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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (18 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Lord y Lady Mountbatten con el musulmán Mohamed Alí Jinnah.

Los últimos virreyes de la India con Gandhi, el profeta de la no violencia que había conducido a las masas indias en su revuelta contra Inglaterra.

Vestido con su humilde
dhoti
Gandhi se trasladó varias veces a Londres para reclamar la independencia de su país (fotografía de 19319. Sus campañas de desobediencia civil; de boicot a los productos ingleses; de manifestaciones silenciosas, así como los trastornos de la Segunda Guerra Mundial, acabaron por obligar a Inglaterra a satisfacer su peticiones.

El 2 de junio de 1947, Lord Mountbatten anunció a los principales líderes indios la partida de Inglaterra y la división de la India en dos Estados: el Pakistán y la Unión India. Junto a Lord Mountbatten y a partir de la derecha del mismo, vemos a: los hindúes Nehru, Patel y Kripalani, representando al Congreso indio; Baldev Singh, representante de la comunidad sikh; Rab Nishtar, Liaquat Alí Khan y Mohammed Alí Jinnah, representantes de la Liga musulmana. Tras el virrey, sus colaboradores, Sir Eric Mieville y Lord Ismay. Al no ocupar ningún puesto oficial en la jerarquía india Gandhi se abstuvo de participar en esta reunión histórica.
(Fotos Popperfoto)

Desde su llegada a Nueva Delhi, Mountabatten comprendió que Gandhi poseía la clave del dilema indio. Entre el viejo profeta de la no violencia y el prestigioso jefe de guerra iban a establecer unos lazos de afecto que salvarían de un desastre a Inglaterra y a la India. Al terminar su primera entrevista, el más encarnizado adversario de los ingleses pone espontáneamente la mano sobre el hombro de la última virreina de la India.
(Foto Associated Press)

V

«LAS LLAMAS NOS PURIFICARÁN»

L
os dos hombres estaban solos en la habitación. No había ni siquiera un secretario para tomar notas. Convencido de que únicamente una solución podía evitar la catástrofe, Mountbatten había adoptado una táctica de negociación revolucionaria: el destino de la India no se discutiría en torno a una mesa de conferencias, sino en la intimidad de conversaciones privadas. La entrevista que se desarrollaba en el despacho recién pintado del virrey abriría la larga serie de ellas. De estas discusiones entre dos dependería que le fuera evitado a la India el horror de la guerra civil predicha en el primer informe de Mountbatten a Londres. Sólo cuatro interlocutores participarían en estas entrevistas sucesivas, el virrey y los tres principales líderes indios.

Estos últimos se habían pasado la vida conspirando contra Inglaterra, sin por ello entenderse entre sí. Todos habían rebasado los cincuenta años de edad. Todos eran abogados formados en Londres; allí habían aprendido las reglas de la retórica. Para ellos, estas entrevistas eran el gran debate final de su vida; en cierto modo, se habían preparado para él desde un cuarto de siglo.

Para Mountbatten, lo que importaba ante todo era salvaguardar la herencia más grande que Gran Bretaña podía dejar al mundo: la unidad de la India. Tenía un deseo profundo, casi evangélico, de conseguirlo. La reivindicación de los musulmanes, la división del país, no podía sino engendrar una tragedia.

Por eso, renunciando a las conferencias oficiales que no habían hecho sino conducir a otros tantos fracasos, decidió enfrentarse a sus adversarios, uno a uno, en la soledad de su despacho. Confiando en su poder de persuasión, seguro de la corrección de su pensamiento, iba a intentar triunfar en pocas semanas allí donde sus predecesores habían fracasado durante años en poner fin a la dominación de Inglaterra sin provocar el estallido de la India.

Con el pequeño gorro blanco del Congreso colocado sobre su incipiente calva y una rosa recién cogida introducida en el tercer ojal de su chaleco, el primer indio que penetró en el despacho de Mountbatten era una de las personalidades dominantes de la escena política india. Un rostro sensible, cuyas expresiones siempre cambiantes no cesaban de reflejar los humores y las emociones, algo de felino, de sensual en la actitud, una mirada de angélica dulzura iluminada a ratos por la llama de una pasión de poseso, Jawaharlal Nehru era, a los cincuenta y ocho años, un personaje de talla tan considerable como Mountbatten.

Los dos hombres ya se conocían. Se habían entrevistado al término de la guerra en Singapur, donde el joven almirante acababa de instalar su cuartel general de comandante supremo. Haciendo caso omiso de la recomendación de sus oficiales de no tener ninguna relación con un hombre que acababa de salir de una prisión británica, Mountbatten no había vacilado en recibir al líder indio.

Simpatizaron inmediatamente. Nehru volvía a encontrar en Mountbatten y su mujer a la Inglaterra acogedora y liberal de su juventud de estudiante, cuyo recuerdo habían borrado los años pasados en las cárceles británicas. Los Mountbatten, por su parte, se sintieron seducidos por el encanto del indio, por su cultura, su sentido del humor. Desafiando una vez más la reprobación de sus colaboradores, Mountbatten había decidido entonces atravesar Singapur en su automóvil descubierto, con Nehru a su lado. Una iniciativa que, según sus consejeros, no podía sino honrar a un adversario de Inglaterra.

—«¿Honrarle a él? —había exclamado Mountbatten—. Es él quien me honra a mí. ¡Algún día este hombre será Primer Ministro de la India independiente!»

Esta profecía se hallaba ahora casi realizada. En su calidad de Primer Ministro de una India sometida aún a la tutela británica, Nehru debía de ser el primero de los tres líderes indios que recibiría el virrey.

Retrato del hombre de la rosa

La entrevista que se iniciaba no era para Jawaharlal Nehru sino un nuevo episodio del diálogo mantenido durante casi toda su vida con los colonizadores de su país. Nehru había sido el huésped mimado de las más grandes familias de Inglaterra, cenado en la vajilla de plata del palacio de Buckingham, pero también en las gamellas de hojalata de las cárceles británicas. Había tenido como interlocutores a profesores de Cambridge, primeros ministros, virreyes, el propio rey-emperador y carceleros.

Nacido en una familia de brahmanes de Cachemira, descendiente de una aristocracia oriental tan antigua y tan noble como aquella a la que pertenecía el nuevo virrey de la India, Jawaharlal Nehru fue enviado a Inglaterra a los 17 años para completar allí su educación. Había vivido 7 años de felicidad aprendiendo las declinaciones latinas y las sutilezas del cricket en Harrow, apasionándose por las ciencias, por Nietszche y por Oscar Wilde en Cambridge, admirando la elocuencia de Blackstone en los bancos de la Facultad de Derecho de Oxford. Su apacible encanto, su elegancia natural, la vastedad de su cultura, le atraían las simpatías dondequiera que se presentaba. Se movía con desenvoltura en los salones de la alta sociedad, en los que su personalidad se impregnaba de los valores y las costumbres que le daban fuerza. Esta estancia en Inglaterra le transformó tan completamente que, a su regreso a Allahabad en 1912, su familia y sus amigos le juzgaron totalmente «desindianizado».

Pero el joven Nehru no tardó en conocer los límites de esa «desindianización». Cuando quiso inscribirse en el club británico local, su candidatura fue rechazada. Tal vez hubiera cursado estudios en Harrow y Cambridge; para los muy burgueses, muy blancos y muy británicos miembros del club de Allahabad, no por ello dejaba de ser un
«black Indian»
.

La amargura provocada por esta repulsa le obsesionó durante mucho tiempo y precipitó el deseo de seguir a su padre Motilal en el servicio a la causa que se iba a convertir en la obra de su vida: la lucha por la independencia. No tardó en ingresar en las filas del partido del Congreso. La agitación política que llevó a cabo en él habría de valerle el privilegio de recibir la mejor enseñanza que dispensaba entonces el Imperio británico, la de sus prisiones. Pasó en ellas nueve años. En la soledad de sus celdas, durante los paseos con sus compañeros de cautiverio, Nehru dio forma a su visión de la India del mañana. Idealista, soñaba en conciliar sobre el suelo indio sus dos regímenes políticos aparentemente inconciliables: la democracia parlamentaria de la Gran Bretaña y el socialismo económico de Karl Marx. Quería una India unificada, libre de su miseria y sus mitos, liberada del capitalismo, una India en la que las chimeneas de las fábricas dieran testimonio de una revolución industrial que los colonizadores rechazaban.

A primera vista, Jawaharlal Nehru era el hombre menos indicado para conducir a la India hacia este sueño. Bajo el
khadi
de algodón que llevaba por deferencia a Gandhi, latía un
gentleman
. En una tierra poblada de místicos, él seguía siendo un racionalista. Aquel a quien la educación científica de Cambridge había entusiasmado, no dejaba de sentirse consternado por las costumbres de sus compatriotas, que se negaban a salir de sus casas los días decretados como de mal augurio por los astrólogos. En el país más espiritualista del Universo, él era un agnóstico. Proclamaba el horror que le inspiraba la palabra misma de religión. Despreciaba a los sacerdotes de la India, sus
sadhus
, sus yoguis, sus sabios, sus brahmanes y sus jeques, responsables según él de su estancamiento, de sus divisiones, del dominio de los colonizadores extranjeros.

Sin embargo, la India de los
sadhus
y de las masas atormentadas de supersticiones había aceptado a Nehru. La recorrió durante treinta años arengando a las multitudes. Colgando de los estribos de los tranvías o atravesando los campos a pie o en carreta de bueyes, la población de los suburbios y de los campos acudía por cientos de millares. Eran muchos los que no podían percibir una sola palabra de sus discursos ni comprender su sentido. Les bastaba con verle por encima del océano de cabezas. Esto era para ellos el
darshan
, la tradicional comunión espiritual que se establece por la vista entre un gran sabio y sus fieles. Se marchaban satisfechos.

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