Espadas entre la niebla (22 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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El Ratonero desenvainó en silencio a Escalpelo, deslizó un dedo acariciante por un lado de la hoja y, al hacerlo, observó una inscripción en carboncillo que decía: «No apruebo el paso que estás dando. Ningauble». Con un siseo de disgusto, el Ratonero borró la inscripción frotando la hoja contra su muslo y concentró la mirada en el adepto, con tal fijeza que no reparó en que Ahura, tendida en el suelo, había abierto los ojos.

—Y ahora, brujo de los muertos —dijo el pequeño espadachín—, me llamo el Ratonero Gris.

—Y mi nombre es Anra Devadoris.

Al instante, el Ratonero puso en acción su plan cuidadosamente ideado: dar dos saltos rápidos hacia adelante y lanzar su cuerpo, prolongado por el acero, contra la espada del adepto, que debía desviar, y a continuación la garganta del mismo, que debía cortar. Ya imaginaba el chorro de sangre que brotaría de la herida cuando, en medio del segundo salto, vio que la hoja del adepto se dirigía hacia sus ojos silbando como una flecha. Con un esfuerzo de torsión abdominal se hizo a un lado y paró el golpe ciegamente. La hoja del adepto golpeó ávidamente a Escalpelo, pero su punta sólo rozó levemente el cuello del Ratonero, el cual recuperó el equilibrio agachándose, con la guardia muy abierta, y sólo un salto hacia atrás le salvó del segundo golpe de Anra Devadoris, rápido como el ataque de una serpiente. Al prepararse a parar la siguiente estocada, jadeó lleno de asombro, pues jamás en su vida se había enfrentado a un contrincante tan rápido. Fafhrd estaba pálido, pero Ahura, con la cabeza un poco levantada del manto de piel, sonreía con una alegría débil e incrédula, pero maligna..., una alegría realmente malévola que no armonizaba en absoluto con sus anteriores indicios furtivos e intangibles de crueldad.

Pero la sonrisa de Anra Devadoris era más ancha, y antes de atacar al Ratonero, hizo con la cabeza un gesto de condescendiente gratitud. La fina hoja se movió como un rayo, y Escalpelo silbó frenética, a la defensiva. El Ratonero retrocedió en etapas, saltando y trazando círculos, con el rostro sudoroso, la garganta seca, pero el corazón exultante, pues nunca se había batido tan bien..., ni siquiera aquella bochornosa mañana en que, con la cabeza metida en un saco, despachó a un raptor egipcio caprichosamente cruel.

De un modo inexplicable, tenía la sensación de que ahora se resarcía de los días que había pasado espiando a Ahura.

La fina espada se acercó de nuevo y de momento el Ratonero no supo en qué lado de Escalpelo había golpeado, por lo que saltó hacia atrás, pero no lo bastante rápido para evitar una punzada en el costado. Lanzó un tajo tremendo al brazo en retirada del adepto... y apenas logró retirar su propio brazo antes de que le alcanzara el arma de su contrario.

Con una voz extraña, tan baja que Fafhrd apenas la oyó y el Ratonero no la oyó en absoluto, Ahura dijo:

—Las arañas te cosquilleaban ligeramente mientras corrían, Anra.

Quizá el adepto titubeó de un modo casi imperceptible, o quizá fue sólo que la expresión de sus ojos se hizo un poco más vacía. En cualquier caso, el Ratonero no tuvo la oportunidad, que buscaba desesperadamente, de iniciar un contraataque y abandonar el mortífero tiovivo de su retirada en círculos. Por mucha atención que pusiera, no podía descubrir ninguna brecha en la red que el adversario le lanzaba constantemente con su acero, ni podía discernir en el rostro de detrás de la red alguna mueca reveladora, el menor movimiento ocular que sugiriese el siguiente punto de ataque, un ensanchamiento de las aletas de la nariz o una distensión de los labios, que revelaran una fatiga similar a la que él sentía. Era inhumano, antinatural, la máscara de una máquina construida por algún Dédalo, o de un autómata plateado como la lepra surgido de un mito. Y, como una máquina, Devadoris parecía adquirir fuerza del mismo ritmo que estaba minando la del Ratonero.

El pequeño espadachín comprendió que debía interrumpir aquel ritmo por medio de un contraataque, o sería víctima de una rapidez ciega. Entonces, se dio cuenta de que nunca le llegaría la oportunidad adecuada para aquel contraataque, que esperaría en vano cualquier fallo en el ataque de su adversario, que debía hacer una conjetura y arriesgarlo todo.

Le ardía la garganta, el corazón le golpeaba en la caja torácica, como si se asfixiara, un veneno que le escocía y atería se iba extendiendo por sus miembros.

Devadoris inició una finta, o una estocada mortífera, dirigida a su rostro. Al mismo tiempo, el Ratonero oyó gritar alegremente a Ahura:

—Colgaron sus telarañas de tu barba y los gusanos conocían tus partes secretas, Anra.

Hizo su conjetura... y lanzó una estocada a la rodilla del adepto. Tal vez su conjetura fue correcta, o alguna otra cosa detuvo el impulso mortífero del adepto, el cual paró fácilmente el golpe del Ratonero, pero el ritmo se rompió y su velocidad disminuyó.

Volvió a atacar velozmente y, de nuevo, el Ratonero hizo una suposición en el último momento. Y otra vez Ahura pronunció unas palabras misteriosas:

—Los gusanos te hicieron un collar, y cada escarabajo en movimiento se detenía para asomarse a tus ojos, Anra.

Aquello se repitió una y otra vez: velocidad, suposición y broma macabra, pero en cada ocasión el Ratonero sólo conseguía un respiro momentáneo, nunca la oportunidad de un contraataque extenso. Prosiguió su retirada en círculos, de un modo tan continuo que tenía la sensación de haber caído en un remolino. A cada vuelta que daba aparecían ante su vista ciertos hitos fijos: el rostro pálido y angustiado de Fafhrd, la tumba voluminosa, el rostro burlón de Ahura, demudado por el odio, la cuchillada roja del sol naciente, el sombrío monolito, con los soldados de piedra a su lado y sus gigantescas tiendas pétreas, Fafhrd de nuevo...

Y ahora el Ratonero supo que sus fuerzas decaían definitivamente. Cada contraataque supuesto le procuraba menos respiro, frenaba menos la velocidad del adepto. Los hitos oscuros giraban vertiginosamente. Era como si le hubiera succionado el centro de un torbellino, como si la nube negra que había creído ver salir de Ahura le envolviera como un vampiro, asfixiándole.

Supo que sólo podría efectuar otro contraataque, por lo que debía concentrar toda su fuerza en una certera estocada al corazón.

Se preparó.

Pero había esperado demasiado. No conseguía reunir la fuerza necesaria, la velocidad imprescindible.

Vio que el adepto se preparaba para descargar un golpe de muerte, rápido como el rayo.

Su propio golpe fue como el gesto de un hombre paralizado que intenta levantarse de la cama.

Entonces Ahura empezó a reír.

Era una risa horrible, histérica, entrecortada, que hizo preguntarse al Ratonero por qué le alegraba tanto su muerte a aquella mujer. Y sin embargo, pese a todas las diferencias, era una risa que sonaba como un eco agudo, distorsionado, de la risa de Fafhrd o la suya propia.

Observó perplejo que la espada de su contrincante aún no le había traspasado, que la veloz estocada de Devadoris se enlentecía, como si la odiosa risa envolviera pesadamente al adepto, como si aquel sonido echara una cadena alrededor de sus miembros.

El Ratonero tendió la espada y se derrumbó, más que se lanzó, hacia adelante.

Oyó el estremecido suspiro de Fafhrd.

Entonces se dio cuenta de que trataba de extraer a Escalpelo del pecho del adepto, y que era una tarea casi imposible, a pesar de que la hoja había penetrado en el cuerpo de Anra Devadoris con tanta facilidad como si estuviera hueco. Tiró de nuevo y Escalpelo salió y cayó de sus dedos sin fuerza. Le temblaron las rodillas, inclinó la cabeza y la oscuridad lo inundó todo.

Fafhrd, empapado en sudor, observó al adepto. El cuerpo rígido de Anra Devadoris se balanceaba como una columna de piedra, liviano primo del monolito que se alzaba a su espalda. En sus labios estaba fija una sonrisa presciente. El balanceo aumentó, pero durante un rato, como si fuera una encarnación del horrendo péndulo de la muerte, no cayó. Entonces, se inclinó demasiado y cayó rígido como una columna, sin doblarse. Se oyó un ruido horrendo, hueco, cuando la cabeza golpeó contra el suelo.

La risa histérica de Ahura estalló de nuevo.

Fafhrd echó a correr, llamando al Ratonero, y agitó ansiosamente el cuerpo caído. Como un miembro extenuado de una falange tebana, dormitando sobre su pica en el crepúsculo de la batalla, el Ratonero dormía el sueño de la fatiga absoluta. Fafhrd buscó el manto gris de su amigo, le cubrió con él y le dejó dormir.

Ahura temblaba convulsamente.

Fafhrd miró al adepto caído, tendido allí de un modo tan formal, como la estatua de una tumba que se hubiera desprendido. La delgadez de Devadoris era esquelética. Apenas había sangrado por la herida que le había infligido Escalpelo, pero tenía la frente aplastada como una cáscara de huevo. Fafhrd le tocó; tenía la piel fría y los músculos duros como piedras.

Fafhrd había visto hombres que entraban en estado de rigidez inmediatamente después de morir, macedonios que habían luchado con denuedo durante demasiado tiempo, pero al final se habían vuelto débiles y tambaleantes. Anra Devadoris había conservado el aspecto de agilidad y dominio perfecto hasta el último momento, a pesar de los venenos que debían correr por sus venas en lugar de sangre. Durante todo el duelo, su pecho apenas se había agitado.

—¡Por Odin crucificado! —exclamó Fafhrd—. Era todo un hombre, aunque fuera un adepto.

Una mano se posó sobre su brazo, y se volvió bruscamente. Era Apura, que se había aproximado por detrás. En la oscuridad destacaba el blanco de sus ojos. Le sonrió sesgadamente, luego arqueó una ceja, se llevó un dedo a los labios y se arrodilló de súbito junto al cadáver del adepto. Tocó con cautela la suave superficie satinada del diminuto grumo de sangre en el pecho del caído. Fafhrd notó de nuevo el parecido de los rostros y retuvo el aliento. Apura se escabulló como una gata sobresaltada.

Se detuvo de súbito como una bailarina y miró de nuevo a Fafhrd, con una expresión de placer malicioso por la venganza cumplida. Hizo una seña al nórdico para que se acercara, y entonces corrió rápidamente a la tumba, subió los escalones, señaló el interior e hizo un nuevo gesto, invitándole a acercarse. El nórdico se aproximó, dubitativo, sin apartar los ojos del misterioso rostro de la mujer, bello como el de una ninfa. Subió los escalones lentamente.

Entonces miró el interior de la tumba.

Tuvo la sensación de que el mundo sano era una mera película que recubría las abominaciones esenciales. Se dio cuenta de que lo que Apura le mostraba había sido de algún modo su degradación final y la del ser que se había llamado Anca Devadoris. Recordó las pullas extravagantes que Apura había lanzado al adepto durante el duelo, recordó la risa de la mujer, y su mente remolineó al borde de las sospechas de deshonestidades e intimidades obscenas engendradas en la fosa. Apenas reparó en que Apura se había desplomado sobre la pared de la tumba y que sus blancos brazos colgaban, como si señalara con sus diez dedos esbeltos, paralizada por el horror. No supo que le miraban los ojos del Ratonero, súbitamente despierto y perplejo.

Pensó entonces que el aspecto remilgado y exquisitamente acicalado de Devadoris le había hecho creer que la tumba era una entrada excéntrica a algún lujoso palacio subterráneo, pero ahora vio que no había ninguna puerta en la pequeña celda a la que se asomó, ni grieta alguna indicadora de que pudiera haber puertas ocultas. Lo que había salido de allí, fuera lo que fuese, había vivido allí, donde los rincones secos estaban cubiertos de espesas telarañas y el suelo bullía de gusanos, escarabajos peloteros y negras y peludas arañas.

6: La montaña

Quizá algún demonio bromista, o el mismo Ningauble, había planeado las cosas de aquel modo. En cualquier caso, cuando Fafhrd bajaba de la tumba, sus pies se enredaron con la mortaja de Ahriman y lanzó un grito violento (el Ratonero dijo que había «balado») antes de ver la causa, que por entonces estaba convertida en jirones.

Entonces Apura, incitada por el tumulto, les hizo pasar unos momentos de terror al gritar que el monolito negro y los soldados que le acompañaban avanzaban hacia ellos para aplastarles bajo sus pies pétreos.

Casi al mismo momento, la copa de Sócrates les heló momentáneamente la sangre al girar en un semicírculo, como si su sabio propietario tanteara invisible el terreno, buscándola, quizá para humedecerse la garganta tras una fatigosa disputa en el polvoriento inframundo. De la rama agostada del Árbol de la Vida no había señal, aunque el Ratonero saltó tan veloz y asustadizo como uno de sus tocayos cuando vio un gran insecto negro en forma de palo que se arrastraba en el lugar donde debería haber caído la rama.

Pero fue el camello el que causó la mayor conmoción, al comenzar de súbito a hacer torpes cabriolas, sumido en un éxtasis muy impropio de él, y finalmente, se aproximó retozando sobre dos patas a la yegua, la cual huyó gritando consternada. Después resultó evidente que el camello debía de haber ingerido los afrodisíacos, pues uno de los frascos estaba destrozado, como si lo hubiera aplastado una pezuña, y no había más que un poco de espuma en el lugar donde se había vertido su contenido, y dos de los pequeños tarros de arcilla habían desaparecido. Fafhrd fue en busca de los dos animales, en uno de los caballos restantes, gritándoles como un loco.

Al quedarse a solas con Apura, el Ratonero tuvo que poner a prueba su locuacidad para salvar la cordura de la muchacha, contándole una serie de nimiedades, sobre todo chismorreos de Tiro subidos de color, pero incluyendo todo un relato apócrifo sobre cómo él, Fafhrd y cinco muchachos etíopes, jugaron una vez al poste de mayo con los tallos oculares de un Ningauble borracho, y le dejaron escudriñando a su alrededor en las más curiosas direcciones. (El Ratonero se preguntaba por qué no habían tenido noticias de su mentor de siete ojos. Después de las victorias, Ningauble siempre se apresuraba a exigir su pago, que debía ser exacto... Sin duda, insistiría en que le dieran los tres recipientes de afrodisíacos que se habían perdido.)

El Ratonero podría haber esperado aquella ocasión para cortejar a Ahura y, de ser posible, asegurarse de que se había librado por completo del encantamiento que convertía en caracoles a sus amantes. Pero, aparte del estado histérico en que se hallaba la muchacha, se sentía extrañamente tímido con ella, como si, aunque aquélla era la Ahura a la que amaba, se encontrara con ella por primera vez. Desde luego, era una Ahura muy diferente a aquélla con la que habían viajado a la Ciudad Perdida, y el recuerdo de cómo había tratado a esa otra Ahura le refrenaba. Así pues, le halagó y consoló como podría haberlo hecho con una huérfana solitaria de Tiro, y finalmente, sacó de su bolsa dos pequeñas y divertidas marionetas y dejó que la divirtieran por él.

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