Al desviar la vista de las aulagas, vio a Afreyt en la ladera, de pie al lado del bosquecillo, mirándole fijamente sin saludarle. El color violeta oscuro del cielo daba esa misma tonalidad a su vestido azul. Por alguna razón Fafhrd no la llamó, y ella se llevó la mano a los labios, ordenándole que se mantuviera en silencio. Entonces miró hacia el bosquecillo.
Por la abertura en sombras salieron lentamente tres esbeltas muchachas, casi unas niñas, que parecían preceder y mirar a alguien a quien Fafhrd no pudo distinguir en seguida. Parpadeó dos veces, abrió mucho los ojos y vio la figura de un hombre alto, de barba clara, tocado con un sombrero de ala ancha que le ocultaba los ojos. O bien era muy viejo, o bien estaba debilitado por la enfermedad, pues andaba a pasitos vacilantes y, aunque tenía la espalda recta, apoyaba sus manos en los hombros de dos de las muchachas.
Entonces Fafhrd sintió un escalofrío, pues le embargó la sospecha de que aquel hombre era Nalgron, cuyo fantasma no había visto desde que abandonara el Rincón Frío. ¿Era un extraño jaspeado lo que moteaba por igual la piel, la barba y la túnica de la aparición, o acaso veía las pálidas masas de púas de las aulagas a través de aquéllas?
Pero si se trataba de un fantasma, el de Nalgron o el de cualquier otro, las muchachas no parecían tenerle temor alguno, sino que mostraban una ternura obediente, y sus hombros se arqueaban bajo las manos del hombre mientras le prestaban apoyo en su desplazamiento, como si su peso fuese real.
Recorrieron con lentitud la corta distancia hasta la cumbre de la colina, mientras Afreyt les seguía en silencio a algunos pasos, hasta que la figura quedó directamente bajo el extremo de la viga del patíbulo. Allí, el anciano o espectro pareció adquirir fuerza, y quizá también una mayor materialidad, pues sus manos se alzaron de los hombros de las muchachas y éstas retrocedieron un poco hacia Afreyt, sin dejar de mirarle, y él levantó el rostro al cielo. Fafhrd pudo ver entonces que, si bien era un hombre enjuto, en las postrimerías de la edad mediana, de rasgos marcados y nobles, parecidos a los de Nalgron, sus labios eran más delgados y con las comisuras hacia abajo, como las de un sagaz maestro de escuela, y llevaba un parche en el ojo izquierdo.
La mirada del hombre se deslizó a su alrededor, pasando por alto
a
Fafhrd, el cual permanecía inmóvil y temeroso, y entonces se volvió hacia el norte, alzó un brazo en esa dirección y, en un tono áspero, como el susurro del viento entre gruesas ramas, dijo así:
—La flota de los mingoles oscuros se acerca desde el oeste. Dos buques corsarios navegan a toda vela, con rumbo a Puerto Frío. —Volvió con rapidez la cabeza, en un ángulo que parecía imposible, como si tuviera el cuello roto pero a pesar de ello fuese utilizable, de modo que miró directamente a Fafhrd con su único ojo y añadió—: ¡Tú debes destruirles!
Dicho esto, pareció perder interés y la debilidad volvió a apoderarse de él, o tal vez una especie de languidez sensual tras completar su tarea, pues caminó un tanto más veloz hacia el cenador, y cuando las muchachas acudieron y le rodearon, sus manos parecieron acariciar lascivamente sus jóvenes cuellos al tiempo que se apoyaban en los delgados hombros, hasta que la abertura en sombras, ahora más oscura, les engulló.
Afreyt fue al encuentro de Fafhrd y le habló en voz baja pero perentoria.
—¿Lo has entendido? Puerto Frío es la otra ciudad de la Isla de la Escarcha, pero mucho más pequeña, y será fácil presa incluso de un solo barco mingol que la tome por sorpresa. Está en la costa septentrional, a un día de viaje, inaccesible a causa del hielo excepto en estos meses de verano. Debes...
Pero lo que Fafhrd acababa de ver le había sorprendido tanto que interrumpió a la joven.
—¿Crees que las muchachas estarán a salvo con él?
Ella le replicó bruscamente:
—Como con cualquier hombre, o fantasma masculino, o dios.
Al oír esa última palabra, Fafhrd le dirigió una mirada incisiva. Ella hizo un gesto de asentimiento y siguió diciendo:
—Ellas le alimentarán, le darán de beber y le acostarán. Sin duda jugará un poco con sus senos y luego se dormirá. Es un viejo dios muy lejos de su hogar, según creo, y se fatiga con facilidad, lo cual quizá sea una bendición. En cualquier caso, esas muchachas también sirven a la Isla de la Escarcha y deben correr riesgos.
—Perdóname, dama Afreyt, pero tus isleños, a juzgar no sólo por Groniger sino también por otros que he conocido, algunos de ellos consejeros, no creen en ninguna clase de dioses.
Ella frunció el ceño.
—Eso es muy cierto. Los antiguos dioses desertaron de la Isla de la Escarcha hace largos años, y nuestro pueblo ha tenido que aprender a valerse por sí mismo en el mundo cruel..., en este clima implacable, circunstancia que ha engendrado nuestra obstinación.
—Sí —dijo Fafhrd, que acababa de recordar algo—, mi amigo de gris consideró que la Isla de la Escarcha es una especie de borde o límite, donde uno podría encontrar toda clase de naves, hombres y dioses extraños, procedentes de lugares muy lejanos.
—Eso también es cierto —se apresuró a decir ella—, y quizá ha favorecido esa misma obstinación; por ello, en un lugar donde abundan tantos espíritus, sólo tenemos en cuenta lo que la mano puede aferrar y es posible pesar en una balanza. El dinero y el pescado. Es una forma de conducirse, pero Cif y yo tenemos otra...: donde pululan los fantasmas, hay que aprender a distinguir a los útiles y dignos de confianza de los frívolos y embaucadores, lo cual es beneficioso para la isla, pues estos dos dioses que hemos encontrado...
—¿Dos dioses? —preguntó Fafhrd, enarcando una ceja—. ¿También Cif ha encontrado uno? ¿O es que hay otro en el cenador?
—Es una larga historia —dijo ella con impaciencia—, demasiado larga para contarla ahora, cuando espantosos acontecimientos nos apremian. Debemos ser prácticos. Puerto Frío corre un peligro terrible, y...
—De nuevo te pido perdón, dama Afreyt —le interrumpió Fafhrd, alzando un poco la voz—, pero tu mención al sentido práctico me recuerda otro asunto sobre el que tú y Cif parecéis discrepar notablemente de vuestros compañeros de consejo. Éstos no saben nada de una invasión mingola, según afirman, y, desde luego, ignoran que nos habéis contratado para ayudar a repelerla..., y en vuestras notas nos habéis pedido que mantengamos ese secreto. Pues bien, he traído los doce guerreros que queríais...
—Lo sé, lo sé —le atajó ella con brusquedad—, y estoy satisfecha, pero se os pagó por ello..., y se os pagará más, con oro de la Isla de la Escarcha, cuando hayáis prestado vuestros servicios.
En cuanto al consejo, las brujerías de Khahkht han aquietado sus sospechas. Estoy segura de que esa fabulosa pesca de hoy es obra suya, para tentar su codicia.
—También mi camarada y yo hemos padecido a causa de sus brujerías —dijo Fafhrd—. No obstante, en La Anguila de Plata de Lankhmar nos dijisteis que hablabais en nombre de la Isla de la Escarcha, y ahora parece que sólo lo haces en el tuyo y en el de Cif, en un consejo de... ¿cuántos miembros, una docena?
—¿Acaso esperabas que tu tarea no fuese más que una fácil navegación? —replicó ella irritada—. ¿No estás acostumbrado a los reveses y los vendavales adversos en tus misiones? Además, nosotras hablamos efectivamente en nombre de la isla, pues Cif y yo somos las únicas consejeras en cuyos corazones tienen cabida las antiguas glorias de la Isla de la Escarcha..., y ambas somos consejeras de pleno derecho, te lo aseguro, hijas únicas, herederas de casa, granjas y la pertenencia al consejo. Lo hemos heredado de nuestros padres, en el caso de Cif después de que los hijos varones muriesen. De niñas jugábamos en estas colinas, y en nuestros juegos revivíamos la grandeza de la isla, o a veces éramos reinas piratas y la saqueábamos, pero, sobre todo, nos imaginábamos apoderándonos del consejo y haciendo callar a todos los demás miembros...
—¿Tanta violencia en unas chiquillas? —replicó Fafhrd sin poder contenerse—. Siempre he imaginado a las niñas pequeñas recogiendo flores y adornadas con guirnaldas mientras juegan a ser diminutas esposas y madres...
—¡Si las imaginas así, debes de sentir deseos de desenvainar la espada y degollarlas! —replicó Afreyt—. Oh, también nosotras recogíamos flores a veces.
Fafhrd se rió entre dientes, pero cuando habló, su tono era grave.
—De modo que pertenecéis plenamente al consejo por herencia... Groniger siempre se refiere a vosotras con respeto, si bien creo que sospecha la existencia de algún trato entre nosotros... Y ahora, no sé cómo, habéis descubierto a un viejo dios extraviado del que creéis estar seguras de que no os traicionará ni os engañará con delirios seniles, y que os ha hablado de una gran invasión mingola de la isla, previa a la conquista del mundo. Eso os afectó tanto que fuisteis a Lankhmar y nos contratasteis al Ratonero y a mí como capitanes mercenarios, supongo que utilizando para ello vuestras propias fortunas...
—Cif es la tesorera del consejo —le informó ella, curvando los labios en un rictus significativo—. Es muy experta en cifras y cuentas, como yo lo soy con la pluma y las palabras, en mi condición de secretaria del consejo.
—Y sin embargo confías en ese dios —insistió Fafhrd—, ese viejo dios al que le gustan los patíbulos y que parece extraer fuerza de ellos. Soy muy suspicaz con todos los viejos y dioses, pues, según mi experiencia, rebosan de lujuria y avaricia. Han estado toda su vida en contacto con el mal, que les inspira en sus retorcidas maquinaciones.
—Estoy de acuerdo —dijo Afreyt—. Pero cuando todo se ha dicho y hecho, un dios no deja de ser un dios. Sean cuales fueren los repugnantes deseos que albergue su viejo corazón, al margen de sus malignos pensamientos de muerte y condenación, ante todo ha de ser fiel a su naturaleza divina, esto es, ha de escuchar lo que le decimos y atenerse a ello, informar verazmente al hombre sobre lo que sucede en lugares lejanos y profetizar con sinceridad..., aunque quizá trate de engañarnos con sus palabras si no le escuchamos con muchísima atención.
—Lo que dices coincide con la experiencia que yo tengo de los dioses —convino Fafhrd—, Dime, ¿por qué llamáis a este lugar la Colina del Caballo de Ocho Patas?
Sin parpadear siquiera por el cambio de tema, Afreyt replicó:
—Porque hacen falta cuatro hombres para transportar un ataúd o el cadáver tendido de uno al que han ahorcado... o que ha muerto de cualquier otro modo. Cuatro hombres, ocho piernas. Creí que lo habrías adivinado.
—¿Y cómo se llama ese dios?
—Odín —dijo Afreyt.
Al oír ese sencillo nombre, parecido al sonido de un gong, Fafhrd experimentó una sensación muy extraña, como si estuviera a punto de recordar acontecimientos de otra vida. La palabra en cuestión tenía también cierta similitud con la jerigonza que hablaba Karl Treuherz, aquel extraño ser de otro mundo que se cruzó brevemente con las vidas de Fafhrd y el Ratonero, montado en el cuello de una serpiente marina bicéfala, en la intrépida época de su gran aventura con las ratas sabias del subsuelo de Lankhmar. Era sólo un nombre..., pero producía la impresión de que los tabiques entre los mundos se tambaleaban.
Al mismo tiempo miraba los grandes ojos de Afreyt, reparando en el color violeta de sus iris, y no azul como le había parecido a la amarillenta luz de la antorcha en La Anguila. Entonces se preguntó cómo podía discernir el color violeta cuando ese tono se había desvanecido del cielo hacía largo rato y la oscuridad hubiera sido absoluta de no ser por la luna, que, un día después de llena, acababa de salir sobre la región montañosa oriental.
Desde más allá de Afreyt se oyó una voz serena, en armonía con la noche:
—El dios duerme.
Una de las muchachas estaba de pie ante la entrada del cenador, una esbelta forma blanca a la luz de la luna, cubierta tan sólo por una sencilla túnica que apenas era algo más que una camisa de mujer y le dejaba un hombro al descubierto. Fafhrd se maravilló de que no temblara en el aire frío de la noche. Sus dos compañeras eran formas más vagas detrás de ella.
—¿Te ha causado alguna molestia, Mará? —le preguntó Afreyt, y ese nombre también produjo a Fafhrd una extraña sensación.
—Nada nuevo —respondió la muchacha.
—Bien, ponte las botas y el manto con capucha... Mayo y Brisa, vosotras también..., y seguidnos a mí y al caballero extranjero a donde nadie pueda oírnos, a Puerto Salado. Mayo, ¿podrás visitar al dios cuando amanezca y traerle leche?
—Así lo haré.
—¿Son tus hijas? —le preguntó Fafhrd en un susurro.
Afreyt meneó la cabeza.
—Mis primas. Entretanto —añadió en voz también baja pero apremiante—, tú y yo hablaremos de tu inmediata expedición con los guerreros a Puerto Frío.
Fafhrd asintió, aunque alzó un poco las cejas. Hubo un movimiento fugitivo en el aire, por encima de su cabeza, y sus pensamientos se deslizaron hacia los amores que él y su camarada tuvieran en otro tiempo, las invisibles princesas de las montañas, Hirriwi y Keyaira, y hacia su hermano, que cabalgaba enmascarado de noche, el príncipe Faroomfar.
El Ratonero comprobó que sus hombres se habían alimentado y estaban acostados en su dormitorio, en tierra, y antes de desearles las buenas noches les hizo unas paternales advertencias sobre la conveniencia de una conducta prudente en el puerto de quienes les habían empleado. Comentó brevemente con Ourph y Pshawri el trabajo que realizarían al día siguiente. Luego, con una última y enigmática mirada a su alrededor, se echó el manto sobre el hombro izquierdo, salió a la gélida noche y se encaminó hacia El Arenque Salado.
Aunque, como Fafhrd, había dormido cómodamente a bordo del
Pecio,
rechazando los aposentos en tierra ofrecidos por Groniger, si bien los aceptaron para sus hombres, el día había resultado largo, fatigoso, demasiado atareado, y no habría sido de extrañar que ahora se sintiera muy cansado, pero se sorprendió un tanto al notar una nueva vitalidad. No obstante, esa nueva vida que le invadía no tenía nada que ver con los muchos problemas actuales y los sagaces planes para contingencias futuras ideados por Fafhrd y él, sino más bien con lo absurdo que parecía ahora que durante las tres últimas lunas hubiese jugado tan seriamente a ser capitán, un ordenancista capaz de echar fuego por la boca, un navegante prodigioso y todo el resto de circunstancias extravagantes. Él, un ladrón, capitán de ladrones, les había adiestrado en las habilidades marineras y guerreras, que no les servirían de nada cuando volvieran a sus antiguas profesiones... ¡Era ridículo! Y todo porque una mujercita con destellos dorados en su negro cabello y sus ojos verdes le había encargado una tarea inaudita. En verdad era de lo más chistoso.