismorreos locales a la historia universal, ahondando en una miríada de experiencias y sentimientos, no todos los cuales me pertenecían.

»Transcurrieron horas, días quizá... El Anciano debió de haber sometido a algún hechizo que producía sueño o sordera a los demás habitantes de la casa, para evitar toda interrupción. En ocasiones, se me secaba la garganta y él me daba de beber, pero apenas me atrevía a hacer una pausa, pues me anonadaba el empeoramiento, ligero pero inexorable, que observaba en mi hermano gemelo, y estaba convencida de que mis palabras eran el cordón entre la vida y Anra, que creaban un canal entre nuestros cuerpos, a través del cual mi fuerza podía fluir para resucitarle.

»Las lágrimas anegaban mis ojos, mi cuerpo se estremecía, mi voz recorría la gama de la aspereza hasta un susurro casi inaudible. A pesar de mi resolución, me habría desmayado, pero el Anciano acercaba a mi rostro hierbas aromáticas que me hacían volver en mí entre escalofríos.

»Finalmente no pude seguir hablando, pero eso no me liberó, pues seguía moviendo mis labios agrietados y no cesaba de pensar; mi pensamiento era como un arroyo impetuoso, desbordante, como si arrancara y arrojase desde las profundidades de mi mente fragmentos de ideas de las que Anra succionaba la tenue vida que seguía en él.

»Una imagen se me representaba con persistencia, la de un hermafrodita moribundo que se acercaba al estanque de Salmacia, en el que se uniría con la ninfa.

»Me aventuré más y más lejos por el canal que habían creado mis palabras entre nosotros, fui aproximándome más y más al rostro pálido, delicado, cadavérico de Anca, hasta que, con un esfuerzo desesperado, volqué en él mis últimas fuerzas, y creció amenazante, como un acantilado de marfil verdoso que se desmoronaba sobre mí...

Una exclamación de horror interrumpió las palabras de Apura. Los tres permanecían inmóviles, mirando hacia adelante. Ante ellos, alzándose en la niebla gradualmente más espesa, tan cerca que tuvieron la impresión de que les habían tendido una emboscada, había una gran estructura caótica de piedra blancuzca, ligeramente amarillenta, a través de cuyas ventanas estrechas y la puerta abierta de par en par, surgía una lúgubre luz verdosa, origen del brillo fosforescente de la niebla. Fafhrd y el Ratonero pensaron en Karnak y sus obeliscos, en el faro de Faros, en la acrópolis, en la puerta de Ishtar en Babilonia, en las ruinas de Katti, en la Ciudad Perdida de Ahriman, en esos aciagos espejismos de torres que los marinos ven donde están Escila y Caribdis. En realidad, la arquitectura de aquella extraña construcción variaba con tal rapidez y en unos extremos tan ultraterrenos que se alzaba en un loco dominio estilístico propio. Magnificada por la niebla, sus rampas y pináculos retorcidos, como un rostro fluido en una pesadilla, se alzaban hacia donde deberían estar las estrellas.

9: El castillo llamado Niebla

—Lo que sucedió entonces fue tan extraño que tuve la seguridad de que me había precipitado desde la conciencia febril en el frío retiro de un sueño fantástico —continuó Apura.

Habían atado los caballos y ascendían por una ancha escalera hacia la puerta abierta que se burlaba por igual de una acometida repentina como de un cauto reconocimiento. Apura prosiguió su relato con un fatalismo tan sosegado y narcotizado como su avance paso a paso.

—Estaba tendida boca arriba, al lado de las tres piedras, observando cómo se movía mi cuerpo en el pequeño sótano. Me sentía muy débil, no podía mover un sólo músculo, y, no obstante, deliciosamente refrescada... Toda la sequedad ardiente y el dolor de mi garganta habían desaparecido. Ociosamente, como lo haría en un sueño, contemplé mi rostro y me pareció que tenía una sonrisa de triunfo, cosa que juzgué muy estúpida. Pero mientras seguía mirándolo, el temor empezó a entrometerse en mi sueño placentero. El rostro era mío, pero había en él extrañas peculiaridades expresivas. Entonces, al percatarse de mi mirada, hizo una mueca de desdén, se volvió y le dijo algo al Anciano, el cual asintió flemáticamente. El temor me absorbió por completo. Haciendo un esfuerzo tremendo, logré bajar la vista y mirar mi cuerpo real, el que estaba tendido en el suelo. Era el de Anra.

Cruzaron el umbral y se encontraron en una estancia enorme, con multitud de entrantes y nichos en los muros de piedra, aunque no parecía más cerca del origen de aquel resplandor verdoso, excepto que allí la atmósfera nebulosa tenía un brillo mayor. Varias mesas, bancos y sillas estaban esparcidas por el piso, pero su rasgo principal era una gran arcada, desde la que unas aristas de encuentro se curvaban hacia arriba en asombrosa profusión. Fafhrd y el Ratonero buscaron por un momento la dovela del arco, debido a su gran tamaño y también porque había una extraña depresión oscura hacia la parte superior.

El silencio era inquietante, y los dos amigos palparon sus espadas. No se trataba tan sólo de que aquella especie de música atrayente hubiera cesado... Allí, en el Castillo llamado Niebla, no había literalmente ningún sonido, salvo el apagado latir de sus corazones. En cambio, había una concentración de niebla que paralizaba los sentidos, como si estuvieran dentro de la mente de un pensador titánico, o como si las mismas piedras estuvieran en trance. ,

Entonces, como parecía impensable esperar en aquel silencio,' del mismo modo que unos cazadores extraviados no pueden permanecer inmóviles bajo el frío del invierno, pasaron bajo la arcada y eligieron al azar una rampa ascendente. Ahura prosiguió:

—Observé impotente cómo hacían ciertos preparativos. Mientras Anra recogía unos pequeños fardos de manuscritos y ropas, el viejo ató las tres piedras recubiertas de mortero.

»Es posible que en el momento de la victoria descuidara las precauciones habituales. En cualquier caso, mientras estaba todavía inclinado sobre las piedras, mi madre entró en la habitación. Gritando: "¿Qué le habéis hecho?", se arrojó a mi lado y me palpó ansiosamente, pero eso no fue del agrado del Anciano, el cual la cogió por los hombros y la apartó con brusquedad. Permaneció acurrucada contra la pared, con los ojos muy abiertos, castañeteándole los dientes..., sobre todo cuando vio a Anra, en mi cuerpo, que levantaba grotescamente las piedras atadas. Entretanto, el viejo me cogió, en mi nueva forma demacrada, me cargó en su hombro, asió los fardos y subió por la corta escalera.

»Cruzamos el patio interior, sembrado de rosas y ocupado por los amigos perfumados y manchados de vino de mi madre, los cuales nos miraron perplejos, y salimos de la casa. Era de noche. Cinco esclavos esperaban con una litera acortinada, en la que el Anciano me depositó. Lo último que vi fue el rostro de mi madre, cubierto de lágrimas que abrían regueros en la pintura, mirando horrorizada a través de la puerta entornada.

La rampa daba acceso a un nivel superior, y empezaron a deambular sin rumbo a través de una serie laberíntica de estancias. De poco serviría dejar constancia aquí de las cosas que creyeron ver a través de sombríos umbrales, o creyeron oír a través de puertas metálicas con macizos y complejos cerrojos, sin que se atrevieran a imaginar lo que podría haber detrás. Pasamos por una biblioteca desordenada, de estantes altos, algunos de cuyos rollos parecían humear como si retuvieran en el papiro y la tinta las semillas de un holocausto; en los rincones, se amontonaban unas cajas selladas de piedra verduzca y tablillas de latón a las que el tiempo había recubierto de verdín. Había unos instrumentos tan extraños que Fafhrd ni se molestó en advertir al Ratonero que no los tocara. Otra sala exudaba un raro hedor animal, y en su suelo resbaladizo, observaron muchas cerdas cortas y negras, increíblemente gruesas. Pero la única criatura viva que vieron, fue un pequeño ser sin pelo que podría haber sido un cachorro de oso. Cuando Fafhrd se agachó para tocarlo, se escabulló gimoteando. Había una puerta que era tres veces tan ancha como alta, mientras que su altura apenas llegaba a la rodilla de un hombre. Una ventana revelaba una negrura que no era de niebla ni de noche, pero que parecía infinita. Fafhrd se asomó a ella y distinguió débilmente unos oxidados pasamanos de hierro dirigidos hacia arriba. El Ratonero desenrolló la cuerda y la lanzó por la ventana, sin que el gancho golpeara nada.

Sin embargo, la impresión más extraña que aquella fortaleza misteriosamente vacía engendró en ellos, fue también la más sutil, una impresión que realzaba cada nueva habitación o corredor serpenteante, una sensación de insuficiencia arquitectónica. Parecía imposible que los soportes fueran adecuados a los pesos enormes de los grandes suelos y techos de piedra, tan imposible que casi se convencieron de que había contrafuertes y muros de retención que no podían ver, ya fueran invisibles o existieran en otro mundo, como si el Castillo llamado Niebla hubiera surgido sólo parcialmente de algún exterior impensable. Que ciertas puertas con cerrojo parecieran estar situadas donde no podía existir espacio, reforzaba esta idea.

Deambularon por unos pasillos tan distorsionados que, aunque retenían un recuerdo preciso de los puntos sobresalientes, perdían todo sentido de la dirección.

Finalmente, habló Fafhrd:

—Por aquí no vamos a ninguna parte. Al margen de lo que busquemos, a quienquiera que esperemos, Anciano o demonio, es posible que esté en esa primera habitación de la gran arcada.

El Ratonero asintió mientras daban la vuelta y Ahura dijo:

—Por lo menos ahí no estaremos en mucha desventaja. ¡Por Ishtar! ¡La rima del Anciano es cierta! «Las cámaras son fauces babeantes, los arcos mandíbulas con dientes.» Siempre temí mucho este lugar, pero nunca pensé encontrar una madriguera laberíntica que sin duda tiene una mente pétrea y garras de piedra.

»Nunca me trajeron aquí, ¿sabéis?, y desde la noche en que salí de nuestra casa en el cuerpo de Anra, fui un cadáver viviente, que podían abandonar o llevarlo adonde ellos desearan. Creo que me habrían matado, por lo menos hubo un tiempo en que Anra lo habría hecho, pero era necesario que el cuerpo de mi hermano tuviera un ocupante... o mi propio cuerpo cuando él no lo habitaba, pues Anra podía entrar de nuevo en su propio cuerpo y caminar con él por esta región de Ahriman. En tales ocasiones, me mantenían narcotizada e impotente en la Ciudad Perdida. Creo que algo hicieron a su cuerpo en aquella época —el Anciano hablaba de transformarlo en invulnerable—,pues cuando regresé a él me parecía más vacío y rígido que antes.

Mientras descendían por la rampa, el Ratonero creyó oír algo más adelante, algo que destacaba en el silencio terrible, un tenue gemido o el silbido casi inaudible del viento.

—Llegué a conocer muy bien el cuerpo de mi hermano gemelo, pues lo habité casi siete años, en la tumba. En algún momento de aquel negro período, todo el miedo y el horror se desvanecieron... Me había habituado a la muerte. Por primera vez en mi vida mi voluntad, mi fría inteligencia, habían tenido tiempo de desarrollarse. Encadenada físicamente, viviendo casi sin sensaciones, logré un poder interno, empecé a ver lo que hasta entonces jamás había podido vislumbrar: las debilidades de Anra.

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