—La armada de los mingoles marinos llamados oscuros cerca Sayend —dijo riendo entre dientes, refiriéndose a la ciudad más oriental del antiguo Imperio de Eevamarensee—. ¡Manos a la obra!
Sus manos erizadas de negro vello trazaron unos movimientos mágicos encima de las motas reunidas, mientras decía con voz monótona:
—Escuchadme, esclavos de la muerte. Escuchad mi palabra y sentid mi aliento. Aprended minuciosamente mis instrucciones. En primer lugar, ¡Sayend debe arder! ¡Vuestra horda se lanzará contra Nehwon, luego asolará la Isla de la Escarcha y a continuación el mundo! —Una mano aracnoide se movió hacia la pequeña isla verde en medio del océano—. Redonda Isla de la Escarcha, permite a tus aguas prodigiosa abundancia de peces, a fin de aprovisionar a mi tormenta mingola. —La mano se retiró y los pases mágicos se hicieron más rápidos—. Que la negrura envuelva la mente mingola, inclinada contra la humanidad. Que la locura enrojezca la ira mingola, ¡que del frío llegue la muerte por el fuego!
Sopló con fuerza, como sobre unas cenizas frías, y un pequeño lugar en la punta de la península brilló con un rojo oscuro, como un ascua removida.
—¡Por la voluntad de Khahkht, que estos hechizos queden encerrados! —graznó, sellando así herméticamente el encantamiento.
Las naves de los mingoles marinos oscuros anclaron en el puerto de Sayend, tan juntos como pescados en una barrica y del mismo blanco plateado. Sus velas estaban aferradas. Las cubiertas centrales de los barcos, colindantes por el través, constituían un tosco camino desde la escarpada costa hasta la nave insignia, donde Edumir, su jefe supremo, estaba sentado en su trono bajo la toldilla de popa, bebiendo copiosamente el vino de setas de Quarmall, que engendra visiones. La luz fría de la luna llena, al sur del cielo invernal, revelaba la estrecha casilla de caballería que era el castillo de proa de cada nave, y destacaba los ojos enloquecidos y la enjuta cabeza del caballo de la nave, un flaco garañón de las estepas, introducida entre los barrotes irregulares muy espaciados, y todos ellos mirando hacia el este.
La ciudad tomada, con su puerta marítima abierta de par en par, estaba a oscuras. Ante sus muros y en la calle que conducía al mar, los defensores, en escaso número, yacían donde habían caído, bañados en su propia sangre y pisoteados por los mingoles marinos entregados al pillaje, los cuales, sin embargo, no intentaban abrir las puertas principales, cerradas y atrancadas, tras las que se protegían los demás habitantes. Ya habían capturado a las cinco doncellas exigidas por el ritual, enviándolas a la nave insignia, y ahora buscaban aceite de ballena, de marsopa y de pescado. Sorprendentemente, no llevaban este valioso tesoro a las naves, sino que lo desperdiciaban, rompiendo los barriles con hachas, destrozando los tarros y vertiendo la preciosa sustancia sobre puertas, paredes de madera y la calle adoquinada.
La elevada popa de la gran nave insignia estaba tan oscura como la ciudad a la luz de la luna. El curandero de Edumir se hallaba al lado de éste, ante un brasero de yesca, sosteniendo en alto un trozo de pedernal en una mano y una herradura en la otra, sus ojos tan febriles como los de los caballos embarcados. Junto a él se agazapaba un delgado y membrudo guerrero, desnudo de cintura para arriba, provisto del arco mingol de cuerno fusionado, el arma más temida de Nehwon, y cinco largas flechas que llevaban atados unos trapos empapados en aceite, mientras que al otro lado se encontraba un hombre con un hacha, y cinco barriles de aceite capturado.
En el siguiente nivel inferior, las cinco doncellas de Sayend estaban encogidas de miedo, con los ojos muy abiertos y silenciosas, su palidez resaltada por el largo cabello negro trenzado, y cada una vigilada por dos sombrías mingolas que blandían cuchillos.
Más abajo, en la cubierta principal, se alineaban cinco jóvenes jinetes mingoles, elegidos para aquel honor por su valor demostrado, cada uno montado en una yegua de las estepas férreamente disciplinada, cuyos cascos tamborileaban de vez en cuando en la cubierta ahuecada.
Edumir arrojó su copa de vino al mar y, muy despacio, volvió el impasible rostro de larga mandíbula hacia su curandero e hizo un gesto de asentimiento. El brujeril individuo bajó la herradura y el pedernal y, golpeándolos encima del brasero, sopló las chispas así engendradas hasta que la yesca llameó.
El arquero colocó sus cinco flechas sobre el brasero y, a medida que prendían, las fue poniendo en el arco y las disparó sucesivamente hacia Sayend, con una rapidez tan milagrosa que la quinta pintó su estrecha curva anaranjada en el cielo nocturno antes de que la primera hubiera llegado a su destino.
Las cinco flechas se clavaron en paredes de madera y, con una celeridad sobrenatural, la ciudad remojada en aceite ardió como una sola antorcha, y los gritos ahogados y desesperados de sus habitantes atrapados se alzaron como los de los prisioneros del infierno.
Entretanto, las mingolas que la custodiaban habían rasgado las ropas de la primera doncella, sus cuchillos moviéndose como regueros de fuego plateado, y la arrojaron desnuda hacia el primer jinete. Éste la cogió por las negras trenzas, la levantó y la colocó de través sobre la silla de montar, aferrando la esbelta espalda desnuda contra su pecho acorazado con cuero. Simultáneamente, el hombre del hacha golpeó el primer barril y lo volcó sobre caballo, jinete y doncella, empapándoles a todos de brillante aceite. Entonces el jinete tiró de las riendas, clavó las espuelas, y la yegua partió al galope por las cubiertas muy juntas, hacia la ciudad en llamas. Cuando la doncella se dio cuenta del destino de la frenética carrera, empezó a gritar, y sus gritos fueron agudizándose, acompañados de los gruñidos del jinete y el tamborileo de los cascos de la yegua.
Todas estas acciones fueron repetidas una, dos, tres, cuatro veces... El tercer caballo resbaló de costado en el aceite, cayó, se levantó..., y así, el quinto jinete estuvo en camino antes de que el primero hubiera alcanzado su meta. Las yeguas habían sido adiestradas desde que eran unas potrancas para hacer frente a los muros de fuego y saltar por encima de ellos. Los jinetes habían bebido copiosamente el mismo vino de setas que Edumir. Las doncellas gritaban aterradas.
Uno tras otro se siluetearon brevemente contra el rojo portal, y luego se internaron por él. Por cinco veces las llamas de Sayend crecieron todavía más, iluminando de rojo la pequeña bahía, la flota compacta, los rostros impasibles y los ojos vidriosos de los mingoles, y la ciudad expiró con un interminable grito de
agonía.
Cuando todo terminó, Edumir se puso en pie, alisó su manto de pieles y con voz estridente ordenó:
—Ahora en marcha hacia el este, a través del océano. ¡A la Isla de la Escarcha!
Al día siguiente achicaron el agua embarcada por las naves del Ratonero y Fafhrd, las remolcaron hasta los diques asigna—pronto empezaron las reparaciones. Sus hombres, refrescados tras un largo sueño en tierra, se pusieron a trabajar, no sin refunfuñar un poco, los ladrones del Ratonero bajo la dirección de su lugarteniente Pshawri y la pequeña tripulación mingola. No tardaron en oírse los golpes amortiguados de los mazos, que introducían estopa en las grietas, y se notó el olor de la brea, mientras calafateaban el
Pecio
por dentro. Desde la cubierta del
Halcón Marino
llegaba la música más animada de martillos y sierras: los vikingos de Fafhrd reparaban la obra alta, dañada por los gélidos proyectiles de la monstreme helada de Khahkht. Otros preparaban nuevos aparejos y sustituían los estays desgarrados.
El alojamiento de los mercaderes, donde habían pernoctado, era mucho más pequeño que el alojamiento para marineros de cualquier puerto de Nehwon, con tres tabernas, dos burdeles, varias tiendas y santuarios, vagamente administrados por una población de extranjeros mal mezclados, su alcalde extraoficial un capitán de carácter reservado y cicatrices en el rostro llamado Bomar, de las Ocho Ciudades, y su banquero jefe un hosco keshita negro. Fafhrd y el Ratonero tuvieron la impresión de que una de las principales preocupaciones de aquellos pescadores y mercaderes era mantener la Isla de la Escarcha como un valioso secreto para el resto de Nehwon, o bien habían adquirido el hábito de sus anfitriones, que los toleraban, se aprovechaban de ellos y casi nunca dejaban de imponer una disciplina ficticia. La población extranjera tampoco había oído nada acerca de una invasión de mingoles marinos, o así lo afirmaban. La primera impresión que producían los isleños parecía ser exacta: un pueblo de gentes corpulentas, vestidas con sobriedad, serenas, prácticas y confiadas en sí mismas por encima de todo, sin excentricidades, rarezas ni siquiera supersticiones, que bebían poco y se regían por la regla «ocúpate de tus propios asuntos». Jugaban mucho al ajedrez en su tiempo libre y se ejercitaban con sus picas, pero por lo demás apenas se ocupaban unos de otros y no hacían ningún caso de los extranjeros, aunque su mirada nunca estaba velada por la somnolencia.
Aquel día se mostraban mucho más inaccesibles, desde que un pesquero, que se había hecho temprano a la mar, regresó casi inmediatamente a puerto con una noticia que ocasionó la partida apresurada de toda la flota. Y cuando los primeros barcos volvieron, poco después del mediodía, con las bodegas llenas de pescado recién capturado, lo salaron rápidamente (había abundancia de sal: el gran acantilado oriental, por el que no corrían ya las calientes aguas volcánicas) y zarparon de nuevo, soltando todo el trapo, resultó evidente que debía de haber un prodigioso caladero de peces comestibles en la misma bocana del puerto..., y los ahorrativos pescadores habían decidido aprovecharlo plenamente. Incluso se vio a Groniger al mando de una embarcación.
En cuanto al Ratonero y Fafhrd, ocupados, cada uno con independencia del otro, en la supervisión de las reparaciones y en diversos recados, puesto que sólo ellos estaban autorizados a abandonar el recinto de los mercaderes, se reunieron en un tramo de la muralla marítima al norte de los diques, para intercambiar noticias y tomarse un respiro.
—He encontrado la Guarida de la Llama —dijo el primero—. Por lo menos así lo creo. Se trata de una especie de trastienda en la taberna El Arenque Salado. El dueño, un ilthmarés, admitió que a veces la alquila por una noche..., es decir, si interpreté correctamente el guiño que me hizo.
Fafhrd asintió y dijo a su vez:
—Acabo de acercarme al límite de la ciudad por el norte y le he preguntado a un abuelo
si había
oído hablar de la Colina del Caballo de Ocho Patas. El viejo soltó una risita desagradable y señaló al otro lado del páramo. El aire era muy claro... ¿Has visto que el volcán ha dejado de humear? Me pregunto si los isleños se fijan en esas cosas... Y cuando localicé la colina, entre otras muchas cubiertas de brezos, que indicaba con el dedo, aproximadamente a una legua al noroeste, distinguí algo en la cima que parecía un patíbulo.
Esta sombría revelación hizo gruñir al Ratonero, el cual apoyó los codos en la muralla marítima y contempló los barcos a la izquierda del puerto, todos ellos «extranjeros». Al cabo de un rato comentó en voz baja:
—Creo que en Puerto Salado hay toda clase de cosas un tanto extrañas, cosas ligeramente descentradas. Ese esquife de Ool Plerns, por ejemplo... ¿Has visto alguna vez en Ool Plerns una embarcación así, con la proa tan larga? ¿O una gorra con una visera tan extraña como la del marinero que vimos bajar de la balandra de Gnampf Nor? ¿O esa moneda de plata con un búho grabado que me dio Groniger como cambio por mi doblón? Es como si la Isla de la Escarcha estuviera en el borde de otros mundos, con otros barcos, otros hombres, otros dioses, una especie de límite...
Fafhrd, que miraba hacia el mismo lugar que su compañero, asintió lentamente y empezó a hablar, pero le interrumpieron unas voces airadas procedentes de los muelles, seguidas de un bramido.
—¡Que me aspen si ése no es Skullick! —exclamó Fafhrd—. Saben los dioses en qué estúpido lío se habrá metido.
Y sin decir otra palabra, echó a correr.
—Probablemente ha abandonado el recinto y le han dado una paliza —dijo el Ratonero, corriendo tras él—. Esta mañana a Mikkidu le han dado un golpe con el asta de una pica por intentar hacerse con la bolsa de un isleño, ¡y se lo ha merecido! Yo no habría sabido azotarle mejor.
Aquella noche Fafhrd salió de Puerto Salado en dirección a la Colina del Patíbulo, sin duda un nombre más apropiado, resuelto a no volver la vista hacia la ciudad. El sol, que poco antes se ponía en el extremo sudoccidental, teñía de una suave tonalidad violeta el cielo claro, el pálido brezo, que le llegaba a las rodillas, e incluso las vertientes del volcán Fuego Oscuro, donde se había enfriado la lava del día anterior. La naturaleza callaba y el caminante tenía una sensación de inmensidad.
Los cuidados de la jornada se disiparon gradualmente y sus pensamientos tornaron a los días de su juventud, vividos en un clima similar, el del Rincón Frío, con sus cuestas llenas de tiendas de campaña, sus grandes pinos, sus serpientes de nieve y lobos, sus brujas y espíritus. Recordó a su padre, Nalgron, a su madre, Mor, e incluso a Mará, su primer amor. Nalgron fue enemigo de los dioses, en cierto modo como lo eran aquellos isleños (le conocían como el Destructor de Leyendas), pero más aventurero, pues había sido un gran escalador de montañas, y encontró la muerte cuando escalaba una llamada Colmillo Blanco. Fafhrd recordó la noche en que su padre fue con él al borde del Cañón Frío y le dijo los nombres de las estrellas, que titilaban en un cielo similarmente violeta.
Un ligero ruido en las proximidades, tal vez producido por un ratón ártico que se escabullía entre los brezos, le hizo salir de su ensueño. Ya estaba subiendo la suave cuesta de la colina que le habían indicado, y al cabo de un rato alcanzó la cima, procurando andar sin hacer ruido y manteniéndose a distancia del patíbulo y la zona situada inmediatamente debajo de su travesaño. Tenía la sensación de que allí acechaba algo misterioso, y escudriñó a su alrededor el silencioso paraje.
En la vertiente septentrional de la colina había un frondoso bosquecillo de aulagas cuya altura rebasaba la de un hombre. Era más bien un cenador, puesto que una estrecha avenida conducía a su interior, a través de una abertura entre sombras. La sensación de una presencia misteriosa se intensificó, y Fafhrd dominó un estremecimiento.