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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (19 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Nehru manejaba con igual fortuna la elocuencia y la pluma, amando las palabras con la pasión del orfebre hacia sus joyas. Consagrado muy pronto por Gandhi, había ascendido los escalones del partido del Congreso hasta llegar a ser por tres veces su presidente. El Mahatma daba a entender claramente que la antorcha de su combate pasaría algún día a sus manos.

Para Nehru, Gandhi era un genio. Si bien siempre opuesto por racionalismo a las grandes iniciativas del Mahatma —la desobediencia civil, la Marcha de la Sal, la campaña de «Salid de la India»—, no obstante le había seguido siempre por afecto, y, como reconoció más tarde, había tenido razón.

Gandhi había sido, en cierto modo, el
guru
de Nehru. Él le había «reindianizado», enviándole a las aldeas a conocer el verdadero rostro de su patria, a fin de permitir que su alma se impregnara de los sufrimientos de la India. Cuando los dos hombres se encontraban, Nehru se precipitaba a los pies de «Bapuji» para escucharle, charlar o, simplemente, meditar. Eran para él momentos de inmensa espiritualidad en los que su corazón ateo sentía pasar el hálito de la fe.

Todo los separaba, sin embargo, y en primer lugar la religión. Nehru odiaba todas las manifestaciones de ésta; la esencia misma de Gandhi era su inquebrantable fe en Dios. Nehru, cuyo ardiente carácter estaba en las antípodas de la no violencia, profesaba un verdadero culto a la literatura, a la ciencia, a la técnica; Gandhi hacía a estas «brujas» responsables de todas las desventuras de la Humanidad.

Se estableció entre ellos relaciones de padre a hijo, con todo lo que de tensiones, de impulsos, de rechazos suponen tales lazos. Nehru había experimentado durante toda su vida la necesidad de apoyarse en alguien, de sentir junto a él una presencia tranquilizadora hacia la que volverse en los momentos de crisis a los que le condenaba su ardiente personalidad. Su padre, un jovial abogado aficionado al buen whisky y al vino de Burdeos, ocupó primero este puesto. Este papel correspondía ahora a Gandhi.

Sin embargo, por encima de esta veneración, sus relaciones comenzaban a experimentar un cambio sutil. Finalizaba una época en la vida de Nehru. El hijo se disponía abandonar la casa del padre para entrar en el nuevo mundo que adivinaba en el exterior. En ese mundo, necesitaría un nuevo
guru
, más sensibilizado a los problemas que le esperaban. Aunque tal vez no tuviera conciencia de ello, un vacío se abría lentamente en el espíritu de Jawaharlal Nehru.

El mundo y sus propias vidas habían cambiado desde que Nehru y Mountbatten se encontraran por primera vez, pero desde el principio una idéntica corriente de simpatía se estableció entre ellos. No había nada de sorprendente. Todo acercaba al heredero de una estirpe tres veces milenaria de brahmanes de Cachemira y al hombre que se enorgullecía de descender de la más antigua familia protestante reinante. Ambos experimentaban un evidente placer en conversar juntos. Nehru, el pensador abstracto, admiraba el dinamismo práctico de Mountbatten y la capacidad de decisión que le habían otorgado las altas responsabilidades ostentadas durante la guerra. Por su parte, Mountbatten se sentía estimulado por la cultura de Nehru y el refinamiento de sus ideas. No tardaría en comprender que el único político indio susceptible de compartir su deseo de mantener un lazo entre Inglaterra y la nueva India era Jawaharlal Nehru.

El joven almirante abordó con su franqueza habitual el objeto de su entrevista. Declaró que era su intención actuar con el máximo realismo, no siendo su mayor preocupación transferir la soberanía de la Gran Bretaña de un modo conforme a las reglas establecidas, sino evitar el baño de sangre que arriesgaba provocar tal medida.

No tardaron en ponerse de acuerdo en dos puntos esenciales: era fundamental adoptar una decisión rápida; la partición de la India constituiría una tragedia.

Nehru evocó la cruzada del viejo profeta que proseguía su solitaria peregrinación a través de las devastadas aldeas de Bihar. «Gandhi se equivoca, intenta curar el cuerpo de la India aplicando un poco de bálsamo sobre sus llagas, en lugar de intentar diagnosticar las causas del mal y curar el cuerpo entero».

Al revelarle este distanciamiento entre el liberador de la India y sus más próximos compañeros, Nehru daba al virrey una indicación fundamental que iba a orientar toda su política. Sabía que, si no lograba convencer a los líderes indios para que conservaran la unidad del país, la única posibilidad que le quedaba era obtener su acuerdo sobre una partición. La hostilidad de Gandhi a esta propuesta podía bloquear irremediablemente la situación, pero se presentaba una nueva salida: el Congreso podía pasar por encima de la voluntad de su viejo jefe. Esto es lo que Nehru acababa de hacer entrever a Mountbatten, y le pareció que sólo Nehru tendría suficiente peso para llevar al Congreso a romper a Gandhi.

Además, ¿no se había iniciado ya esta ruptura? Escuchando a Nehru, el virrey se dijo que, en lo sucesivo, toda su política debía tender a ensanchar el foso, lo cual sólo podía permitir el apoyo incondicional del líder indio. Mountbatten estaba decidido a no escatimar ningún esfuerzo para hacer de él un aliado. Esto iba a serle tanto más fácil cuanto que no tardó en establecerse una profunda amistad entre el hombre de la rosa y Louis y Edwina Mountbatten.

Mientras acompañaba a Jawaharlal Nehru hasta la puerta de su palacio, Mountbatten le declaró: «Señor Nehru, le ruego que no me considere como el último virrey llegado para poner fin al Imperio británico de la India, sino como el primer virrey llegado para abrir el camino a una India nueva». Nehru se volvió hacia el joven almirante. «Ah —respondió con una sonrisa—, ahora comprendo lo que querían decir cuando le atribuían a usted un encanto tan peligroso».

Una vez más, el que Churchill había llamado «faquir medio desnudo» había entrado en el despacho de un virrey de la India para «parlamentar y negociar de igual a igual con el representante del rey-emperador».

«Parece un pajarito —pensó Louis Mountbatten, contemplando la célebre silueta sentada frente a él—, un gorrioncillo acurrucado en mi sillón».

Extraña pareja. Un almirante de sangre real que gustaba de lucir bellos uniformes y un viejo indio que rehusaba ocultar su desnudez con otra cosa que no fuera un manto de algodón crudo; un inglés atlético rebosante de energía y un hombrecillo apacible y desmedrado; un jefe guerrero que había aceptado poner en peligro la vida de tres mil soldados para conquistar Rangún, y un profeta de la no violencia a quien repugnaba la idea de matar un mosquito; un aristócrata mimado por la fortuna, y un anciano que había abrazado la indigencia de las masas más miserables del Globo. Mountbatten, maestro de la telecomunicación, no había cesado de perfeccionar mediante alguna nueva técnica electrónica la red sutil que le unía a través de las ondas con los millones de hombres colocados bajo su mando. Gandhi, frágil mesías, despreciaba la ciencia y no había necesitado de ella para transmitir su mensaje a todo un continente, lo que hacía de él uno de los más grandes genios de la comunicación de todos los tiempos.

Todo en su pasado y en su presente parecía condenar a los dos hombres a no entenderse. Sin embargo, en el transcurso de los meses siguientes, Gandhi el pacífico iba a encontrar en el alma del guerrero profesional, según sus íntimos, «el eco de algunos de los valores morales que ardían en su propio corazón». Por su parte, Mountbatten acabaría por cobrarle un afecto tan profundo que, después de la muerte de Gandhi, declararía que el Mahatma estaba llamado a ocupar en la Historia «el mismo puesto que Buda y Cristo».

El virrey concedía tanta importancia a esta entrevista con Gandhi que, antes incluso de su ceremonia de entronización, le había escrito una carta invitándole a que fuera a verle. Gandhi redactó su respuesta y, luego, cambiando de idea, rogó a su secretario que «esperara dos días antes de echar la carta al correo. No quiero que ese joven pueda imaginar que tengo prisa por aceptar su invitación».

Aquel «joven» había unido a la invitación una de esas atenciones que llevaban su marca y que hacía atragantarse al tomar el té a los viejos ingleses de la India. Había ofrecido a Gandhi enviarle su avión personal a Bihar para llevarlo a Delhi. El Mahatma declinó el ofrecimiento, prefiriendo viajar como de costumbre, en tren, en el banco de madera de un vagón de tercera clase.

Para poner de manifiesto el interés que tenía en el éxito de este primer encuentro y dar una excepcional dimensión de cordialidad a la entrevista, el virrey rogó a su mujer que se uniera a ellos. Inmediatamente, un sentimiento de inquietud se apoderó de Louis y Edwina Mountbatten. Algo parecía consternar a Gandhi. ¿Habían cometido algún error? ¿Olvidado alguna sutileza de protocolo?

Mountbatten lanzó una mirada perpleja a su esposa. «Dios mío, qué manera tan terrible de inaugurar nuestras relaciones», pensó. Haciendo acopio de toda la delicadeza de que era capaz, acabó preguntando a su visitante el motivo de su tristeza.

El hombrecillo dejó escapar un profundo suspiro.

—Verá —respondió—, desde la época de mi estancia en África del Sur, he renunciado a los bienes de este mundo.

Añadió que no poseía prácticamente nada: su
Gita
, los utensilios de hojalata que utilizaba para comer, reliquias heredadas de sus pasos por la cárcel de Yeravda; su figurilla representando a los tres monos
gurus
y su reloj, su viejo «Ingersoll» de ocho chelines atado a la cintura por una cuerda: si uno quería consagrar cada minuto de su vida al servicio de Dios, tenía que saber la hora.

—¿Y saben ustedes lo que me ha ocurrido? —concluyó—. Me lo han robado. Alguien en el tren me ha quitado el reloj.

Mountbatten vio entonces brillar las lágrimas en sus ojos. Tal era, pues, la causa de su tristeza. No la pérdida de su reloj, sino el hecho de que
ellos
no habían comprendido. No era un reloj de ocho chelines lo que le habían arrebatado en aquel vagón atestado, sino un poco de su fe en sus hermanos
[9]
.

Tras un largo silencio, Gandhi comenzó a hablar de las desgracias que afligían a la India; Mountbatten le interrumpió con un gesto amistoso.

—Señor Gandhi, antes de hablarme de la India, hábleme de usted. Quisiera saber quién es usted.

Estas palabras eran fruto de una táctica premeditada. El nuevo virrey había decidido establecer primeramente un contacto íntimo con sus interlocutores, en vez de dejarse asaltar por sus exigencias y sus quejas. Procurando que se sintieran cómodos, impulsándolos a confiarse, esperaba crear una atmósfera de confianza que le permitiría luego actuar con eficacia.

Su pregunta encantó al Mahatma. Adoraba hablar de sí mismo, con mayor razón ante dos personas seductoras, sinceramente interesadas en lo que tenía que decir. Se lanzó al relato de sus recuerdos de África del Sur, contó sus experiencias de camillero en la guerra de los bóers, sus campañas de desobediencia civil, la Marcha de la Sal. Explicó que Oriente había fecundado a Occidente con los mensajes de Zoroastro, de Buda, de Moisés, de Jesús, de Mahoma y de Rama. Luego, el mecanismo se había invertido: el Oriente había sufrido durante siglos la hegemonía cultural de Occidente. En la actualidad, obsesionado por el espectro de la bomba atómica, desbordado por su tecnología, Occidente necesitaba de nuevo volverse hacia el Oriente y beber en sus fuentes. Tenía sed del amor y la comprensión fraterna que él, Gandhi, trataba de difundir.

En el transcurso de esta primera entrevista, que se prolongó durante dos horas, se produjo una escena trivial y, sin embargo, extraordinaria. Reveló al virrey que su actitud había pulsado una cuerda sensible en el Mahatma.

Los Mountbatten llevaron a su huésped a los jardines mogoles para satisfacer la curiosidad de los fotógrafos. Gandhi tenía la costumbre de caminar apoyándose en los hombros de sus sobrinas-nietas Manu y Abha, a las que había bautizado afectuosamente sus «muletas». En su ausencia, el revolucionario que había consagrado su vida a luchar contra los ingleses posó espontáneamente la mano en el hombro de la última virreina de la India y, apoyándose en ella con la misma tranquilidad que si se estuviera dirigiendo a su reunión de oración regresó al despacho de Lord Mountbatten.

Nueva Delhi se abrasaba bajo el primer soplo tórrido de la estación cálida cuando Gandhi fue a ver por segunda vez al virrey. Agobiados por el sol, los naranjos de los jardines mogoles parecían despedir relámpagos de fuego. El único oasis de confort en este infierno era el despacho de Louis Mountbatten. El ansia de perfección que le llevara a hacer pintar la estancia le había inducido igualmente a equiparla con el mejor sistema de climatización de la capital, que mantenía una temperatura de veinte grados.

Este refinamiento estuvo a punto de provocar una catástrofe. Pasando bruscamente del horno exterior al frescor del despacho, Gandhi empezó a temblar de frío. Entablaba brutalmente conocimiento con las ventajas de la civilización, de la que había combatido todos los progresos técnicos. Aterrado, el almirante apagó el aparato y llamó a su ayudante de campo, que avisó a Lady Mountbatten.

—Señor —se indignó Edwina—, ¡va hacerle coger una pulmonía a nuestro amigo!

Abrió de par en par las ventanas y corrió a buscar en la habitación de su marido un grueso jersey de la Royal Navy que echó sobre los temblorosos hombros del Mahatma. Para terminar de hacer entrar en calor a su huésped, mandó servir el té en la terraza del palacio.

Mientras una legión de criados disponían una suntuosa vajilla adornada con las armas del virrey, la joven Manu, que esta vez acompañaba a su tío-abuelo, preparaba la frugal colación que había traído, un caldo de limón, yogur y unos cuantos dátiles. Gandhi comió utilizando una cuchara cuyo mango roto había sido sustituido por un trozo de bambú atado con un bramante. Sólo sus dos platos de hojalata eran tan británicos como los cubiertos de Sheffield en la bandeja del virrey. Provenían de su última prisión.

Gandhi ofreció sonriendo su plato de yogur a Mountbatten.

—Está muy bueno —dijo con malicia—, debería usted probarlo.

El almirante contempló sin entusiasmo el pastoso líquido, amarillento y grumoso.

—Creo que no lo he tomado nunca —respondió, esperando desalentarle.

—No importa —insistió Gandhi—, siempre hay una primera vez para cada cosa. Inténtelo.

Movido por su sentido del deber, así como por su cortesía natural, Mountbatten aceptó una cucharada.

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