Espadas y magia helada (18 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y magia helada
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La luz de la luna, que incidía casi horizontalmente, dejaba la estrecha calle en sombras, pero revelaba los travesaños sobre la puerta de El Arenque Salado. ¿De dónde sacaban tanta madera en una isla tan septentrional? Halló la respuesta a esa pregunta al entrar en la taberna, construida con las vigas y tablas de barcos naufragados o desmantelados. Una de las paredes presentaba todavía la curvatura de una cubierta convexa, mientras que otra tenía las perforaciones y las conchas empotradas de criaturas marinas.

Una lenta mirada a su alrededor le reveló a media docena de marinos con variados y curiosos atavíos, dedicados a beber tranquilamente, y a dos isleños jóvenes que jugaban, todavía con más calma, al ajedrez con gruesas piezas de piedra. Recordó que aquella mañana había visto a Groniger jugar con el que ahora tenía las negras.

Sin decir palabra se dirigió a la trastienda, cuya entrada ocupaba a medias una vieja bruja, membruda y llena de verrugas, sentada en un taburete bajo, y que parecía la madre hechicera de todos los gigantes y otros monstruos antinaturales.

El tabernero ilthmarés se le acercó, limpiándose las manos en una toalla que hacía las veces de delantal, y le dijo en voz baja:

—La Guarida de la Llama está ocupada esta noche..., una fiesta privada. Vais a buscaros líos con la madre Grum. ¿Qué deseáis?

El Ratonero le dirigió una mirada dura y siguió adelante en silencio. Bajo sus cejas enmarañadas, la madre Grum le miró furibunda, y él la miró a su vez del mismo modo. El ilthmarés se encogió de hombros.

La madre Grum se levantó de su taburete y le precedió a través de la pequeña puerta. Antes de hacerlo, el Ratonero volvió la cabeza y dirigió al ilthmarés una fría sonrisa de superioridad mientras seguía a la vieja. Uno de los isleños alzó una torre para cambiarla de sitio, observó la escena sin mover siquiera los ojos e inclinó la cabeza sobre el tablero, como sumido en profundos pensamientos.

En cualquier caso, la trastienda tenía un pequeño fuego que proporcionaba movimiento para entretener la vista. La gran chimenea estaba en el centro de la estancia, y consistía en una losa de piedra que casi llegaba a la cintura. Un gran humero de cobre (el Ratonero se preguntó qué fondo de barco habría ayudado a cubrir) descendía hasta una vara de la losa desde el bajo techo, y por ese humero fluían las escasas volutas de humo. En la sala había unas pocas mesas, de superficie magullada, las sillas correspondientes y otra puerta.

Sentadas lateralmente en el borde de la chimenea, había dos mujeres que parecían atractivas, aunque trabajadas por la vida. El Ratonero había visto a una de ellas aquella misma tarde y le pareció que era una prostituta. Ahora, el atuendo un tanto provocativo de ambas, y las medias rojas que llevaba una de ellas, corroboraban esa impresión.

El Ratonero se dirigió a una mesa en una esquina de la chimenea, dejó su capa sobre una silla y se sentó en otra, desde donde veía ambas puertas. Entrelazó los dedos y se quedó mirando impasible las llamas.

La madre Grum regresó a su taburete en el umbral, dando la espalda a los tres.

Una de las dos mujeres con aspecto de furcias miraba el fuego y de rato en rato lo alimentaba con madera de acarreo, que crepitaba y a veces teñía las llamas de verde y azul, y con negras ramitas espinosas, que chisporroteaban y ardían con un intenso color anaranjado. La otra mujer jugaba a tejer cunitas entre los dedos extendidos de sus manos con un largo carrete de bramante negro. De vez en cuando el Ratonero desviaba la vista del fuego y contemplaba sus rigurosas creaciones angulares.

Ninguna de las dos mujeres pareció reparar en el Ratonero, pero al cabo de un rato la que alimentaba el fuego se levantó, llevó un frasco de vino y dos pequeñas jarras a su mesa, llenó una de las jarras y permaneció en pie, mirándole.

Él cogió la jarra, saboreó un poco de vino, lo tragó, y la volvió a dejar sobre la mesa. Entonces hizo un breve gesto de asentimiento, sin mirar a la mujer.

Ésta volvió a su anterior ocupación, y el Ratonero se dedicó a tomar un trago de vino de vez en cuando, mientras contemplaba las llamas y las escuchaba, pues, con su combinación de crepitaciones y siseos, resultaban muy musicales en la estancia pequeña y silenciosa; de hecho, recordaban una voz ansiosa, viva y juvenil, unas veces alegre y otras maliciosa. En ocasiones el Ratonero podría haber jurado que oía palabras y frases.

En las llamas continuamente renovadas empezó a ver rostros, o más bien un solo rostro que cambiaba a menudo de expresión, una cara bella y juvenil de labios muy movibles, a veces abiertos y amistosos, otras convulsionados por odios y envidias (las llamas ardieron un rato con un brillo verdoso), y otras más, distorsionados de un modo casi imposible, como un rostro visto a través del aire caliente encima de una gran fogata. Incluso en uno o dos momentos determinados tuvo la impresión de que era el rostro de una persona real sentada al otro lado del fuego, frente a él, ora irguiéndose a medias para mirarle a través de las llamas, ora agazapándose de nuevo. Casi sintió la tentación de levantarse y rodear la —chimenea a fin de comprobar si su suposición era acertada, pero no llegó a ese extremo.

Lo más extraño de aquel rostro era que al Ratonero le parecía familiar, aunque no lograba situarlo. Dejó de devanarse los sesos al respecto y se arrellanó en la silla, escuchando más atentamente la voz de las llamas y tratando de armonizar sus presuntas palabras con los movimientos de los labios del rostro que danzaba en el fuego.

La madre Grum volvió a levantarse y retrocedió, encorvada. Entonces entró, sin necesidad de agacharse, una dama embozada en su manto de color bermejo, pero el Ratonero reconoció los ojos verdes con destellos dorados y se puso en pie. Cif hizo una seña con la cabeza a la madre Grum y a las dos furcias, se dirigió a la mesa del Ratonero, dejó su manto sobre el de éste y se sentó en la tercera silla. El aventurero le sirvió una jarra, volvió a llenar la suya y también tomó asiento. Los dos bebieron, y ella le miró durante largo rato en silencio.

—¿Has visto el rostro en el fuego y oído su voz? —le preguntó por fin.

Él abrió mucho los ojos y asintió, ahora mirándola fijamente.

—Pero ¿se te ha ocurrido pensar por qué te resulta familiar? —añadió.

El interpelado meneó la cabeza rápidamente y se inclinó hacia adelante, la curiosidad y la expectación patentes en la ceñuda expresión de su rostro.

—Se parece a ti —concluyó la dama.

Él enarcó las cejas y su mandíbula se relajó un poco. ¡Era cierto! Aquel rostro le recordaba a sí mismo..., pero cuando era más joven, mucho más. Claro que ahora sólo se miraba en el espejo cuando estaba del talante más vano y pagado de sí mismo, de modo que no se veía marcado por la edad.

—¿Sabes por qué motivo? —inquirió ella, ahora mirándole a su vez atentamente.

Nuestro héroe negó con la cabeza. La dama se relajó.

—Yo tampoco —confesó—, pero pensé que quizá lo sabrías. Me di cuenta del parecido cuando te vi por primera vez en La Anguila, pero en cuanto al motivo..., es un profundo misterio, más allá de nuestras posibilidades de comprensión.

—Esta isla me parece un nido de misterios —dijo él en un tono significativo—, y no es el menor de ellos vuestra desaprobación de Fafhrd y de mí mismo.

Ella asintió y se enderezó en su asiento.

—Bien, creo que ya es hora de que te diga por qué Afreyt y yo estamos tan seguras de que va a producirse una invasión mingola mientras que el resto del consejo no lo cree en absoluto. ¿No te parece?

El aventurero, sonriente, hizo un gesto exagerado de asentimiento.

—Estos días se cumple un año desde la vez en que Afreyt y yo andábamos solas por el páramo que queda al norte de la ciudad, como teníamos por costumbre desde nuestra infancia. Lamentábamos las glorias perdidas de la Isla de la Escarcha, así como los dioses perdidos, o a los que nuestra gente había renunciado, y deseábamos su retorno, de modo que la isla pudiera tener una orientación más segura y una presciencia de los peligros. Era un día de vientos y tiempo cambiantes, a fines de la primavera pero sin que se notara todavía la proximidad del verano, y la atmósfera parecía viva, ora brillante, ora encapotada cuando las nubes se deslizaban veloces ante el sol. Acabábamos de coronar una suave elevación, cuando topamos con un joven tendido boca arriba en los brezos, con los ojos abiertos y la cabeza hacia atrás. Parecía que estuviera agonizando o en las etapas finales del agotamiento, como si las grandes olas de una tormenta de furia inimaginable le hubieran arrojado a la orilla.

»Vestía una sencilla camisa de confección casera, muy desgastada, y unas toscas sandalias de suela delgadísima por el uso y con las correas raídas, así como un cinturón muy viejo y con un vago repujado de monstruos. Sin embargo, a primera vista estuve casi segura de que se trataba de un dios. Lo que supe por tres indicios: por su insustancialidad, pues aunque estaba allí y podía tocarle, casi veía los brezos aplastados bajo su carne pálida; por su belleza sobrenatural..., ese rostro encendido, aunque de rasgos serenos, casi como si agonizara, y finalmente por la adoración que sentí crecer en mi interior.

»También lo supe por la manera en que Afreyt actuaba, arrodillándose en seguida a su lado delante de mí..., si bien había algo antinatural en su conducta, lo que presagiaba un asombroso acontecimiento cuando lo comprendimos bien, cosa que no sucedió entonces. Ya volveré sobre ello.

«¿Conoces ese dicho de que un dios muere cuando sus creyentes le abandonan por completo? Pues bien, era como si el último fiel de aquel dios se estuviera muriendo en Nehwon, o más bien como si todos sus fieles hubieran muerto en su propio mundo y él hubiese vagado por los espacios desiertos entre los mundos, para hundirse o nadar, sobrevivir o perecer según la recepción que le hicieran en cualquier nuevo mundo a cuya orilla le arrojase el azar. Creo que los dioses tienen el poder de viajar entre los mundos, ¿no te parece?, tanto involuntariamente como por su propio deseo. ¿Y quién sabe con qué tempestades impredecibles pueden encontrarse en la oscuridad de su travesía?

»Pero aquel día milagroso de hace un año yo no perdía el tiempo en especulaciones. No, le apreté la muñeca y el pecho, apliqué mi cálida mejilla sobre la suya fría, le separé los labios con mi lengua (tenía la mandíbula floja) y, con mis labios abiertos sobre los suyos (y apretándole las fosas nasales con dos dedos), le envié bocanadas de aire fresco a los pulmones, mientras le rezaba mentalmente con fervor, aunque ya sé que, según se dice, los dioses sólo oyen nuestras palabras, no los pensamientos. Si un desconocido nos hubiera visto, quizá nos habría creído en el segundo o tercer acto amoroso, y a mí, la más enardecida, tratando de reavivar su ardor.

«Entretanto, Afreyt, y aquí interviene de nuevo ese aspecto antinatural que he mencionado, parecía tan ocupada como yo..., y no obstante, yo era la única que actuaba, pero más adelante nos llegó la explicación.

»Al fin, mi dios mostró signos de vida. Le temblaron los párpados y su pecho se movió, mientras que su boca empezaba a devolverme los besos.

»Abrí mi frasco de plata y vertí aguardiente entre sus labios, alternando las gotas con más besos y palabras de consuelo y afecto.

«Finalmente abrió los ojos (castaños con reflejos dorados, como los tuyos) y con mi ayuda alzó la cabeza y musitó algo en una lengua extraña. Le respondí en los idiomas que conozco, pero él sólo fruncía el ceño y meneaba la cabeza. Así supe que no era un dios de Nehwon... Es natural, ¿no crees?, que un dios omnisciente en su propio mundo se sienta al principio perdido al verse arrojado a otro. Tiene que asimilarlo.

»Por fin sonrió y llevó una mano a mis senos, mirándome inquisitivamente. Le dije mi nombre, y él asintió y movió los labios, repitiéndolo. Entonces se tocó su propio pecho y me dijo su nombre: "Loki".

Al oír esta palabra, el Ratonero experimentó unos sentimientos y pensamientos similares a los de Fafhrd al oír «Odín»... Pensó en otras vidas, otros mundos, en la lengua de Karl Treuherz y el pequeño diccionario de lankhmarés—alemán y viceversa que le había regalado a Fafhrd. En el mismo momento, aunque sólo por un instante, vio que el rostro de fuego, tan parecido al suyo, parecía hacerle un guiño. Volvió a fruncir el ceño, intrigado.

Cif siguió diciendo:

—Luego le alimenté con trocitos de carne que le daba con los dedos, y él comió un poco y bebió más aguardiente, mientras le enseñaba palabras, señalándole una u otra cosa. Aquel día Fuego Oscuro humeaba mucho y emitía llamaradas, que le interesaron vivamente cuando se las nombré. Así pues, saqué pedernal y hierro del mismo zurrón de donde había sacado la carne, los golpeé y pronuncié la palabra «fuego». Él estaba encantado, y parecía extraer fuerza de las chispas, la paja ardiente y la misma palabra. Acarició las llamitas sin que al parecer le lastimaran, cosa que me asustó.

»Así transcurrió el día..., dedicada por entero a él, sin conciencia de nada salvo todo aquello por lo que se interesaba mi dios. Su capacidad de aprendizaje era maravillosa, y yo le nombraba objetos tanto en nuestra lengua isleña como en bajo lankhmarés, pensando que le sería útil cuando se interesara por las tierras situadas más allá de la isla.

«Cuando empezó a oscurecer le ayudé a ponerse en pie. La luz difusa parecía disolver un poco su pálido cuerpo.

»Le señalé Puerto Salado, diciéndole que debíamos ir allí. Él asintió con entusiasmo (creo que le atraían sus humos nocturnos, puesto que le gustaba tanto el fuego, y los sones de trompa), se apoyó en mí ligeramente y nos pusimos en camino.

«Entonces se aclaró el misterio de Afreyt. ¡No quería venir con nosotros de ninguna manera! Por fin pude ver, aunque muy vagamente, la figura a la que ella había estado socorriendo, atendiendo y enseñando durante todo el día, como yo a Loki..., la figura de un anciano frágil, más bien un dios, con barba y un único ojo, que al principio estaba tendido junto a Loki, ¡pero yo sólo había podido ver a uno y ella al otro!

—Desde luego, es una circunstancia extraordinaria —comentó el Ratonero—, Tal vez la atracción por afinidad permite la visión del ser espiritual similar. Dime, ¿por ventura el otro dios se parecía a Fafhrd? Salvo por la falta de un ojo, claro.

Ella asintió ansiosamente.

—Un Fafhrd mayor, como si fuera su padre. Afreyt reparó en el parecido. ¿Sabes algo de este misterio?

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