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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (23 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Si Mohammed Ali Jinnah hubiera sido un cualquiera, su médico le habría enviado inmediatamente a un sanatorio. Pero Jinnah no era un enfermo como los demás. A su salida del hospital, el doctor Patel le recibió en su despacho. Sabía que Jinnah estaba quemando sus últimas fuerzas: desde hacía diez años, solamente sobrevivía «a golpe de whisky, de voluntad y de cigarrillos».

El doctor Patel reveló la verdad a su paciente: padecía un mal inexorable y debía cambiar radicalmente su forma de vida. Si no reducía sus actividades, se sometía a largos y frecuentes períodos de reposo y dejaba de beber y de fumar, no podía esperar vivir más que unos pocos meses.

Jinnah escuchó el veredicto sin inmutarse. No podía ni considerar, explicó, la posibilidad de abandonar el combate de toda su vida por un lecho de agonizante. Nada, excepto la tumba, le apartaría de la tarea que se había fijado: asumir el destino de los musulmanes de su país en esta encrucijada crítica de su historia. Estaba dispuesto a reducir su ritmo, pero sólo en la medida en que lo permitiesen los deberes históricos de su cargo.

Jinnah sabía que, si Nehru y sus adversarios del Congreso se enteraban de que estaba a punto de morir, podía cambiar toda la perspectiva política. Eran capaces de esperar su muerte para desmantelar su gran sueño del Pakistán ejerciendo presión sobre sus colegas más maleables de la Liga musulmana. Impuso, pues, un secreto absoluto sobre su enfermedad.

Sostenido por inyecciones diarias, Jinnah volvió a su trabajo sin hacer la menor concesión a las prescripciones de su médico. No estaba dispuesto a dejar que su cita con la muerte le arrebatara su cita con la Historia. Con sobrehumano valor, luchó hasta el fin para alcanzar su objetivo. «La rapidez —le había dicho a Mountbatten en su primera discusión sobre el futuro de la India— es la esencia de su contrato». La rapidez se convertía en la esencia del contrato personal de Mohammed Ali Jinnah con el destino
[12]
.

Los once caballeros reunidos en torno a la mesa ovalada de la sala del consejo que esperaban con respeto a que Lord Mountbatten abriese sus debates eran, en cierto modo, los descendientes de los padres fundadores de la
East India Trading Company
. Tres siglos y medio antes, sus antecesores, ávidos de riquezas, lanzaron a Inglaterra a la conquista de la India. Gobernadores de las once provincias de la India británica, eran los pilares del Imperio. Habían alcanzado el apogeo de una carrera enteramente consagrada a su servicio y saboreaban ahora los privilegios con que soñaran en los aislados puestos de sus años jóvenes. Solamente dos eran indios.

Sumamente competentes y entregados por completo a su cargo, estos hombres aportaban a la India el fruto de una experiencia sin igual; recibían a cambio una existencia fastuosa. Sus residencias oficiales eran verdaderos palacios atendidos por legiones de sirvientes. Su autoridad se extendía sobre territorios tan vastos y poblados como los más grandes países de Europa. Recorrían sus provincias en lujosos vagones especiales, sus ciudades en «Rolls-Royce» escoltados por lanceros cubiertos por turbantes. Sus junglas, sobre elefantes engualdrapados.

Sentados alrededor del virrey por orden de precedencia, se encontraban, primeramente, los representantes de tres grandes presidencias, las de Bombay, Madrás y Bengala. Venían luego los gobernadores de las demás provincias; el Penjab, Sind con su puerto de Karachi, las Provincias unidas, Bihar, Orissa, Assam, en los confines de la frontera birmana, las Provincias centrales y, por último, la provincia del Norte que custodiaba el paso de Khyber y la frontera indo-afgana.

Para Mountbatten, esta confrontación constituía una prueba delicada. A sus cuarenta y seis años, él era el más joven de todos. Desembarcaba en Nueva Delhi sin ninguno de los títulos habitualmente requeridos para su alto cargo, tales como una ejemplar carrera parlamentaria o un brillante pasado de administrador. No estaba apenas familiarizado con los problemas de este país en que la mayoría de los gobernadores habían pasado toda su vida, penetrándolo hasta su médula, aprendiendo sus dialectos, convirtiéndose, como algunos, en expertos mundialmente famosos de su complicada historia. Estos hombres, orgullosos de su pasado, no podían por menos de acoger con escepticismo los planes de aquel joven neófito recién desembarcado.

Mountbatten estimaba, no obstante, que su falta de experiencia india no constituía verdaderamente una desventaja. Si ellos, esos especialistas, se habían mostrado incapaces de proponer la menor solución al embrollo indio, era sin duda «porque estaban demasiado apegados a la vieja escuela imperial y todos sus esfuerzos tendían, en el fondo, a preservar el sistema existente».

Abrió los debates invitando a cada gobernador a trazar un cuadro de la situación en su provincia. Los relatos de ocho de ellos no eran demasiado alarmantes: en conjunto, reinaba la calma en sus territorios. No ocurría lo mismo con las tres provincias críticas: el Penjab, la provincia fronteriza del Noroeste y Bengala.

Con el rostro tenso y ojeroso a consecuencia de la fatiga, tomó la palabra Sir Olaf Caroe, gobernador de la frontera y guardián del desfiladero por donde, durante treinta siglos, se habían precipitado los conquistadores de la India. Llevaba tres días sin dormir a causa del aluvión de telegramas que le anunciaban nuevos incidentes. En aquellos confines del Imperio se había desarrollado casi toda la carrera de Caroe. Ningún etnólogo viviente podía pretender rivalizar con él en el conocimiento de los belicosos pathans, de su lengua, de su cultura. Su capital, Peshawar, albergaba todavía uno de los bazares más pintorescos de Asia; todas las semanas llegaba de Kabul una caravana de camellos cargados de pieles, de azúcar, de opio, de tapices, vajillas de plata, relojes, productos de un fructífero contrabando procedente del mundo entero, incluida la URSS. Las cuevas excavadas en las montañas constituían un laberinto de talleres secretos de los que salían resplandecientes armas destinadas a los masudis, a los afridis, a los wazirs, esos legendarios guerreros de las tribus pathans.

La situación en la provincia fronteriza del Noroeste corría el riesgo de degradarse, anunció Olaf Caroe, y en ese caso podía realizarse la vieja pesadilla británica de las hordas de invasores volcándose desde el Noroeste para forzar las puertas del Imperio. Las tribus pathans instaladas en Afganistán sólo esperaban la ocasión para desparramarse por el paso de Khyber sobre Peshawar y el valle del Indo, a la conquista de territorios que reivindicaban desde hacía un siglo. «Si no tomamos medidas urgentes —declaró—, se nos va a venir encima una crisis internacional».

El cuadro trazado por Sir Evan Jenkins, el taciturno gobernador del Penjab, era más sombrío aún. Galés de origen, Jenkins se había consagrado al Penjab con la misma pasión que Caroe por su provincia fronteriza. Su entrega era tan total que sus detractores acusaban al viejo solterón de haberse casado con su Penjab «hasta el punto de olvidar así que existía el resto de la India». Toda solución al problema indio, declaró, no dejaría de originar disturbios en su provincia. Sería necesario por lo menos un Cuerpo de ejército para mantener allí el orden en el caso de que se decidiera la partición. «Es absurdo predecir que el Penjab arderá si es dividido —concluyó—, se encuentra ya en llamas».

El gobernador Sir Frederick Burrows, estaba ausente a consecuencia de una leve enfermedad, pero el informe sobre la situación en Bengala que presentó su adjunto era tan alarmante como los dos anteriores.

Cuando hubo terminado esta exposición, Mountbatten hizo distribuir a cada gobernador un documento que contenía, explicó, las grandes líneas «de uno de los planes en estudio para resolver la situación». A fin de «facilitar la designación», había sido bautizado con el nombre de «Plan Balcanes». Era el boceto del plan de partición de la India que el virrey había pedido una semana antes a su director de Gabinete, Lord Ismay.

Una onda de choque pareció recorrer la asamblea mientras los gobernadores hojeaban las primeras páginas. A la vez arquitectos y defensores de la unidad de la India, estos hombres habían consagrado su vida a luchar por consolidarla, y he aquí que Gran Bretaña pensaba ahora en destruirla.

El plan —cuyo nombre estaba inspirado en la fragmentación de los Balcanes en una multitud de Estados después de la guerra de 1914-1918— daba a cada una de las once provincias indias la opción de integrarse, bien en el Pakistán, bien en la India; o, incluso, si la mayoría de sus habitantes hindúes y musulmanes así lo decidían, hacerse independiente.

Mountbatten precisó que «no abandonaría a la ligera toda esperanza de conservar la unidad de la India». Quería que el mundo entero supiese que los ingleses hacían todo lo que estaba en su mano por salvaguardarla. Pero, si Gran Bretaña fracasaba, era esencial que el mundo supiese también que era «la opinión india y no una decisión británica quien había dictado la elección de la partición». Por su parte, creía que el Pakistán sería un Estado tan poco viable que sus responsables no tardarían en querer regresar «al regazo de una India reunificada».

Los once hombres, encarnaciones de la sabiduría colectiva que había gobernado la India durante un siglo, acogieron sin entusiasmo esta perspectiva: según ellos, la partición no podía aportar la solución al dilema indio. Sin embargo, no se opusieron a ella. En realidad, no tenían nada que proponer.

Aquella noche, en el comedor de honor del palacio, donde los retratos de los diecinueve virreyes de la India parecían contemplarles como jueces surgidos del pasado, los gobernadores, acompañados por sus esposas, clausuraron su última conferencia con un banquete solemne presidido por Lord y Lady Mountbatten. Al final de la cena, los criados llevaron unas garrafas de Oporto. Cuando todas las copas estuvieron llenas, Lord Mountbatten, en pie, levantó la suya. Nadie lo notaba aún, pero con este gesto finalizaba una época. Nunca más propondría un virrey de la India a sus gobernadores el brindis que ahora pronunciaba Mountbatten por su propio primo:

—Ladies and Gentleman, to The King-Emperor!

El impresionante cono blanco del Nanga Parbat quedó enmarcado en las ventanillas del avión. Lanzaba hacia el cielo su vertiginosa cumbre de ocho mil metros que dominaba orgullosamente a los demás picos. En toda la amplitud del horizonte, los pasajeros podían admirar las nevadas laderas de una de las mayores cordilleras del mundo, el Hindukush, formidable muradla que separa el subcontinente indio de la inmensidad de las estepas rusas. El aparato viró hacia el Sur y sobrevoló la serpiente centelleante del Indo para emprender el descenso hacia las tapias y los tejados de tierra seca que cuadriculaban la ciudad de Peshawar, capital de la provincia fronteriza del Noroeste.

Al tomar tierra el avión, los viajeros divisaron una multitud en movimiento contenida por un delgado cordón de policías en torno al aeródromo. Mountbatten había decidido suspender momentáneamente sus negociaciones en su climatizado despacho de Nueva Delhi para ir a tomar la temperatura política de las dos provincias del Noroeste. La noticia de su visita se había extendido como un reguero de pólvora por toda la región. Desde hacía veinticuatro horas, azuzados por los militantes de la Liga musulmana de Jinnah, decenas de millares de hombres convergían sobre Peshawar. Llegados en camiones, en autobuses, a caballo, a pie, en
tonga
, en trenes especiales, cantando y blandiendo sus armas, se derramaban sobre la capital de la provincia para entregarse a la mayor manifestación de su historia.

Estas gentes de piel clara de las belicosas tribus pathans se disponían a ofrecer a Mountbatten un inesperado recibimiento. Excitados por el calor y el polvo, desbordando a sus jefes, vibraban con un mismo y frenético deseo de gritar su apoyo a la causa del Pakistán. La Policía había logrado canalizar el torrente hacia la amplia explanada que se extendía entre el terraplén de la vía férrea y las murallas del viejo fuerte mogol de Peshawar. Pero, en su creciente impaciencia, amenazaban continuamente turbar la vista del virrey y de su esposa con el crepitar de sus fusiles.

La presencia en Peshawar de estas muchedumbres se debía a la paradójica situación de la provincia fronteriza. Aunque musulmana en un 93%, su población había votado siempre por el partido hindú del Congreso. El dirigente local era un jefe tribal musulmán llamado Abdul Ghaffar Khan, coloso barbudo que recordaba a un profeta del Antiguo Testamento. Había consagrado su vida a predicar el mensaje de amor y de no violencia a aquellos guerreros para quienes la venganza de sangre era una tradición sagrada. Apodado el «Gandhi de la Frontera», este singular personaje había conservado el apoyo popular hasta el día en que, fiel al Mahatma, se había alzado contra la pretensión de Jinnah de crear un Estado musulmán. Influida por los agentes de la Liga musulmana, la población tornóse finalmente contra Abdul Ghaffar Khan y el Gobierno provincial que había instaurado en Peshawar.

La presencia de esta aullante multitud llegada para recibir a Mountbatten, su mujer y su hija Pamela, de diecisiete años, demostraba que era Jinnah y no «el Gandhi de la Frontera» quien atraía hoy los sufragios de esta provincia.

Visiblemente inquieto, el gobernador, Sir Olaf Caroe, se apresuró a conducir a los visitantes a su residencia, custodiados bajo fuerte escolta. Cien mil manifestantes ocupaban la explanada próxima, prontos a desbordarse. Si lo conseguían, las fuerzas de seguridad no tendrían más remedio que abrir fuego. A consecuencia de ello, se produciría una matanza, que ahogaría en un baño de sangre las esperanzas que aportaba el reinado de Mountbatten.

Contra el parecer de los jefes de la Policía y del Ejército, que consideraban una locura el proyecto, el gobernador sugirió al virrey que se mostrara a la multitud para intentar apaciguarla. «De acuerdo, acepto el riesgo», dijo Mountbatten. Para desesperación de los responsables de su seguridad, Edwina exigió acompañarle.

Pocos minutos después, un jeep los depositaba juntamente con el gobernador, al pie del terraplén del ferrocarril. Mountbatten tomó de la mano a su mujer, y ambos escalaron el montículo. Desde aquel precario dique, descubrieron a sus pies a la multitud aullante y hostil. El suelo temblaba bajo los pies de los manifestantes, cuyos gritos y cuyo frenesí encarnaban la violencia de las pasiones que agitaban aquella primavera a las desesperadas masas indias. Torbellinos de polvo ascendían hacia el cielo; los aullidos desgarraban la atmósfera saturada de calor. Lord y Lady Mountbatten se sintieron un instante dominados por el vértigo. Había llegado el momento de la verdad para la operación «Seducción», un momento en el que todo podía derrumbarse.

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