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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (24 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Viendo a las dos siluetas enfrentarse a la multitud, Sir Olaf Caroe sintió oprimírsele el corazón. Bastaba un loco, un solo energúmeno sediento de sangre, para abatir al virrey y su esposa, «como patos sobre un estanque». Durante interminables segundos, Caroe creyó que «las cosas iban a rodar mal».

Mountbatten parecía vacilar. No conocía una sola palabra de pashtu, la lengua de los pathans. Pero, de pronto, se produjo una inversión inesperada de la situación.

El azar había querido que, para este improvisado encuentro con los guerreros más feroces del Imperio, el virrey vistiera el uniforme de tela que llevaba cuando era comandante supremo interaliado en Birmania. El color de este uniforme era lo que iba a evitar la tragedia: el verde, color del Islam, el verde sagrado de los
hadjis
, los santos hombres que habían hecho la peregrinación a La Meca. Los manifestantes, la mayoría de los cuales llevaban el uniforme de los «camisas verdes», vieron probablemente en la elección de este atuendo la voluntad de solidarizarse con su causa, un sutil homenaje rendido a su religión. Se calmaron espontáneamente, y un atento silencio descendió sobre la explanada.

Teniendo todavía a su esposa cogida de la mano, Mountbatten le susurró: «Salúdales con la mano». Lentamente, graciosamente, Edwina levantó el brazo al mismo tiempo que él hacia el mar humano. Por un instante, la suerte de la India pareció suspendida de su gesto. Mientras sus manos batían suavemente el aire recalentado, brotó de pronto un clamor inmenso, interminable, una letanía triunfal que transformaba en apoteosis los instantes más peligrosos de la operación «Seducción».

«Mountbatten zindabad!
—gritaban los feroces guerreros pathans—,
Mountbatten zindabad!
(¡Viva Mountbatten!)»

Cuarenta y ocho horas después de esta confrontación, Louis y Edwina Mountbatten aterrizaban en el Penjab. Sir Evan Jenkins les llevó rápidamente a un pequeño poblado situado a cuarenta kilómetros de Rawalpindi. El virrey iba a poder comprobar sobre el terreno la razón del grito de alarma lanzado catorce días antes por el gobernador y descubrir con sus propios ojos la atrocidad de la tragedia que se incubaba en aquella cruel primavera de 1947.

Joven capitán de barco, Mountbatten había visto a muchos de sus compañeros desaparecer en el naufragio de su destructor frente a las costas de Creta; comandante en jefe, había dirigido a millones de combatientes a través de la salvaje jungla birmana. Sin embargo, nada igualaba en horror el espectáculo que se le ofreció en este poblado de 3.500 almas, semejante a los otros quinientos mil poblados indios. Durante siglos, dos mil hindúes y sikhs habían vivido allí en paz con 1.500 musulmanes. El esbelto alminar de la mezquita y la torre redondeada del
gurudwara
sikh eran hoy los únicos vestigios de lo que había sido Kahuta.

Una noche, poco antes de la visita de Mountbatten, una patrulla británica del
Norfolk Regiment
había podido comprobar, en una misión de reconocimiento, que los aldeanos dormían en la paz y la confianza mutuas de su buena armonía. A la mañana siguiente, Kahuta había dejado de existir. Los hindúes y los sikhs estaban todos muertos, o habían desaparecido.

Una horda de musulmanes había caído sobre el pueblo, prendiendo fuego a sus casas. En pocos minutos, todo su barrio era pasto de las llamas; familias enteras perecían en el enorme brasero. Los que conseguían huir eran atrapados, atados unos a otros, rociados con gasolina y quemados vivos. Sacadas de sus lechos para ser violadas y convertidas por la fuerza del Islam, sobrevivieron unas cuantas mujeres hindúes. Otras lograron escapar a sus raptores para correr a arrojarse en las llamas y perecer en ellas con sus familias. Imposible de dominar, el incendio se extendió al barrio musulmán y consumó la aniquilación de Kahuta.

«Hasta que fui a Kahuta —escribiría Mountbatten al Gobierno de Londres—, no pude medir la amplitud de las abominaciones que tienen lugar aquí».

Su confrontación con las multitudes de Peshawar y el espectáculo de una aldea devastada de Penjab le daban la última confirmación que necesitaba: el juicio que había formulado después de diez días de consultas en Nueva Delhi era correcto. La rapidez era la condición esencial para un arreglo de la situación india. Si no actuaba inmediatamente, el país se hundiría en el caos, arrastrando en su caída al Imperio y a su virrey. Para salir del punto muerto, era preciso adoptar con toda urgencia la solución que personalmente le repugnaba, pero que imponían las circunstancias, la partición.

Durante una comida celebrada en Londres en 1931 a la que asistió el paladín de la causa musulmana, Mohammed Alí Jinnah (señalado con una cruz en aspa), se lanzó la idea de un Estado islámico independiente que reuniera a los musulmanes indios. Dicho Estado debía llamarse Pakistán.

Quinta estación del viacrucis de Gandhi:
un hombre solo con su sueño destrozado

Se había reanudado el largo viacrucis de Gandhi. En la noche del día 1 de mayo de 1947, su nueva estación era la misma choza del barrio de los intocables de Nueva Delhi donde quince días antes, había exhortado sin éxito a sus compañeros a que entregaran toda la India a Jinnah para salvar, costara lo que costase, su unidad. Sentado en cuclillas una vez más, con una toalla húmeda sobre la cabeza, el viejo profeta asistía ahora a los debates de los jefes del Congreso reunidos a su alrededor. La ruptura definitiva entre Gandhi y sus compañeros, iniciada en el transcurso de la reunión anterior, era ya inevitable. Los largos años de prisión, las penosas huelgas de hambre, los
hartals
de duelo y de silencio, las campañas de boicot, habían señalado otras tantas etapas en el camino que conducía a este momento límite. Gandhi había cambiado el rostro de la India y predicado una de las doctrinas más originales de su tiempo para llevar a su pueblo a la libertad por medio de la no violencia; y ahora, esta sublime victoria corría el riesgo de transformarse en conflicto personal. Al extremo de sus fuerzas y de su paciencia, sus compañeros estaban dispuestos a aceptar la división de la India como la ineluctable condición de su independencia.

Gandhi no se oponía a la partición a causa de una mística veneración por la unidad india. Pero los años pasados en sus aldeas le habían dado un profundo conocimiento del alma india que no podía poseer ninguno de los políticos de Nueva Delhi. Él sabía que la partición no podía ser esa simple «operación quirúrgica» que Jinnah proponía a Mountbatten. Sería una matanza gigantesca que iba a arrojar a unos contra otros, desconocidos, pero también vecinos, amigos y colegas a través de toda la península. Correría la sangre en nombre de una causa odiosa e inútil, la división del país en dos bloques condenados a devorarse mutuamente. Y esta lucha no tendría fin jamás.

El drama de Gandhi radicaba en que no tenía otro camino que ofrecer a sus compañeros más que el de obedecer a su instinto, aquel instinto que, en el pasado, con tanta frecuencia les había guiado hacia la luz. Pero, a sus ojos, el viejo profeta había dejado de serlo. Como Mountbatten, todos sentían la amenaza de una catástrofe inminente, y que la partición, por dolorosa que fuese, era el medio de escapar a ella.

Gandhi creía con todo su ser que se equivocaban. Y, de todos modos, el caos era, según él, preferible a la partición. Jinnah sólo obtendrá su Pakistán si los ingleses se lo dan, adujo, y no se lo darán si tropiezan con la oposición de una mayoría del Congreso. Decidles a los ingleses que se vayan, cualesquiera que sean las consecuencias de su marcha, suplicó. Decidles que abandonen la India «a Dios, al caos, a la anarquía, a todo lo que queráis, pero que se vayan». «Nosotros caminaremos entre las llamas —añadió—, pero las llamas nos purificarán».

Su voz predicaba ya en el desierto. Sus más fieles discípulos permanecían sordos a sus exhortaciones. Convencidos de que la secesión de los musulmanes no podía sino favorecer el progreso de una India hindú, muchos se habían reconciliado hacía tiempo con la idea de una división.

Nehru se sentía desgarrado entre su profundo afecto hacia Gandhi y su admiración a Mountbatten. El Mahatma hablaba a su corazón, el virrey a su razón. Si, por instinto, Nehru detestaba la idea de la partición, su espíritu racionalista le decía que era la única solución. Desde que él también llegara a la misma conclusión, Mountbatten, con la ayuda de su esposa, había desplegado toda su habilidad y su capacidad de persuasión para atraerse al amigo indio. Se había servido de un argumento decisivo: liberada de Jinnah y de los musulmanes, la India hindú podría darse a sí misma el Gobierno fuerte que Nehru necesitaría para construir su Estado socialista.

La adhesión de Nehru arrastró la de otros jefes del partido. El Primer Ministro indio fue encargado de informar al virrey de que el Congreso, «aunque permaneciendo apasionadamente aferrado al principio de la unidad de la India», aceptaba la partición, a condición de que fueran divididas las dos grandes provincias de Penjab y de Bengala.

Abandonado por los suyos, Gandhi quedaba solo con su sueño destrozado.

Al día siguiente, 2 de mayo de 1947, a las seis de la tarde, exactamente cuarenta días después de su aterrizaje en Nueva Delhi, el «York MW 102» emprendía el vuelo hacia Londres con el director de Gabinete de Mountbatten. Lord Ismay iba a someter a la aprobación del Gobierno de Su Majestad un plan para la partición de la India.

Todos los esfuerzos del virrey para preservar la integridad del continente indio se habían estrellado finalmente contra la intransigencia de Jinnah. Mountbatten continuaba ignorando la existencia del único elemento que hubiera podido modificar la situación. Durante todo el resto de su vida, consideraría su impotencia para ablandar a Jinnah como el único fracaso de su carrera. La angustia que experimentaba ante la idea de entrar en la Historia como el autor de la división de la India se expresaba en un documento que llevaba también Ismay. Era el quinto informe del último virrey de la India al Gobierno de Clement Attlee.

«La partición —escribía en él Mountbatten— es una completa locura, y nadie hubiera podido obligarme a aceptarla si la increíble demencia racial y religiosa que se ha apoderado aquí de todos no hubiera cortado toda otra salida… La responsabilidad de esta insensata decisión debe ser atribuida con toda claridad ante los ojos del mundo exclusivamente a los indios, pues algún día lamentarán amargamente la elección que están a punto de hacer».

VI

«UNA HERIDA POR LA QUE ESCAPARÍA LA MEJOR SANGRE DE LA INDIA»

H
oy no hacía falta ningún aparato de climatización: la vista que Louis Mountbatten percibía desde las ventanas de su nuevo despacho era refrescante por sí misma: las nevadas cumbres del Himalaya, el «Techo del Mundo», la muralla de hielo que separa la India del Tibet y de China. El vivificante espectáculo de las verdes laderas tapizadas de asfódelos y de jacintos y la contemplación de los bosques de coníferas que cobijaban relumbrantes matorrales de rododendros, le aliviaban de la luz infernal de la capital aplastada por el calor. Agotado por el exceso de actividad de las últimas semanas, Mountbatten observó una tradición de sus predecesores abandonando Nueva Delhi para trasladarse a la institución más sorprendente del Imperio de la India, una pequeña ciudad británica instalada en los contrafuertes del Himalaya: Simla.

Todos los veranos, desde hacía más de un siglo esta ciudad, encaramada a dos mil metros de altitud, se transformaba durante cinco meses en capital imperial. Era un lugar encantador, con su quiosco de música de columnas de hierro forjado, con sus chalets de pequeñas ventanas y la torre Tudor de su catedral anglicana cuya campana, dentro del marcial estilo del cristianismo Victoriano, estaba hecha con los cañones fundidos capturados al enemigo durante las guerras contra los sikhs. A 1.500 kilómetros del mar, comunicado por un sinuoso ferrocarril de vía única, prácticamente inaccesible en automóvil, este apacible trozo de campiña inglesa dominaba altivamente las llanuras tórridas y superpobladas de la India.

A mediados de abril, en cuanto llegaban los grandes calores, el virrey marchaba a Simla en su tren especial blanco y oro. Todo el Imperio se desplazaba con él hacia la capital de verano: los escuadrones de la guardia, los ayudantes de campo, los secretarios, los generales, los príncipes más importantes, los embajadores extranjeros, los corresponsales de Prensa, los altos funcionarios del Gobierno y la innumerable legión de subordinados. Seguían una multitud de sastres, de peluqueros, de zapateros, de joyeros
«By Appointment to H.E. The Viceroy
», de negociantes en vinos y en licores, de
memsahibs
inglesas con sus pirámides de maletas, legiones de criados y turbulentas proles. Hasta 1903, la línea férrea se detenía en Kalka, y los viajeros debían continuar en
tongas
de dos caballos durante los últimos sesenta kilómetros de la escalada hacia Simla. Los baúles que contenían los archivos y los equipajes eran acarreados en charabanes o a hombros de porteadores. En columnas interminables, encorvados bajo su carga, los coolíes transportaban una increíble cantidad de cajas repletas de conservas, de foie-gras, de langostinos, de embutidos, de vino de Burdeos, de champaña, de jerez, destinados a las fiestas que harían de Simla un paraíso de refinamiento y de elegancia sin igual en Oriente.

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