Espadas entre la niebla (16 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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Al cabo de un día supieron que había ocurrido algo extraño, pues no avistaron Ilthmar, ni siquiera el Mar Interior. Además, seguía inquietándoles algo extraño en las palabras que usaban, aunque cada uno comprendía al otro con bastante claridad.

Por otro lado, ambos se daban cuenta de que algo les sucedía a sus recuerdos e incluso a su conocimiento corriente de las cosas, aunque al principio no se revelaron mutuamente este temor. En aquel desierto abundaba la caza, de carne deliciosa una vez asada, y eso bastaba para acallar la curiosidad acerca de una diferencia indefinible en la forma y la coloración de los animales. Encontraron también un arroyo en el desierto cuyas aguas tenían un raro sabor dulzón.

Al cabo de una semana, y tras un encuentro con una pacífica caravana de mercaderes de seda y especias, se dieron cuenta de que no hablaban entre ellos en lankhmarés, ni en mingol chapurreado, ni en la lengua de los bosques, sino en fenicio, arameo y griego. Por otro lado, los recuerdos infantiles de Fafhrd no eran los del Yermo Frío, sino los de unas tierras alrededor de un mar llamado Báltico, mientras que los del Ratonero no eran de Tovilyis sino de Tiro, y que allí la ciudad más grande de todas no se llamaba Lankhmar, sino Alejandría.

E incluso con estos pensamientos, el recuerdo de Lankhmar y de todo el mundo de Nehwon empezó a difuminarse en sus mentes y se convirtió en un sueño o una serie de sueños recordados.

Solamente el recuerdo de Ningauble y sus cavernas continuó firme y claro; pero la naturaleza exacta de la jugarreta que les había hecho se hizo brumosa.

De todos modos, no les importaba: allí el aire era estimulante y limpio, la comida buena, el vino bueno y embriagador y los hombres lo bastante apuestos para poder esperar que las mujeres fueran interesantes. ¿Qué más daba si los nombres y las palabras nuevas parecían inicialmente extraños? Esa sensación de extrañeza disminuía incluso mientras uno pensaba en ella.

Estaban en un nuevo mundo que prometía aventuras insólitas, aun cuando en el mismo momento en que uno lo consideraba «nuevo» se volviera más familiar.

Así cabalgaron por el sendero blanco y arenoso de su destino, nuevo pero predestinado.

El gambito del adepto
1: Tiro

Sucedió que mientras Fafhrd y el Ratonero Gris se entretenían en una taberna cerca del puerto sidoniano de Tiro, donde todas las tabernas son de dudosa reputación, una muchacha gálata, de cabello amarillento y largos miembros que se recostaba en el regazo de Fafhrd, se convirtió de pronto en una cerda enorme y alborotada. Aquél era un hecho singular, incluso en Tiro. El Ratonero arqueó las cejas al ver que los senos de la gálata, revelados por el vestido cretense, que a la sazón volvían a estar de moda, se convertían en el par superior de tetillas fofas y blancas, y contempló todo el fenómeno sin disimular su interés.

Al día siguiente cuatro traficantes de camellos, que sólo habían bebido agua desinfectada con vino agrio, y dos teñidores de brazos purpúreos, que eran primos del tabernero, juraron que no se había producido ninguna transformación y que ellos no vieron nada, o muy poco, que se apartara de lo ordinario. Pero tres soldados borrachos del rey Antíoco y cuatro mujeres que les acompañaban, así como un malabarista armenio completamente sobrio, atestiguaron el hecho con todos sus detalles. Un contrabandista de momias egipcio llamó brevemente la atención al afirmar que la cerda con curioso atuendo era sólo una apariencia o espectro, e hizo oscuras referencias a visiones concedidas a los hombres por los dioses animales de su tierra natal, pero como apenas había transcurrido un año desde que los seléucidas vencieran a los ptolomeos en las afueras de Tiro, le hicieron callar rápidamente. Un conferenciante viajero e indigente de Jerusalén adoptó una postura aún más atenuada, sosteniendo que la cerda no era una cerda, ni siquiera una apariencia, sino sólo la apariencia de una apariencia de una cerda.

Sea como fuere, Fafhrd no tenía tiempo para tales sutilezas metafísicas. Entonces, con un rugido de repugnancia no exento de terror, empujó a la monstruosidad chillona hasta un extremo de la sala, y la hizo caer con un gran chapoteo en el depósito de agua. Cuando emergió, era de nuevo una muchacha gálata de largos miembros, y una muchacha muy airada, pues el agua rancia en la que se hundió la cerda le empapó el vestido y le pegó el cabello amarillento (el Ratonero murmuró « ¡Afrodita! » ), y el volumen de la cerda, resistente a cualquier corsé, había roto la prieta cintura del vestido cretense. Las estrellas parpadeaban a través de la claraboya encima del depósito de agua, y las copas de vino se habían vuelto a llenar muchas veces, antes de que la ira de la mujer se disipara. Entonces, cuando Fafhrd imprimía en sus labios ansiosos el beso de la reconciliación, notó que se volvían de nuevo babosos y colmilludos. Esta vez ella misma se levantó de entre dos toneles de vino y, haciendo caso omiso de los gritos, los comentarios excitados y las miradas perplejas, como si fueran parte de una burda mistificación que había sido llevada demasiado lejos, salió de la estancia con dignidad de amazona. Se detuvo una sola vez, en el oscuro y desgastado umbral, y entonces arrojó a Fafhrd una pequeña daga, que él desvió distraídamente hacia arriba con su copa de cobre. La daga se clavó en la boca de un sátiro de madera que decoraba la pared, dando a aquella deidad el aspecto de que se estaba mondando los dientes introspectivamente.

La expresión de los ojos verde mar de Fafhrd se volvió igualmente inquisitiva mientras se preguntaba qué mago había alterado su vida amorosa. Escudriñó lentamente a los parroquianos de la taberna, deteniéndose en cada rostro de mirada socarrona; se demoró un poco más, dubitativo, al reparar en una muchacha alta y morena, más allá del depósito de agua, y finalmente regresó al Ratonero. Se quedó mirando a su amigo con una cierta suspicacia.

El Ratonero se cruzó de brazos, con las aletas de su nariz chata distendidas, y devolvió la mirada con toda la suavidad despectiva de un embajador parto. Bruscamente se volvió, abrazó y besó a la joven griega bisoja que se sentaba a su lado, sonrió a Fafhrd sin decir nada, se quitó de la áspera túnica gris el antimonio que había caído de los párpados de la mujer y volvió a cruzarse de brazos.

Fafhrd empezó a golpearse suavemente la palma con la base de su copa. Su ancho y apretado cinturón de cuero, humedecido por el sudor que manchaba su túnica de lino blanco, crujió ligeramente.

Entretanto, las especulaciones musitadas sobre la persona que había encantado a la gálata de Fafhrd, se arremolinaron en torno a las mesas y se posaron inciertamente en la muchacha alta y morena, quizá porque estaba sentada allí sola y, por lo tanto, no podía participar en los suspicaces cuchicheos.

—Es una mujer extraña —confió al Ratonero Cloe, la griega bisoja—. La llaman la salinácida silenciosa, pero sé que su nombre verdadero es Ahura.

—¿Es de Persia?

Cloe se encogió de hombros.

—Lleva años aquí, aunque nadie sabe exactamente dónde vive ni qué hace. Antes era una muchacha alegre y chismosa, aunque nunca iba con hombres. Una vez me dio un amuleto, para protegerme de alguien, según dijo... Todavía lo llevo. Pero luego estuvo ausente una temporada... —La locuaz Cloe continuó—: Al regresar era tal como la ves ahora: tímida y callada como una almeja, con la expresión de alguien que fisgonea a través de una grieta en un burdel.

El Ratonero miró apreciativamente a la muchacha morena, y siguió mirándola aunque Cloe le tiraba de la manga. La griega se reprendió mentalmente por haber cometido la estupidez de llamar la atención de un hombre hacia otra muchacha.

A Fafhrd no le distrajo este juego: siguió mirando al Ratonero con la fijeza pétrea de toda una avenida de colosos egipcios. El caldero de su cólera llegó al punto de ebullición.

—Escoria de una cultura lastrada por el ingenio —le dijo—. Considero el nadir de la más vil perfidia que me sometas a tu nauseabunda brujería.

—No te excites, hombre de extraños amores —replicó el Ratonero—. Este desdichado infortunio les ha ocurrido a otros y no sólo a ti, entre ellos a un ardiente guerrero asirio cuya amante fue transformada en una araña entre las sábanas, y un etíope impetuoso que se vio alzado algunas varas en el aire y besando a una jirafa. Cierto que, para quien sabe de literatura, no existe nada nuevo en los anales de la magia y la taumaturgia.

—Además —siguió diciendo Fafhrd, con su voz de bajo resonante en el silencio—, tu acción me parece tanto más traicionera cuanto que practicas ese truco porqueril en un momento insospechado de placer.

—Mira, aunque decidiera incomodar tu lascivia por medios brujeriles, creo que no sería a la mujer a quien metamorfosearía.

—Y otra cosa —añadió Fafhrd, impertérrito, al tiempo que se inclinaba hacia adelante y posaba su mano sobre la gran daga enfundada junto a él, en el bando—. Considero una afrenta intolerable y directa que elijas a una muchacha gálata, miembro de una raza pariente de la mía propia.

—No sería la primera vez que he de reñir contigo por una mujer —dijo el Ratonero en tono amenazante.

—¡Pero sí la primera vez que has de reñir conmigo por una cerda! —replicó Fafhrd, todavía más amenazador.

Mantuvo por un momento su postura beligerante, con la cabeza baja, la mandíbula adelantada y los ojos entrecerrados. Luego empezó a reír.

La risa de Fafhrd era impresionante. Comenzaba con una risita que acompañaba al aire expulsado por la nariz con fuerza, la vertía luego entre los dientes apretados y, a continuación, emitía una serie de risotadas cuyo volumen aumentaba rápidamente hasta llegar a un rugido contra el que el bárbaro tenía que afianzarse, abriendo mucho las piernas y echando la cabeza atrás, como si resistiera la embestida de un vendaval. Era la risa del bosque azotado por la tormenta o del mar, una risa que invocaba visiones, que parecía proceder de un tiempo más prístino, más vigoroso, más exuberante. Era la risa de los Dioses Antiguos que observan a su criatura, el hombre, y reparan en sus omisiones, sus cálculos equivocados, sus errores.

Al Ratonero empezaron a temblarle los labios. Torció el gesto, tratando de evitar el contagio. Entonces se echó a reír también.

Fafhrd hizo una pausa, jadeó, cogió la jarra de vino y la vació de un trago.

— ¡Embrollos porcinos! —gritó, y empezó a reír de nuevo.

La chusma tiria contemplaba a los dos amigos con extrañeza, sorprendidos, asustados, sus imaginaciones vagamente agitadas.

Sin embargo, había entre ellos una persona cuya reacción era digna de tenerse en cuenta. La muchacha morena miraba a Fafhrd ávidamente, absorbiendo los ruidos de las risas, con la más curiosa expresión de apetito, desconcierto, curiosidad —y cálculo en sus ojos.

El Ratonero se dio cuenta y dejó de reír para concentrar su atención en la mujer. Mentalmente, Cloe se dio un fuerte golpe en las plantas de sus pies descalzos.

La risa de Fafhrd se interrumpió, empezó a respirar con normalidad e introdujo los pulgares bajo el cinto.

—Se están asomando las estrellas del alba —le dijo al Ratonero, agachando la cabeza para mirar a través de la claraboya—. Ya es hora de que nos ocupemos de lo nuestro.

Y sin más, los dos amigos salieron de la taberna, apartando de su camino a un recién llegado y un comerciante de Pérgamo muy borracho, el cual se los quedó mirando asombrado, como si intentara decidir si se trataba de un dios muy alto y su diminuto servidor, o de un hechicero pequeño y el musculoso autómata que obedecía sus órdenes.

Si las cosas hubieran terminado ahí, dos semanas después, Fafhrd habría afirmado que el incidente de la taberna no había sido más que un sueño de borracho, un sueño que habían tenido varias personas, lo cual era un tipo de coincidencia a la que no estaba en absoluto desacostumbrado. Pero el asunto no terminó así. Después de ocuparse de «lo nuestro» (que resultó ser mucho más complicado de lo que habían previsto, pasando de un asunto bastante sencillo de contrabandistas sidonianos a una rutilante intriga amenizada con piratas cilicios, una princesa capadocia raptada, una carta de crédito falsificada a nombre de un financiero de Siracusa, un negocio con una mujer chipriota que era tratante de esclavos, una cita que resultó una emboscada, algunas joyas de valor incalculable robadas de una tumba egipcia y que nadie vio jamás y, finalmente, una banda de bandoleros idumeos que llegaron galopando desde el desierto para desbaratar los cálculos de todo el mundo) y después de que Fafhrd y el Ratonero hubieran vuelto a los suaves abrazos de las políglotas damas portuarias, Fafhrd se enfrentó una vez más al extraño fenómeno de la transformación porqueril, y esta vez terminó en una pelea a cuchilladas con unos hombres que creían rescatar a una bonita muchacha bizantina, a punto de morir ahogada a manos de un gigante pelirrojo, pues Fafhrd había insistido en sumergir a la muchacha, mientras seguía metamorfoseada, en un gran tonel de salmuera utilizada para adobar carne de cerdo. Este incidente sugirió al Ratonero una estratagema que no le contó a Fafhrd, a saber: conquistar a una muchacha agradable, hacer que Fafhrd la convirtiera en una cerda, venderla de inmediato a un carnicero y luego venderla a un traficante de mujeres de placer cuando ella, convertida de nuevo en una mujer enfurecida, se hubiera librado del carnicero, hacer que Fafhrd la siguiera para convertirla otra vez en una cerda (por entonces debería ser capaz de hacerlo simplemente dirigiéndole miradas amorosas), venderla entonces a otro carnicero y comenzar de nuevo. Precios bajos y beneficios rápidos.

Durante algún tiempo Fafhrd siguió obstinado en sospechar del Ratonero, el cual tenía desde siempre la afición a la magia negra y tenía un gran estuche de cuero gris que contenía extravagantes instrumentos extraídos de los bolsillos de brujos y libros recónditos robados en las bibliotecas caldeas, si bien una larga experiencia había enseñado a Fafhrd que el Ratonero no solía leer sistemáticamente más allá de los prólogos de la mayor parte de sus libros (aunque a menudo desenrollaba las últimas partes de los pergaminos y les dirigía penetrantes miradas acompañadas de críticas incisivas ) y que nunca era capaz de conseguir dos veces el mismo resultado de un encantamiento. Que lograra transformar a dos de las luminarias amorosas de Fafhrd era posible aunque muy difícil; que obtuviera una cerda en cada ocasión era impensable. Además, el fenómeno se produjo más de dos veces; de hecho, sucedía de un modo continuo. Por otro lado, Fafhrd no creía realmente en la magia, y mucho menos en la del Ratonero. Y por si le quedaba alguna duda, se disipó cuando una belleza egipcia, morena y de piel satinada, a la que abrazaba el Ratonero, se transformó en un caracol gigante. La repugnancia del aventurero vestido de gris ante los regueros de baba en sus prendas de seda fue inconfundible y no disminuyó cuando dos testigos, doctores que viajaban a caballo, afirmaron que ellos no habían visto ningún caracol, ni gigante ni ordinario, y convinieron en que el Ratonero sufría una clase de putrefacción húmeda que inducía alucinaciones en su víctima, y para la que estaban dispuestos a ofrecer un exótico remedio de los medos al precio de ganga de diecinueve dracmas el tarro.

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