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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada (15 page)

BOOK: Espadas y magia helada
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Después de Puerto Salado se extendían las bajas ondulaciones del campo gris y verde, en cuya vegetación predominaban el musgo y el brezo, hasta llegar al muro blanco y grisáceo de un gran glaciar, más allá del cual el hielo antiguo proseguía hasta que se encontraba a su vez con las abruptas vertientes de un volcán activo y en erupción, aunque el resplandor rojo de su lava y la negra humareda que despedía parecían haber disminuido desde la primera vez que lo avistaran a bordo de sus naves.

Los más próximos entre los reunidos en el muelle eran hombres corpulentos, de rostro impasible, con botas, calzones y blusa de pescador. Casi todos empuñaban picas, y a juzgar por la marcialidad de su gesto, parecían conocer muy bien el uso de tan formidables armas. Curiosos, pero sin perder la compostura, miraban a los dos héroes y sus navíos, el
Pecio del
Ratonero, ancho de manga y algo tosco, con su pequeña tripulación mingola y su pelotón de ladrones increíblemente disciplinados, y la más elegante galera de Fafhrd, el
Halcón Marino,
con su contingente de salvajes guerreros también disciplinados, si es posible imaginar tal cosa. En el muelle, cerca de los norays a los que estaban amarrados los barcos, se encontraban el lugarteniente de Fafhrd, Skor, el del Ratonero, Pshawri, y otros dos miembros de la tripulación.

La tranquilidad y compostura de la gente sorprendió e incluso empezó a irritar al Ratonero y Fafhrd. Habían efectuado una larga travesía y sobrevivido a peligros casi inimaginables, como aquel negro huracán, para ayudar a contener la invasión de la Isla de la Escarcha por una horda de enloquecidos piratas mingoles decididos a conquistar el mundo y, sin embargo, los isleños no parecían contentos y se limitaban a mirarles impasibles. ¡Deberían vitorearles y mostrarles su alegría danzando, con alguna equivalencia norteña de las doncellas que arrojan flores! Era cierto que los dos calderos de humeante guiso de pescado que había traído un pescador colgados de un yugo sobre los hombros parecían responder a una atenta bienvenida..., ¡pero aún no les habían ofrecido un plato!

El aroma del pescado llegó al olfato de los tripulantes alineados a los lados de ambos buques, en diversas actitudes de fatiga y abatimiento, pues estaban por lo menos la mitad de exhaustos que sus capitanes y no tenían prisa en ocultarlo; sus ojos se abrillantaron lentamente y la boca se les hizo agua. Detrás de ellos, el abrigado puerto, poco antes a oscuras pero ahora inundado de sol, estaba lleno de pequeñas embarcaciones ancladas, pesqueros locales que, en general, tenían la bonita forma de la marsopa, pero también había varias embarcaciones de clara procedencia remota, entre ellas un pequeño galeón mercante de las Tierras Orientales y, lo que era todavía más asombroso, un junco keshita y una o dos modestas y desconocidas embarcaciones que, por su aspecto inquietante, parecían proceder de los mares que se extendían más allá de los de Nehwon. También había algunos marineros de puertos lejanos diseminados entre los altos isleños.

El isleño más cercano a Fafhrd y el Ratonero se les acercó silenciosamente, flanqueado por otros dos a un paso de distancia. Se detuvo apenas a una vara de nuestros dos héroes, pero todavía no abrió la boca. Ni siquiera parecía mirarles, sino más bien a sus barcos y tripulantes, mientras hacía complicados cálculos mentales. Los tres hombres eran tan altos como Fafhrd y sus guerreros.

Fafhrd y el Ratonero mantenían su dignidad con ciertas dificultades. Uno nunca ha de ser el primero en hablar cuando su interlocutor está en deuda con él.

Finalmente, el otro pareció concluir sus cálculos, y habló en bajo lankhmarés, que es la jerga comercial del mundo norteño.

—Soy Groniger, jefe del puerto de esta ciudad. Me temo que será necesaria una buena semana para reparar y reaprovisionar vuestros barcos. Alimentaremos y daremos cobijo a las tripulaciones en los alojamientos de los mercaderes.

Señaló los míseros edificios rojos y amarillos.

—Gracias —replicó Fafhrd en tono grave, y el Ratonero le secundó con frialdad.

La bienvenida no era en absoluto entusiasta, pero no dejaba de ser una bienvenida.

Groniger tendió una mano con la palma hacia arriba.

—La tarifa será de cinco piezas de oro por la galera y siete por ese carcamán —dijo en voz muy alta—. El pago por adelantado.

Fafhrd y el Ratonero se quedaron boquiabiertos. El último no pudo contener su indignación, y dejó de lado el rango de capitán.

—Pero somos vuestros aliados por juramento —protestó—. Hemos venido aquí como prometimos, sorteando innumerables peligros, para ser vuestros mercenarios y ayudaros contra la invasión de los piratas mingoles, asesorados y dirigidos por el maligno Khahkht, el Mago del Hielo.

Groniger enarcó las cejas.

—¿De qué invasión me hablas? —inquirió—. Los mingoles marinos son nuestros amigos y clientes, pues compran nuestras capturas de pescado. Puede que sean piratas para otros, pero jamás para las naves de la Isla de la Escarcha. Y ese Khahkht es un cuento de viejas al que los hombres juiciosos no conceden ningún crédito.

—¿Un cuento de viejas? —replicó el Ratonero, enfurecido—. Durante tres largas noches nos ha acosado la monstruosa galera de Khahkht, que al final se ha hundido en el mismo umbral de vuestra isla. Ha estado a punto de invadiros. ¿Es que no habéis visto la negrura universal y el viento del infierno cuando conjuró al sol para que desapareciera del cielo durante tres días seguidos?

—Hemos visto algunas nubes oscuras que se deslizaban desde el sur —admitió Groniger—, bajo cuya cobertura os acercasteis a Puerto Salado, pero desaparecieron al llegar a la Isla de la Escarcha..., como suele ocurrir con todo aquello que es producto de la superstición. En cuanto a esa invasión que anuncias, hace unos meses corrieron rumores de que sucedería una cosa así, pero nuestro consejo los examinó a fondo y descubrió que sólo eran vanos chismorreos. ¿Habéis tenido desde entonces alguna noticia sobre una invasión de los mingoles marinos? —preguntó, alzando la voz y mirando a los isleños que le flanqueaban. Ambos menearon la cabeza negativamente—. ¡Pagadnos pues! —repitió, sacudiendo la mano extendida, mientras los que estaban detrás de él movían las picas con gesto amenazante.

—¡Qué descarada ingratitud! —les increpó el Ratonero, adoptando un tono moral, como dirigente de hombres—. ¿A qué dioses adoráis aquí, en la Isla de la Escarcha, para ser tan duros de corazón?

La respuesta de Groniger fue precisa y fría.

—No adoramos a ningún dios, nos ocupamos de nuestros asuntos mundanos con la cabeza clara, sin sueños nebulosos. Esas fantasías las dejamos para los llamados pueblos civilizados, las culturas decadentes del invernadero meridional. He dicho que paguéis.

En ese momento, Fafhrd, cuya altura le permitía ver por encima de la multitud, exclamó:

—¡Por ahí vienen quienes nos contrataron, jefe del puerto, y reprobarán tu actitud!

La multitud se apartó respetuosamente para dejar pasar a dos mujeres esbeltas, con pantalones y largos cuchillos en vainas enjoyadas que les pendían del cinto. La más alta vestía de azul, el mismo color de sus ojos, y era rubia. Su compañera, ataviada de rojo oscuro, tenía los ojos verdes y el cabello negro, el cual parecía enfundado en una redecilla de oro. Skor y Pshawri, todavía aturdidos por la fatiga, las contemplaron, y fue imposible malinterpretar el mensaje en los ojos enardecidos cíe los lobos marinos: ¡por fin llegaban los ángeles norteños!

—Las eminentes consejeras Afreyt y Cif —recitó Groniger—. Nos sentimos honrados por su presencia.

Las dos mujeres se aproximaron con regias sonrisas y afables miradas de curiosidad.

—Díselo, dama Afreyt —pidió cortésmente Fafhrd a la de azul—, diles que me has encargado que trajera a la Isla de la Escarcha a doce... —iba a decir «salvajes guerreros», pero suavizó sus palabras— robustos luchadores norteños del temple más fiero.

—Y yo a doce... ágiles y diestros espadachines y honderos de Lankhmar, dulce dama Cif —añadió el Ratonero vivamente, evitando la palabra «ladrones».

Afreyt y Cif les miraron inexpresivas. Luego sus miradas se volvieron a la vez inquietas y solícitas.

—Pobres muchachos, la tormenta les ha empujado hasta aquí y sin duda ha trastornado su memoria. Nuestros súbitos vendavales norteños suelen sorprender a los meridionales. Parecen buenas personas, Groniger, trátales bien.

Mirando fijamente a Fafhrd, alzó la mano para arreglarse el cabello y, al bajarla, se cruzó por un momento los labios alargados y prietos con un dedo.

Cif añadió:

—Sin duda las privaciones han afectado temporalmente su juicio. Sus naves se hallan en mal estado. ¡Pero qué relato el suyo! Me pregunto quiénes serán. Dadles sopa caliente... después de que hayan pagado, naturalmente.

Sin que Groniger la viera, guiñó al Ratonero un ojo de verde iris y pestañas oscuras. Entonces las dos mujeres se dieron la vuelta y se marcharon.

El hecho de que el Ratonero y Fafhrd no armaran un altercado ante ese desaire pasmoso y apenas atemperado, sino que cada uno echara mano de su bolsa sin rechistar, testimonia su discreción básica y el creciente dominio de sí mismos, pues, como capitanes, ahora tenían que dominar a otros, pero se quedaron mirando con expresión inquisitiva a las dos mujeres que se alejaban. Así pudieron ver que Skor y Pshawri, los cuales habían seguido deslumbrados a las dos deliciosas apariciones norteñas, se aproximaban ahora a aquellas huríes con la intención evidente de establecer alguna clase de cortés familiaridad amorosa.

Afreyt apartó rudamente a Skor, pero sólo tras inclinar la cabeza lo suficiente para susurrarle al oído una o dos palabras y cogerle la muñeca de una manera que podría haberle permitido deslizar un objeto o nota en su palma. Cif trató al insinuante Pshawri de modo similar.

Groniger, ahora satisfecho al ver que los dos capitanes sacaban monedas de oro de sus bolsas, no se privó sin embargo de advertirles:

—Y procurad que vuestros tripulantes no agravien a nuestras mujeres de Puerto Salado ni den un paso más allá de la zona destinada al alojamiento de los mercaderes.

Desembolsaron el resto del oro acuñado en la isla que Cif les diera en La Anguila de Plata de Lankhmar, mientras que el Ratonero tuvo que suplir sus siete monedas con dos rilks lankhmareses y un doblón de Sarheenmar.

Groniger enarcó las cejas mientras examinaba el dinero.

—¡Moneda de nuestra isla! Así pues, habéis tocado antes en este puerto y, a pesar de conocer nuestras reglas, pretendíais regatear. Pero ¿qué os ha llevado a inventar una historia tan increíble?

Fafhrd se encogió de hombros, limitándose a decir:

—En absoluto. Recibimos ese dinero de una galera mercantil oriental en estas aguas.

El Ratonero sólo se rió. No obstante, Groniger pareció pensativo y siguió con la vista a las dos consejeras de la isla, con expresión especulativa, al tiempo que decía:

—Ahora podéis dar de comer a vuestros hombres.

El Ratonero se dirigió a la tripulación del
Pecio.

—¡Atención, muchachos! Coged vuestros cuencos, tazas y cucharas. Estos hospitalarios isleños os han preparado un festín. ¡Proceded con orden! Acompáñame, Pshawri.

Fafhrd dio unas órdenes similares.

—No olvidéis que son nuestros amigos —añadió—. Sed corteses con ellos. Quiero hablar contigo, Skor.

No hay que mostrarse jamás resentido, aunque al Ratonero aún le escocía eso de «carcamán» aplicado a su barco, a pesar de que era un término muy apropiado para designar el
Pecio,
con su manga ancha y los remos que lo impulsaban.

Cuando los dos camaradas se cercioraron de que todos sus hombres comían y recibían una ración de grog para celebrar su llegada sanos y salvos, se volvieron hacia sus algo apenados lugartenientes, los cuales entregaron a regañadientes las notas de las que les habían hecho depositarios, como los dos héroes habían conjeturado, junto con las palabras: «¡Para tu amo!».

Los dos amigos desdoblaron sus respectivas notas. La de Afreyt decía: «Otra facción controla temporalmente el consejo de la Isla de la Escarcha. No me conoces. Mañana, cuando oscurezca, ve a verme a la Colina del Caballo de Ocho Patas». El mensaje de Cif rezaba así: «El frío Khahkht ha sembrado la disensión en nuestro consejo. Nunca nos hemos visto..., actúa en consecuencia. Me encontrarás mañana por la noche en la Guarida de la Llama, si vas solo».

—Así pues, resulta que no es portavoz de la isla —comentó Fafhrd en voz baja—. ¿Con qué vehementes políticos femeninos hemos unido nuestros destinos?

—Su oro era bueno —replicó el Ratonero ásperamente—. Y ahora tenemos dos enigmas por resolver.

—Guarida de la Llama y Caballo de Ocho Patas —repitió Fafhrd.

—Ese tipo ha llamado carcamán a mi barco —musitó el Ratonero, cuya mente se desviaba—. ¿A qué impíos y prosaicos filósofos tenemos ahora que socorrer a pesar de sí mismos?

—También tú eres impío —le recordó Fafhrd.

—No es cierto, en otro tiempo serví a Mog —protestó el Ratonero, con un toque de su antigua y juguetona melancolía, refiriéndose a una credulidad juvenil, cuando puso su fe brevemente en el dios araña para complacer a una amante.

—Tales interrogantes pueden esperar, junto con los dos enigmas —decidió Fafhrd—. Ahora congraciémonos con los pescadores ateos mientras podamos.

Y acompañado del Ratonero, procedió a ofrecer a Groniger blanco aguardiente que el viejo Ourph, el mingol renegado, había traído del
Pecio.
Convencieron al jefe del puerto para que aceptara un trago, que tomó a pequeños sorbos, y al hablar de los diques de reparación, el aprovisionamiento de agua, los dormitorios de la tripulación en tierra y el precio de las salazones, la conversación se hizo algo más general. Tras considerables dificultades, Fafhrd y el Ratonero obtuvieron permiso para aventurarse fuera del barrio de los mercaderes, pero sólo de día y sin sus hombres. Groniger rechazó un segundo trago.

Dentro de su esfera helada, en la que un ser más alto habría tenido que permanecer encogido, Khahkht se despertó, musitando:

—Los nuevos dioses de la Isla de la Escarcha son traicioneros..., traicionan una y otra vez, pero también son más fuertes de lo que había supuesto.

Empezó a examinar el oscuro mapa del mundo de Nehwon pintado en el interior de la esfera. Su atención se dirigió a la lengua septentrional del Mar Exterior, donde una larga península del Continente Occidental se extendía hacia el Yermo Frío, con la Isla de la Escarcha en medio. Acercó su rostro aracnoide a la punta de esa península y en el lado septentrional distinguió unas motas diminutas en las aguas azul oscuro.

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