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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (22 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Al día siguiente por la mañana, después de haber analizado la situación con sus colaboradores, el virrey se volvió hacia su director de Gabinete.

—Mi querido Ismay —dijo tristemente—, ha llegado el momento de preparar un plan para la partición de la India.

Ante el espectro de una guerra religiosa y civil que amenazaba con anegar a la península entera, la partición parecía en realidad la única solución. Desgraciadamente, pese a todos los esfuerzos del virrey, iba a provocar una de las grandes tragedias de la historia moderna en las dos provincias que mutilaría.

Para satisfacer las exigencias de Mohammed Ali Jinnah, dos de las entidades más perfectas de la India, el Penjab y Bengala, deberían ser partidas en dos. Entre estas provincias había, además, una distancia de 1.500 km, lo cual condenaba al futuro Pakistán al absurdo geográfico de un estado en dos partes. Se necesitarían veinte días —más que la duración del viaje hasta Marsella— para ir por mar desde Pakistán Occidental hasta Pakistán Oriental. Tan sólo aparatos cuatrimotores serían capaces de enlazar sin escalas dos mitades del país; pero, ¿podría el nuevo Estado permitirse el lujo de comprar tales aviones? Si, al menos, las dos regiones hubieran podido paliar su separación geográfica con una unidad racial y cultural, se hubiera tratado de un mal menor. Pero no había nada de eso: los musulmanes del Penjab y los de Bengala eran tan diferentes como pueden serlo los suecos y los españoles. Sólo su religión era la misma.

Las dos provincias de Penjab y de Bengala quedaron cortadas en dos. Para reunirse con sus comunidades respectivas, separadas por la partición, 10 millones de hinduistas, de musulmanes y de sijs se arrojaron a los caminos, dando lugar al mayor éxodo de la historia.

De baja estatura, vivarachos, de piel oscura, los bengalíes eran de cepa asiática. Por las venas de los penjabíes corría, por el contrario, la sangre de treinta siglos de conquistas arias que les daba la tez clara y rasgos de los pueblos del Turquestán, de las vastas estepas rusas, de Persia, de los desiertos de Arabia e, incluso, de las islas de la antigua Grecia. Ni la historia, ni la lengua, ni la cultura ofrecían a estas dos comunidades, tan fundamentalmente distintas, ningún lazo que les permitiera comunicarse entre sí. Su asociación en el interior del Pakistán sería una unión monstruosa realizada contra todos los imperativos de la lógica.

El Penjab era la perla de la corona de la India. Tan vasto como la mitad de Francia, se extendía desde las orillas del Indo, en el extremo noroeste del país, hasta las puertas mismas de la capital, Nueva Delhi. Era un país de centelleantes ríos, de ricas llanuras cubiertas de mieses, un oasis bendecido por los dioses en la aridez de la península. La palabra Penjab significa «Tierra de los cinco ríos». De los cinco torrentes a los que esta provincia debe su fertilidad, el más célebre es uno de los ríos reyes del Globo, el Indo, que había dado su nombre al subcontinente indio. Durante siglos, su valle había sido la gran ruta de invasión hacia la India. Cinco mil años de tumultuosa historia habían moldeado el carácter del Penjab y cimentado su identidad. Sus espacios inmensos habían retumbado con los galopes de las hordas conquistadoras del Asia. Su tierra había inspirado el canto celeste del libro sagrado del hinduismo, el
Bhagavad Gita
, rememorando el diálogo místico entre el dios Krishna y el rey guerrero Arjuna. En sus llanuras, habían acampado las legiones persas de Darío y de Ciro y los macedonios de Alejandro Magno. Los morías, los escitas, los parsis la habían ocupado antes de ser barridos por las oleadas de hunos y los califas del Islam que llevaban su fe monoteísta a las masas politeístas hindúes. Tres siglos de dominación mogol habían elevado luego al Penjab a su apogeo y sembrado su suelo con los imperecederos monumentos de la India musulmana.

Con sus barbas rizadas y sus largos cabellos ocultos bajo turbantes de todos los colores, los sikhs lo habían conquistado entonces, antes de sucumbir, a su vez, a la dominación de sus últimos ocupantes, los ingleses, que habrían de ofrecerle una prosperidad sin par en Asia.

El Penjab era una entidad tan sutil y compleja como los mosaicos de los edificios de su glorioso pasado mogol. Su escisión no podía por menos de provocar un traumatismo irreparable entre sus poblaciones. Dieciséis millones de musulmanes compartían con quince millones de hindúes las callejas y los barrios de sus 17.932 ciudades y aldeas. Aunque la religión les diferenciaba en comunidades separadas, tenían en común una lengua, unas tradiciones y un idéntico orgullo por su personalidad intrínseca de penjabíes. Su coexistencia económica era más íntima aún. La riqueza del Penjab derivaba de un milagro del hombre cuyo mismo carácter excluía toda idea de división: la gigantesca red de canales de riego que construidos por los ingleses habían convertido a esta región en el gran granero de la India. Corriendo de Este a Oeste, los surcos nutricios habían permitido cultivar desiertos y mejorar la existencia de millones de penjabíes. Calcada sobre la implantación de canales, una magnífica red de carreteras y vías férreas permitía enviar los productos del Penjab hacia el resto de la India. Cualquiera que fuese, la frontera de una partición condenaría a muerte este eficaz sistema vascular. Del mismo modo, ninguna división evitaría escindir en dos a la altiva y belicosa comunidad sikh: más de dos millones de sus miembros corrían el riesgo de ver integrados en un Estado musulmán, algunos de sus más venerados santuarios y sus ricas tierras arrancadas al desierto.

De hecho, cualquiera que fuese la línea divisoria, prometía crear una verdadera pesadilla para millones de hombres. Sólo un intercambio de poblaciones a una escala única en la Historia podría evitar lo peor, trasladando los hindúes hacia el Este y los musulmanes hacia el Oeste. Desde el Indo hasta las puertas de Nueva Delhi, y a lo largo de casi mil kilómetros, no había una sola ciudad, una sola aldea, un solo campo de trigo o de algodón, que no se hallaran amenazados por el plan que Lord Ismay había recibido orden de implantar.

La división de la provincia de Bengala, en el otro extremo de la península, contenía los gérmenes de otro drama. Más poblada que Gran Bretaña e Irlanda juntas, Bengala contaba con treinta y cinco millones de hindúes y treinta millones de musulmanes en un territorio que se extendía desde las junglas del Himalaya hasta las marismas del delta del Ganges y del Brahmaputra. No obstante sus dos comunidades religiosas distintas, Bengala constituía una entidad, más aún que el Penjab. Fueran musulmanes o hindúes, los bengalíes tenían sus orígenes en las mismas fuentes raciales, hablaban la misma lengua, compartían la misma cultura. Tenían una forma típica de sentarse en el suelo, de declamar sus frases con un
crescendo
final, y todos celebraban el Año Nuevo el 15 de abril. Sus poetas, como Rabindranath Tagore, sus pensadores, como Sri Aurobindo, sus filósofos como Swami Vivekananda, eran glorificados por todos.

El origen de la mayoría de los bengalíes, musulmanes o hindúes, se remontaba a los lejanos tiempos de la Era precristiana, antes, incluso, de que floreciera la civilización budista en el delta del Ganges. Cuando los conquistadores hindúes llegaron, en el siglo I de nuestra Era, les obligaron a abjurar de su fe y a convertirse al hinduismo. Más tarde, las poblaciones de la parte oriental de Bengala acogieron con alivio a los jinetes de Mahoma: encantados de escapar a la opresión hindú, abrazaron unánimemente el Islam. Desde entonces, Bengala se encontró fraccionada en dos etnias religiosas, los musulmanes en el Este, los hindúes en el Oeste.

En 1905, Lord Curzon, uno de los más eminentes virreyes de la India, intentó confirmar políticamente esta división escindiendo de manera oficial a Bengala en dos regiones más fáciles de administrar. Su tentativa concluyó en un fracaso, seis años más tarde, al haber demostrado una sangrienta revolución que entre los bengalíes la pasión nacionalista prevalecía sobre la pasión religiosa.

Si el Penjab había recibido de la Providencia el maná de la fertilidad, Bengala parecía abrumada por la maldición. País de tifones y de terribles inundaciones, granero de arroz de la India y del Sudeste asiático hasta mediados del siglo XIX, era una tórrida e inmensa extensión pantanosa en la que solamente nacían dos plantas a las que debía un precario bienestar, el arroz y la «fibra de oro», el yute. El límite entre las dos zonas de cultivo coincidía con la frontera religiosa: el arroz crecía en el Oeste, entre los hindúes, el yute en el Este, entre los musulmanes.

No obstante, la clave de la existencia de Bengala no residía en sus cultivos, sino en una ciudad. Una ciudad que había servido de trampolín a la conquista británica, la segunda ciudad del Imperio después de Londres, el primer puerto de Asia: Calcuta, trágico escenario de las matanzas de agosto de 1946. Todo en Bengala —las carreteras, las vías férreas, las comunicaciones, la industria— convergía hacia Calcuta. En el supuesto de una partición de Bengala, era fatal que, por su situación geográfica, esta metrópoli fuera integrada a la mitad occidental hindú, fatalidad que condenaría a una inexorable asfixia a la parte oriental musulmana. Casi todo el yute del mundo procedía de la Bengala oriental musulmana, pero todas las fábricas que lo transformaban en cuerda, en tela y en sacos estaban concentradas en torno a Calcuta y en la Bengala occidental hindú. Fuera del yute, la parte musulmana no producía ningún otro cultivo; la supervivencia de sus treinta millones de habitantes dependía del arroz, que sólo crecía en el lado hindú.

A finales de abril de 1947, el último gobernador británico de Bengala, Sir Frederick Burrows, antiguo sargento de los
Grenadiers Guards
y ex sindicalista ferroviario, predijo que la Bengala oriental musulmana —la región que recibiría un día el nombre de Bangla Desh— estaba condenada, en caso de división, a convertirse en «la zona rural más extensa y miserable de la Historia».

Finalmente, la partición era absurda e ilógica por una última razón. El sueño de un Estado musulmán independiente había tenido su origen en la voluntad de sustraer las minorías musulmanas de la India a la opresión hindú. Ahora bien, aun cuando Jinnah obtuviera todos los territorios que reivindicaba, sólo menos de la mitad de los musulmanes indios formarían parte de su Pakistán. Los demás estaban tan desperdigados por toda la península que parecía humanamente imposible reagruparlos. Islotes perdidos en un océano hindú, serían ineluctablemente los rehenes y las primeras víctimas de un conflicto entre los dos países. De hecho, aun después de su amputación, la India continuaría teniendo cerca de cincuenta millones de musulmanes, convirtiéndose así en la segunda nación musulmana del mundo, después del nuevo Estado nacido en sus entrañas
[11]
.

Así se presentaban, en la primavera de 1947, las dos partes de un matrimonio que, menos de un cuarto de siglo después, iba a desembocar en el más sangriento de los divorcios.

Si en aquel mes de abril de 1947 Louis Mountbatten, Jawaharlal Nehru o el Mahatma Gandhi hubieran tenido ante los ojos cierta fotografía, tal vez hubiera podido evitarse aún la tragedia que amenazaba a la India. Este documento suministraba, en efecto, una información susceptible de alterar la ecuación política india y, casi con toda seguridad, modificar el curso de la historia en Asia. Pero el secreto estaba tan bien guardado que hasta el propio C.I.D. británico, uno de los servicios de investigación criminal más eficaces del mundo, ignoraba su existencia.

El centro de la imagen mostraba dos círculos negros del tamaño de pelotas de ping-pong. Cada uno de ellos estaba bordeado por una orla blanca irregular, como el halo del sol en un eclipse. En la parte superior, toda una galaxia de punti tos blancos esmaltaba la trama lechosa del cliché. Se trataba de la radiografía de dos pulmones humanos. Los círculos negros eran lesiones infecciosas; el reguero de puntitos blancos, zonas en las que el tejido pulmonar o pleural se había endurecido, confirmando el diagnóstico de tuberculosis avanzada. El enfermo sólo tenía unos cuantos meses de vida.

Guardado en un sobre sin mención alguna, este cliché se hallaba encerrado en la caja fuerte del doctor Jal R. Patel, un médico de Bombay. Su cliente era el hombre glacial e inflexible que había frustrado todos los esfuerzos de Mountbatten por preservar la unidad de la India. Mohammed Ali Jinnah, el único obstáculo insuperable para alcanzar este objetivo, estaba condenado a muerte. En junio de 1946, nueve meses antes de la llegada del nuevo virrey, el doctor Patel había diagnosticado la terrible enfermedad cuyo resultado no podía sino ser fatal a breve plazo. La tuberculosis, esa maldición que mataba todos los años a millones de indios subalimentados, había golpeado al profeta del Pakistán, que tenía a la sazón setenta años.

Jinnah había adolecido durante toda su vida de salud delicada a causa de su fragilidad pulmonar. Mucho antes de la guerra, había sido atendido en Berlín de las complicaciones de una pleuresía. Frecuentes crisis de bronquitis habían disminuido posteriormente sus fuerzas y debilitado su sistema respiratorio hasta el punto de que un discurso un poco largo le dejaba sin aliento durante horas enteras.

En 1946, el líder musulmán fue presa de un nuevo ataque de bronquitis en Simla. En el tren que le llevaba a Bombay, su estado no cesó de agravarse. Se tornó tan alarmante, que su hermana Fátima tuvo que avisar al doctor Patel durante el viaje. El médico logró reunirse con Jinnah en los suburbios de Bombay. Comprendió al instante que su ilustre paciente se hallaba «en un estado desesperado». Informó que no podría soportar el recibimiento triunfal que le esperaba en la estación central de Bombay y le hizo descender en una estación de cercanías para conducirle directamente al hospital, donde la radiografía le reveló lo que sería algún día el secreto mejor guardado de la India.

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