Espadas entre la niebla (17 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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La alegría de Fafhrd por el desconcierto de su amigo duró poco, pues tras una noche de desesperada y extensa experimentación que, según dijeron algunos, dejó desde el puerto de Sidón hasta el templo de Melkarth un espeso reguero de baba de caracol que a la mañana siguiente dejó perplejos a todas las señoras y la mitad de los maridos de Tiro, el Ratonero descubrió algo que había sospechado desde el principio, pero había confiado en que no fuera toda la verdad, a saber, que sólo Cloe era inmune a la extraña peste que acarreaban sus besos.

Ni que decir tiene, esto complació inmensamente a Cloe. En sus ojos bizcos brilló un arrogante amor propio como dos espadas cruzadas, y se aplicó nada menos que costoso aceite aromático en sus pobres pies mentalmente magullados... y no sólo aceite imaginario, pues en seguida capitalizó su posición obteniendo del Ratonero oro suficiente para comprar un esclavo cuya tarea consistía en aceitarle los pies y poco más. Ya no trataba de evitar que el Ratonero se fijara en otras mujeres, e incluso disfrutaba alentándole a que lo hiciera, y así, la próxima vez que encontraron a la muchacha morena que recibía los diversos nombres de Ahura y Salmácida Silenciosa, cuando entraron en una taberna llamada La Concha Púrpura, le ofreció de buen grado más información.

—Mira, Ahura no es tan inocente, a pesar de ese carácter retraído. Una vez se marchó con un viejo... eso fue antes de que me diera el amuleto... y una vez oí que una emperejilada dama persa le gritaba: «¿Qué has hecho con tu hermano?». Ahura no respondió, sino que se limitó a mirar a la mujer con la frialdad de una serpiente, y al cabo de un rato la mujer echó a correr. ¡Brrr! ¡Deberías haber visto sus ojos!

Pero el Ratonero fingió que no estaba interesado.

Sin duda, Fafhrd podría haber pedido a Cloe que recabara cortésmente más información sobre aquella mujer, y la muchacha estaba más que deseosa de extender y consolidar de esta manera el control que tenía de los dos amigos. Pero el orgullo de Fafhrd no le permitiría aceptar semejante favor, y además, en los últimos días se había quejado con frecuencia de Cloe, considerándola una mujer decadente y poco deseable, que se limitaba a contemplar su propio ombligo.

Así llevaba forzosamente una vida monástica, soportaba las miradas femeninas despectivas mientras bebía en las tabernas y rechazaba a los muchachos pintarrajeados que interpretaban mal su misoginia. Le irritaba mucho el rumor creciente de que se había convertido en secreto en un sacerdote eunuco de Cibeles. El chismorreo y la especulación ya habían distorsionado de un modo fantástico los relatos más verídicos de lo que había sucedido, y no le ayudó nada que las muchachas que habían sufrido la transformación lo negaran por temor a que ello las perjudicara en sus actividades. Algunos concibieron la idea de que Fafhrd había cometido el repugnante pecado de bestialidad e instaron a que se le juzgara en tribunales públicos. Otros le consideraron un hombre afortunado a quien había visitado una diosa amorosa disfrazada de cerda y que desde entonces despreciaba a todas las mujeres terrenales, mientras que otros susurraban que era un hermano de Circe y que moraba normalmente en una isla flotante del mar Tirreno, donde tenía cruelmente transformadas en cerdas a varias doncellas hermosas que habían naufragado. Dejó de reír y aparecieron unos círculos oscuros en la piel blanca alrededor de los ojos. Comenzó a efectuar cautelosas indagaciones entre los magos, con la esperanza de encontrar algún hechizo capaz de contrarrestar al que padecía.

Una noche, el Ratonero dejó a un lado un deshilachado papiro marrón y le dijo bruscamente:

—Creo que he encontrado un remedio para la dolencia que te atenaza. Lo he encontrado en este abstruso tratado, La
demono
logía
de
Isaías
ben Elshaz.
Parece ser que, cualquiera que sea el cambio que se produzca en la forma de la mujer a la que amas, debes seguir haciéndole el amor, confiando en el poder de tu pasión para que retorne a su forma original.

Fafhrd dejó de afilar su gran espada y preguntó:

—¿Por qué no tratas entonces de besar a los caracoles?

—Sería desagradable y, a quien está libre de prejuicios bárbaros, le basta con Cloe.

— ¡Bah! Si vas con ella es sólo para no perder tu amor propio. Te conozco. Desde hace siete días no puedes pensar más que en esa guapa Ahura.

—Una chica bonita, pero no de mi agrado —replicó fríamente el Ratonero—. Más bien debe de ser la niña de tus ojos. En fin, creo que deberías probar mi remedio. Estoy seguro de que se revelaría tan bueno que todas las cerdas del mundo correrían gritando detrás de ti.

Después de esto, Fafhrd llegó incluso a sujetar con firmeza, a una distancia prudencial, la siguiente cerda que creó su pasión reprimida, y la alimentó con hachas inmundas, confiando en que su amabilidad daría algún resultado. Pero al final tuvo que admitir de nuevo su derrota y aplacar con didracmas de plata que tenían grabada la lechuza ateniense a la muchacha escita, histéricamente enojada, a la que había revuelto el estómago con el repugnante condumio. Fue entonces cuando un joven y curioso filósofo griego mal aconsejado sugirió al nórdico que sólo el alma o la forma interior del ser amado tiene importancia, mientras que el exterior es transitorio e insignificante.

—¿Perteneces a la escuela socrática? —le preguntó Fafhrd amablemente.

El griego asintió.

—¿No era Sócrates el filósofo capaz de beber cantidades ilimitadas de vino sin parpadear?

El filósofo volvió a asentir rápidamente.

—¿Eso se debía a que su alma racional dominaba al alma animal?

—Eres instruido —replicó el griego, con un gesto de asentimiento igualmente rápido pero más respetuoso.

—No he terminado. ¿Te consideras en todos los aspectos un verdadero seguidor de tu maestro?

Esta vez, la rapidez del griego fue su perdición. Asintió, y dos días después unos amigos le sacaron de la taberna: le habían encontrado acunado en un barril roto, como si hubiera vuelto a nacer de un modo desusado. Estuvo borracho durante varios días, el tiempo suficiente para que surgiera una pequeña secta que le consideró una reencarnación de Dionisos, y como tal le adoraron. La secta se disolvió cuando empezaron a desaparecer los efectos del vino y pronunció su primer discurso oracular, cuyo tema eran los males de la embriaguez.

La mañana siguiente a la deificación del atolondrado filósofo, Fafhrd se despertó cuando los primeros rayos de sol tocaron el terrado que, con su amigo el Ratonero, había elegido para pasar la noche. Sin emitir sonido alguno ni hacer ningún movimiento, suprimiendo el impulso de suplicar a alguien que le comprara una bolsa de nieve de los montes del Líbano (sobre los que ahora se asomaba el sol) para refrescar su cabeza dolorida, abrió un ojo y vio la escena que, en su sabiduría, había esperado ver: el Ratonero sentado sobre sus talones y contemplando el mar.

—Hijo de mago y de bruja —le dijo—, parece que una vez más tendremos que echar mano de nuestro último recurso.

El Ratonero no volvió la cabeza, pero asintió una vez, lentamente.

—La primera vez no salimos con vida —siguió diciendo Fafhrd.

—La segunda vez rendimos nuestras almas a las Otras Criaturas —añadió el Ratonero, como si entonaran un cántico al amanecer en honor de Isis.

—Y la última vez nos arrebataron del brillante sueño de Lankhmar.

—Él puede engañarnos para que tomemos la bebida, y no despertaremos en otros quinientos años.

—Él puede enviarnos a la muerte y no nos reencarnaremos en otros dos mil —continuó Fafhrd.

—Él puede mostrarnos a Pan, u ofrecernos a los Dioses Antiguos, o lanzarnos más allá de las estrellas, o enviarnos al inframundo de Quarmall —concluyó el Ratonero.

Los dos amigos hicieron una larga pausa. Luego, el Ratonero Gris susurró:

—Sin embargo, debemos visitar a Ningauble de los Siete Ojos.

Y decía la verdad, pues como Fafhrd había supuesto, su alma se cernía sobre el mar, soñando en la morena Ahura.

2: Ningauble

Cruzaron, pues, los nevados montes del Líbano y robaron tres camellos, eligiendo virtuosamente como víctima de su atraco a un rico terrateniente que obligaba a sus arrendatarios a ordeñar las rocas y sembrar las orillas del mar Muerto, pues no era prudente acercarse al Chismoso de los Dioses con una conciencia demasiado sucia. Al cabo de una semana de penoso avance por el desierto, días tórridos que hicieron a Fafhrd maldecir a los dioses de fuego de Muspelheim, en los que no creía, llegaron a las Crestas de Arena y los grandes Torbellinos de Arena, y pasaron con mucha cautela junto a ellos mientras sólo giraban perezosamente, para ascender a la Isleta Rocosa. El Ratonero, que amaba la ciudad, despotricaba de la preferencia de Ningauble por «un miserable agujero en el desierto», aunque sospechaba que el Traficante de noticias y sus agentes deambulaban por un camino más cómodo que el ofrecido a los visitantes, y aunque sabía tan bien como Fafhrd que el Atrapador de Rumores (sobre todo falsos, que son los más valiosos) debe vivir tan cerca de la India y las infinitas tierras ajardinadas de los Hombres Amarillos como de la bárbara Bretaña y la marcial Roma, y tan cerca de la vaporosa jungla transetíope como de las mesetas misteriosas y solitarias y las altísimas montañas que se elevan más allá del mar Caspio.

Llenos de esperanza, ataron sus camellos, encendieron antorchas y entraron sin temor en las Grutas Insondables, pues el peligro no radicaba tanto en visitar a Ningauble como en el encanto tentador de su consejo, el cual era tan grande que uno tenía que seguirlo hasta donde le llevara.

De todos modos, Fafhrd comentó:

—Un terremoto se tragó la casa de Ningauble y se le quedó atascada en la garganta. Ojalá que no le entre hipo.

Cuando cruzaban el Puente Tembloroso, que salvaba la brecha de la Verdad Fundamental, que podría haber devorado la luz de diez mil antorchas sin que disminuyera ni un ápice su negrura, se encontraron con un individuo impasible, provisto de casco, por cuyo lado pasaron sin decir palabra y a quien reconocieron como un mongol que hacía un largo viaje. Especularon acerca de si también él era un visitante del Chismoso o un espía... Fafhrd no tenía fe en los poderes clarividentes de los siete ojos, y afirmaba que eran un mero engaño para asustar a los necios y que Ningauble recogía su información de una multitud de buhoneros, alcahuetes, esclavos, golfillos, eunucos y comadronas, cuyo número superaba a los grandes ejércitos de una docena de reyes.

Llegaron al otro lado con alivio y pasaron por una veintena de bocas de túnel, que el Ratonero contempló con añoranza.

—Quizá deberíamos elegir uno al azar —musitó— y buscar otro mundo. Apura no es Afrodita, ni siquiera Astarté... del todo.

—¿Sin la guía de Ning? —replicó Fafhrd —. ¿Y cargados todavía con nuestras maldiciones? ¡Sigue adelante!

Vieron entonces una débil luz que parpadeaba en el techo cuajado de estalactitas, y que se reflejaba desde un nivel por encima de ellos. Pronto avanzaron con dificultad hacia ella, subiendo por la Escalera del Error, una aglomeración de grandes y ásperas rocas. Fafhrd estiró sus largas piernas; el Ratonero saltó como un gato. Las pequeñas criaturas que se escabullían a su alrededor, les rozaban los hombros en su lenta huida, o simplemente mostraban sus ojos amarillos, que reflejaban una curiosidad insaciable, desde las grietas y los salientes rocosos; eran cada vez más numerosas, pues se estaban aproximando al Archiescuchador furtivo.

Poco después, sin haber perdido tiempo en reconocer el terreno, se encontraron ante la Gran Puerta, cuya parte superior tachonada con clavos de hierro, desdeñaba la iluminación del minúsculo fuego. Pero no era la puerta lo que les interesaba, sino su guardián, una criatura de vientre monstruoso sentada en el suelo junto a un gran montón de tablillas de barro, y cuyo único movimiento era el frote de lo que parecían ser sus manos. Las mantenía bajo el manto raído y voluminoso que también le cubría por completo la cabeza. De ese manto colgaban dos grandes murciélagos.

Fafhrd se aclaró la garganta.

El movimiento bajo el manto cesó.

Entonces, de la parte superior de la criatura surgió contorsionándose algo que parecía una serpiente, pero que en lugar de cabeza tenía una joya opalescente con una mancha central oscura. Sin embargo, se la podría haber considerado finalmente una serpiente a no ser porque también parecía una flor exótica de tallo grueso. Se movió inquieta a un lado y otro hasta que al fin señaló a los dos forasteros. Luego se puso rígida y la extremidad bulbosa pareció brillar con más intensidad. Se oyó entonces un tenue ronroneo y cinco tallos similares salieron rápidamente retorciéndose de la capucha y se alinearon con su compañero. Las seis pupilas negras se dilataron.

—¡Panzudo traficante de rumores! —le saludó el Ratonero nerviosamente—. ¿Es que siempre has de jugar al tutilimundi?

Uno nunca podía superar del todo la leve inquietud inicial que experimentaba al encontrarse con Ningauble de los Siete Ojos.

—Eso es una descortesía, Ratonero —dijo una voz fina y temblorosa bajo la capucha—. No es correcto que quienes vienen en busca de sabio consejo lancen pullas ante ellos. Sin embargo, hoy estoy de buen humor y prestaré oídos a vuestro problema. Veamos, ¿de qué mundo vienes con Fafhrd?

—De la Tierra, como sabes muy bien, rey de jirones de mentiras y parches de hipocresía —replicó en voz baja el Ratonero, aproximándose.

Tres de los ojos siguieron atentamente su avance, mientras un cuarto vigilaba a Fafhrd.

—Más descortesía —murmuró Ningauble entristecido, meneando la cabeza, de modo que los tallos oculares oscilaron—. ¿Crees que es fácil mantenerse informado sobre los tiempos, espacios e infinitos mundos? Y hablando de tiempo, ¿no es hora ya de que dejéis de aprovecharos de mí, porque una vez me conseguisteis un demonio necrófago nonato cuya ascendencia podría poner en tela de juicio? El servicio que me hicisteis fue ligero, y lo acepté sólo para complaceros. Y, en nombre del Dios Sin Huellas, os lo he pagado con creces veinte veces.

—Tonterías, Partera de Secretos —replicó el Ratonero, adelantándose confiadamente, casi restaurada su alegre desfachatez—. Sabes tan bien como yo que en lo más hondo de tu gran panza estás temblando de placer por tener la oportunidad de expresar tu conocimiento a dos oyentes tan apreciativos como nosotros.

—Eso está tan lejos de la verdad como yo lo estoy del secreto de la Esfinge —comentó Ningauble, cuatro de cuyos ojos seguían la aproximación del Ratonero, otro vigilaba a Fafhrd y el sexto se había deslizado alrededor de la capucha para reaparecer en el otro lado y mirar suspicazmente tras ellos.

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