Groniger se puso en pie y se dirigió al Ratonero con voz atronadora:
—¿Osas reírte de la autoridad de esta isla aquí congregada? ¿Te atreves a venir en compañía de mujeres de la calle y tripulantes de tu nave, que tienen prohibido salir de los límites fijados?
El Ratonero logró dominar su hilaridad y escuchó con la expresión más abierta y sincera imaginable, como la misma encarnación de la inocencia ultrajada. Groniger señaló a los otros con un dedo tembloroso y prosiguió:
—Bien, aquí le tenéis, consejeros, un jefe receptor del oro malversado, tal vez incluso del cubo dorado del juego limpio. El nombre que se presentó ante nosotros procedente del sur, con cuentos de tormentas mágicas, del día convertido en noche, de buques hostiles desvanecidos y de una supuesta invasión mingola, precisamente él, que, como veis, tiene mingoles entre su tripulación, ¡el hombre que pagó por sus derechos de atraque con oro de la isla!
Al oír esto Cif se levantó, con los ojos ardientes, y dijo:
—Por lo menos dejadle hablar y responder a esta acusación ultrajante, puesto que no aceptáis mi palabra.
Un consejero se puso en pie al lado de Groniger.
—¿Por qué habríamos de escuchar las mentiras de un extranjero?
—Gracias, Dwone —dijo Groniger.
Entonces se levantó Afreyt.
—No, dejadle hablar. ¿No escucharéis nada más que vuestras propias voces?
Otro consejero se incorporó.
—Habla, Zwaakin —le pidió Groniger.
—No hay daño alguno en escuchar lo que tenga que decir. Él mismo puede condenarse con sus propias palabras.
Cif miró furibunda a Zwaakin y exclamó:
—¡Díselo, Ratonero!
En ese momento el aludido, mirando la antorcha de RUI, que parecía hacerle guiños, sintió que le embargaba un poder divino y tomaba posesión de él desde los dedos de sus manos y pies, más aún, desde la punta de cada cabello. Sin previo aviso, y realmente sin que supiera en absoluto que iba a hacer tal cosa, cruzó corriendo la sala y subió de un salto a la mesa, por uno de los lados libres, cerca del extremo ocupado por Cif.
Dirigió una mirada inquisitiva a todos los reunidos, un mar de rostros fríos y hostiles en su mayoría, y entonces, al tiempo que la fuerza divina se instalaba en todos los recovecos de su ser, la conciencia de sí mismo forzosamente relegada y la escena oscurecida con celeridad, oyó que empezaba a decir algo en voz potente, pero en ese momento su mente se hundió sin remedio en una oscuridad interna más profunda y más negra que cualquier sueño.
Entonces el tiempo dejó de transcurrir para él... o pasó una eternidad.
Su recuperación de la conciencia, o más bien su renacimiento, tan imponente pareció la transición, empezó con un torbellino de luces amarillas y rostros sonrientes, boquiabiertos, exaltados, que abigarraban la oscuridad interna, y con la sensación de un gran ruido en el límite de lo audible y de una voz resonante que pronunciaba palabras poderosas, y de improviso, sin otra advertencia, la escena brillante y ensordecedora se materializó con precipitación y estrépito, y el héroe se vio a sí mismo insolentemente alto sobre la maciza mesa del consejo, notó que sus labios sonreían, y su sonrisa era absurda o incluso demencial en aquellas circunstancias, mientras que su puño izquierdo descansaba con desenvoltura en la cadera y el derecho hacía girar alrededor de su cabeza el «amansador» de oro (o «cubo del juego limpio», se recordó a sí mismo) atado al cabo de cuerda. A su alrededor, hasta el último isleño, consejeros, guardias, pescadores comunes, mujeres (y, ni que decir tiene, Cif, Afreyt, RUI, Hilsa y Mikkidu), le miraban con embelesada adoración, como si fuera un dios o por lo menos un héroe legendario, ¡todos ellos en pie y algunos dando saltos, vitoreándole hasta enronquecer! Unos aporreaban la mesa con los puños, otros daban golpes resonantes en el suelo con sus picas, mientras que los provistos de antorchas hacían girar sus tristes llamas hasta que ardían tan brillantes y amarillas como la de RUI.
Ahora bien, en nombre de todos los dioses juntos, se preguntó el Ratonero sin—dejar de sonreír, ¿qué les había dicho o prometido para ponerles en semejante estado? ¿Qué, en nombre de los espíritus malévolos?
Groniger subió rápidamente al otro extremo de la mesa, aupado por quienes estaban a su lado, gesticuló pidiendo silencio y, en cuanto consiguió un poco, se dirigió al Ratonero con vehemencia, acercándose a lo largo de' la mesa para hacerse oír.
—¡Lo haremos, sí, lo haremos! Yo mismo dirigiré el contingente de la isla, la mitad de nuestros ciudadanos armados, a través de las Tierras de la Muerte, en ayuda de Fafhrd contra los oscuros, mientras que Dwone y Zwaakin se pondrán al frente de la flota pesquera armada, compuesta de la otra mitad, y seguirán al
Pecio
contra los mingoles solares. ¡Victoria!
La sala resonó entonces con gritos de «¡muerte a los mingoles!», «¡victoria!» y otros que el Ratonero no entendió bien. Cuando remitió el estrépito, Groniger exclamó:
—¡Traed vino! ¡Brindemos por nuestra alianza!
Y Zwaakin gritó al Ratonero:
—¡Reúne a tus hombres para que lo celebren con nosotros!... ¡Tienen la libertad de la Isla de la Escarcha ahora y para siempre!
Mikkidu fue enviado en seguida a cumplir ese encargo.
El Ratonero miró impotente a Cif, aunque seguía manteniendo la sonrisa (pensó que para entonces debía de tener los ojos vidriosos), pero ella se limitó a tenderle una mano, sonrojada, y le dijo:
—¡Navegaré contigo!
Afreyt, a su lado, anunció:
—¡Yo iré por delante, a través de las Tierras de la Muerte, para reunirme con Fafhrd, y llevaré al dios Odín conmigo!
Al oír esto, Groniger se dirigió a ella.
—Yo y mis hombres te ofreceremos la ayuda que necesites, honorable consejera.
Así supo el Ratonero que, aparte de todo lo demás, había conseguido que los isleños ateos creyeran en los dioses..., por lo menos en Odín y Loki. ¿Qué les habría dicho?
Cif y Afreyt tiraron de él, y consintió en bajar de la mesa, pero antes de que empezara a interrogarla, Cif le echó los brazos al cuello, le estrechó con fuerza y le besó en la boca. Fue maravilloso, algo con lo que él soñaba desde hacía más de tres meses (aunque había imaginado que sucedería en circunstancias más íntimas), y cuando ella retrocedió al fin, con expresión soñadora, el Ratonero deseó hacerle otra clase de pregunta. No tuvo ocasión, pues en aquel momento Afreyt se le acercó y en seguida le besó con la misma vehemencia que su compañera.
Fue sin duda agradable, pero distinto de la caricia de Cif, menos personal y más bien una señal de congratulación y una expresión de entusiasmo desbordante, no una muestra especial de afecto. Su sueño sobre Cif se disipó, y cuando Afreyt se separó de él, se vio rodeado de inmediato por una multitud de personas que le daban el parabién, algunas de las cuales también querían abrazarle. Por el rabillo del ojo vio que Hilsa y Rill besuqueaban a todo el mundo... En realidad, aquellos besos no significaban nada, incluido el de Cif, naturalmente, y había sido un necio al creer otra cosa... En un momento determinado habría jurado que vio a Groniger bailando una jiga. Sólo el viejo Ourph, por alguna razón, no participaba de la alegría general. Fugazmente, el Ratonero vio que el viejo mingol le miraba con tristeza.
Se inició una celebración que duró hasta la medianoche. Bebieron y comieron en abundancia, y hubo vítores, aplausos, baile y desfiles alrededor de la mesa y fuera de la sala. Cuanto más se prolongaba el jolgorio, más grotescas se hacían las marchas y cabriolas, al ritmo de canciones vengativas que seguían resonando en la mente del Ratonero y con cuya tonada todos empezaban a bailar: «Nubes de tormenta se acumulan alrededor de la Isla de la Escarcha. La naturaleza fabrica su bilis más negra, los monstruos se avivan, las pesadillas paren, niss y nicor, drow y troll». Al Ratonero le parecía que estas palabras en particular describían lo que estaba ocurriendo ahora: un parto de monstruos. (Pero ¿dónde estaban los trolls?) Y la tonada prosiguió hasta su mortífero y exigente final: «Los mingoles deben encontrar la muerte, ir al frondoso fondo infernal, donde no puedan respirar y sufran una agonía interminable, dolor y angustia eternos, una muerte eterna en vida. ¡Que la locura mingola arda para siempre! ¡Que jamás retorne la paz!».
Y a través de todo aquello el Ratonero mantenía su sonrisa despreocupada, quizá con los ojos vidriosos, y su aire indolente de suprema confianza en sí mismo. Una y otra vez le hacían la misma pregunta, a la que él respondía invariablemente:
—No, no soy orador, nunca me he adiestrado para eso..., aunque siempre me ha gustado hablar.
Pero por dentro bullía de curiosidad. En cuanto tuvo ocasión, preguntó a Cif:
—¿Qué he dicho para provocar esa reacción, para hacerles cambiar de idea tan radicalmente?
—¿Cómo? ¿Quién podrá saberlo mejor que tú?
—Pero dímelo con tus propias palabras.
Ella reflexionó un momento.
—Apelaste a sus sentimientos y sus emociones —se limitó a decir por fin—. Fue maravilloso.
—Sí, pero ¿qué dije exactamente? ¿Cuáles fueron mis palabras?
—Ah, eso no puedo decírtelo —protestó ella—. Fue tan consistente que no destacó nada en particular... Me he olvidado por completo de los detalles. Puedes estar satisfecho, fue perfecto.
Más tarde se aventuró a preguntar a Groniger:
—¿En qué momento mis argumentos empezaron a persuadiros?
—¿Cómo puedes preguntarme eso? —replicó el canoso isleño, con el ceño fruncido y una expresión de asombro—. Todo cuanto has dicho ha sido muy lógico, claro y fríamente razonado, como dos y dos son cuatro. ¿Cómo podríamos considerar una parte de la aritmética más precisa que otra?
—Cierto, cierto —dijo el Ratonero a regañadientes, y se aventuró a añadir—: Supongo que es la misma clase de lógica que te ha persuadido para que aceptes a los dioses Odín y Loki.
—Precisamente —le confirmó Groniger.
El Ratonero asintió, aunque en su interior se encogió de hombros. No se le ocultaba lo que había ocurrido, e incluso lo cotejó algo más tarde con Rill.
—¿Dónde encendiste tu antorcha? —le preguntó.
—En el fuego del dios, naturalmente, en la Guarida de la Llama.
Y entonces le besó. (Tampoco lo hacía nada mal, aunque sus besos, como los de las otras mujeres, no significaran nada.)
Sí, sabía que el dios Loki había salido de las llamas para poseerle durante un rato (como cierta vez Fafhrd fue poseído por el dios Issek en Lankhmar), y a través de sus labios había expuesto la clase de argumentos que tan convincentes resultan si los expresa un dios o se ofrecen en tiempo de guerra o una crisis comparable, pero que son hueros cuando los expone un simple mortal en cualquier ocasión ordinaria.
Y realmente no había tiempo para la especulación acerca del misterio de lo que había dicho, pues ahora tenía mucho que hacer, tomar decisiones de vida o muerte, orientar difíciles cursos de acción hacia sus conclusiones..., una vez aquella gente pusiera fin al jolgorio y se hubiera tomado un descanso.
Sin embargo, pensó con añoranza, sería agradable saber, siquiera fuese en líneas generales, lo que había dicho. A lo mejor era incluso inteligente. Por ejemplo, ¿por qué razón había sacado el «amansador» de su bolsa, haciéndolo girar por encima de la cabeza? ¿Qué había querido ilustrar con eso?
Tenía que admitir que era bastante agradable estar poseído por un dios (o lo sería si uno pudiera recordar algo de ese estado), pero dejaba una sensación de vacío, con la excepción de la continua cantinela sobre la muerte que debían encontrar los mingoles, la cual proseguía sin cesar en su cabeza, interminable al parecer.
A la mañana siguiente, el grupo de Fafhrd tuvo el primer atisbo de Puerto Frío, el mar y toda la avanzada mingola. El sol y el viento del oeste habían disipado la niebla costera y la hacían desaparecer del glaciar, por cuyo borde marchaban ahora. La población era mucho más pequeña y primitiva que Puerto Salado. Hacia el norte se levantaba el gran cono oscuro del monte Luz Infernal, tan alto y cercano que sus estribaciones orientales todavía arrojaban sus sombras sobre el hielo. De la cima surgía una espiral de humo que se deslizaba hacia el este. En el límite
de la zona nevada, una sombra en la oscura pared rocosa parecía señalar la entrada de una caverna que condujera al corazón de la montaña. El pie del monte estaba cubierto por una gruesa capa de nieve que corría hasta el glaciar, el cual, estrecho en aquel punto, se extendía por delante de ellos al norte, hasta el brillante mar gris, sorprendentemente cercano. Desde el pie no demasiado alto del glaciar, el terreno de turba cubierta de hierba, con algunos bosquecillos de pequeños cedros nórdicos deformados por el viento, se prolongaba al sudoeste, hacia las lejanas cumbres nevadas. Jirones de niebla blanca se deslizaban por el este y se desvanecían sobre la tierra ondulante y soleada.
La noche anterior y aquella mañana temprano, mientras perseguían a los merodeadores mingoles en retirada, los atisbos de algunas granjas devastadas y abandonadas les habían preparado para lo que veían ahora. Aquellas granjas y establos eran de turba, con hierba y flores en sus estrechos tejados, y agujeros para el humo en vez de chimeneas. Mará señaló la choza donde ella había vivido, sin que las lágrimas acudieran a sus ojos al verla destruida. Puerto Frío consistía simplemente en una docena de tales viviendas, en lo alto de una colina bastante empinada, o un gran montículo apoyado contra el glaciar y cercado por un muro de turba, una especie de retiro para los campesinos en tiempo de peligro. A poca distancia más allá del poblado había una playa arenosa y el puerto, con tres galeras mingolas atracadas, identificables por las fantásticas jaulas para caballos que se alzaban en la cubierta de proa.
Distribuidos alrededor del montículo de Puerto Frío, a una distancia bastante respetable, había unos ochenta mingoles, cuyos jefes parecían conferenciar con los del grupo que se había adelantado para atacar por sorpresa pero que hubo de volver grupas. Uno de estos últimos señalaba hacia las Tierras de la Muerte y luego indicó el glaciar, como si se refiriese a los hombres que les habían perseguido. Más allá, los tres caballos esteparios, liberados de sus jaulas, pastaban en la hierba. Era una escena apacible, pero mientras Fafhrd la observaba, esperando que su grupo permaneciera oculto tras un pliegue del hielo (no confiaba demasiado en la aversión de los mingoles por el hielo), una lanza partió del montículo en apariencia tranquilo, con tan prodigiosa puntería que derribó a un mingol. Se oyeron gritos airados Y una docena de mingoles respondieron a la agresión. Fafhrd juzgó que los sitiados, ahora con refuerzos, seguramente intentarían pronto un asalto decidido, y dio órdenes sin vacilación.