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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (9 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Dotado de una instintiva comprensión del carácter germánico, Mountbatten siguió con creciente inquietud la ascensión de Hitler y el rearme alemán. Observaba igualmente con tristeza y sin ilusiones la evolución del régimen político que había expulsado del trono de los zares a su tío Nicolás II. En el transcurso de los años treinta, los Mountbatten fueron dedicando cada vez menos tiempo a actividades mundanas para consagrarse con preferencia a alertar a sus amigos y a los responsables políticos sobre la inminencia de un conflicto que veían aproximarse ineluctablemente.

En junio de 1939, Louis Mountbatten recibió con orgullo el mando de una flotilla de destructores. Su navío, el
Kelly
, le fue entregado el 23 de agosto. Pocas horas más tarde, la radio anunció la firma de un pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. El comandante del
Kelly
comprendió al instante el alcance de esta noticia: la guerra era sólo cuestión de días. Ordenó a su tripulación trabajar sin descanso a fin de que el buque estuviera listo para hacerse a la mar en tres días, en lugar de las tres semanas habituales.

Once días más tarde, cuando estalló la guerra, Mountbatten, con una brocha en la mano, suspendido en el vacío junto a uno de los flancos del destructor, estaba ocupado, en unión de sus marineros, en camuflar el
Kelly
. Al día siguiente, el buque capturaba su primer submarino alemán. «No daré jamás la orden de abandonar el barco —había precisado Mountbatten a su tripulación—. Solamente lo abandonaremos si zozobra bajo nuestros pies». El
Kelly
escoltó convoyes a través del Canal de la Mancha, persiguió a los torpederos alemanes en el Mar del Norte, acudió, entre la niebla y bajo las bombas, en auxilio de los seis mil supervivientes de la desventurada expedición de Narvik. En el Mar del Norte, un torpedo destrozó su popa y destruyó sus calderas. Mountbatten se negó a hundir el navío; evacuó a la totalidad de la tripulación y pasó una noche, solo, en el barco a la deriva. Después de lo cual, con dieciocho voluntarios logró hacerlo remolcar a puerto.

Un año más tarde, en mayo de 1941, frente a las costas de Creta, la suerte abandonó al
Kelly
. Alcanzado de lleno por una bomba, se fue a pique en pocos minutos. Fiel a su juramento, Lord Mountbatten permaneció en el puente hasta que su buque se sumergió bajo las olas. Durante horas, aferrado con los supervivientes a la única balsa prisionera del mazut, mantuvo su moral haciéndoles cantar aires populares bajo los disparos de los bombarderos alemanes. Mountbatten recibió la cruz de la
Distinguished Service Order
, la más alta recompensa británica, después de la Victoria Cross, por el valor en combate, y su navío el imperecedero recuerdo de la película de Noel Coward
In Which We Serve
.

Cinco meses después, Churchill, buscando un hombre audaz para dirigir las «Operaciones combinadas» —fuerza de desembarco creada para poner a punto las técnicas de la futura invasión del continente—, recurrió a Mountbatten. Ninguna misión podía satisfacer mejor su curiosidad científica y, a la vez, su imaginación. Jurándose no rechazar jamás
a priori
una idea nueva, abrió su cuartel general a toda una legión de creadores, de sabios, de técnicos, de genios y de chiflados. Algunos de sus proyectos, como un iceberg-portaaviones de agua de mar helada mezclada con pasta de madera, pertenecían al campo de la más disparatada fantasía. Otros fueron brillantes: así,
Pluto
, el oleoducto submarino que atravesaría un día el Canal, al igual que los puertos artificiales y las pinazas que permitirían el desembarco en Normandía. Estas realizaciones le habían valido a su promotor el ser nombrado, a los cuarenta y tres años de edad, comandante supremo interaliado del Sudeste asiático.

Ahora, cuando, a los cuarenta y seis años, se disponía a asumir la tarea más difícil de su carrera, se encontraba en la cumbre de sus facultades físicas e intelectuales. La guerra en el mar y el ejercicio de altas responsabilidades habían avivado su poder de decisión y desarrollado su aptitud natural para el mando. No era ni un filósofo ni un pensador abstracto, pero poseía un penetrante espíritu analítico. No creía más que en el éxito. Siendo joven oficial, llevó un día a su tripulación a una victoria fulgurante en una regata de yolas gracias a una especial manera de remar que había ideado. Criticado por el estilo fantasista que acababa de introducir, adujo secamente que lo único importante era «cruzar el primero la línea de meta».

Una inagotable confianza en sí mismo, que sus detractores preferían calificar como orgullo, sostenía a esta mentalidad de vencedor. Cuando Churchill le ofreció el puesto de mando en Asia, pidió veinticuatro horas de reflexión.

—¿Por qué? —gruñó Churchill—. ¿No se siente usted capaz de ello?

—Señor —replicó Mountbatten—, padezco el defecto congénito de considerarme capaz de todo.

Durante las semanas siguientes el bisnieto de la reina Victoria no tendría demasiada de esta inalterable confianza en sí mismo.

Primera estación del viacrucis de Gandhi:
cómo utilizar la luz del sol

En todas las aldeas se repetía el mismo ceremonial. A su llegada, el más célebre asiático viviente se dirigía hacia una cabaña, preferentemente la de un musulmán, y pedía hospitalidad. Si era rechazado —lo cual ocurría a veces—, Gandhi iba a llamar a otra puerta. «Si nadie quiere recibirme —había confiado—, me conformaré con la acogedora sombra de un árbol». Vivía del escaso alimento que sus anfitriones le ofrecían; fruta, legumbres, leche de cabra cuajada, leche de nuez de coco.

Sus jornadas se desarrollaban siguiendo un plan rigurosamente calculado al minuto. El tiempo era una de sus obsesiones. Cada minuto de la vida era un don de Dios que debía ser consagrado al servicio del hombre. El empleo de su tiempo era, pues, regulado por uno de los pocos objetos que poseía, un viejo reloj «Ingersoll» de ocho chelines que llevaba atado a la cintura con una cuerdecita. Se levantaba a las dos de la madrugada para leer el
Gita
y recitar sus oraciones. Luego, sentado en cuclillas sobre la tierra aplastada, contestaba el correo…, con un lápiz. Utilizaba los lápices hasta que no podía ya sostenerlos en la mano, pues a sus ojos representaban el fruto del trabajo de uno de sus hermanos, y derrocharlo habría sido dar muestras de indiferencia hacia este trabajo. Todas las mañanas, a la misma hora, se administraba una lavativa de agua con sal. Adepto apasionado de los tratamientos naturales, Gandhi estaba convencido de los beneficios de esta cura para eliminar las toxinas de sus intestinos. Un discípulo sabía que formaba verdaderamente parte de su intimidad cuando el Mahatma le invitaba a administrarle su lavativa. Al amanecer, Gandhi salía de paseo para encontrarse con los aldeanos y conversar con ellos.

Creó un método para devolver la calma y la seguridad a la región: un método típico de su estilo. En cada aldea, buscaba un responsable hindú y un responsable musulmán dispuestos a escuchar su mensaje. Cuando los encontraba, los convencía para que se instalaran juntos bajo el mismo techo. Ambos se convertían entonces en garantes de la paz de la aldea. En el caso de que sus conciudadanos atacasen a la comunidad hindú, el jefe musulmán se comprometía a emprender un ayuno hasta la muerte. El hindú hacía el mismo juramento.

Por los caminos cubiertos de sangre de Noakhali, Gandhi no limitaba su acción a exorcizar el odio predicando la fraternidad entre musulmanes e hindúes. En cuanto notaba que la atmósfera de una aldea evolucionaba en su favor, su mensaje de amor se abría a otras enseñanzas más vastas. La India eran para él todos los poblados perdidos e inaccesibles, como esas aldeas que atravesaba cada día. Las conocía mejor que nadie. Quería que la nueva India plantara en ellas sus cimientos, y, para ello, era preciso arrancarlas a la rutina de su existencia.

«Me propongo mostraros también la manera de conservar la limpieza del agua de vuestra aldea y la de vuestros cuerpos —anunciaba a los habitantes—. Voy a enseñaros cómo hacer el mejor uso de la tierra de que están hechos vuestros cuerpos; cómo extraer la fuerza debida del infinito del cielo por encima de vuestras cabezas; cómo reforzar vuestra energía vital respirando el aire que os rodea; cómo utilizar juiciosamente la luz del sol».

El viejo profeta era inagotable. Tenía una irreductible confianza en la realidad de los actos concretos. Con gran indignación por parte de muchos de sus discípulos, que consideraban que debía adoptarse un orden de prioridades diferentes, Gandhi ponía un meticuloso cuidado y una atención idéntica en la tarea de confeccionar una cataplasma de arcilla para un leproso y en la de preparar una discusión con el virrey. Así, acompañaba a los aldeanos a sus pozos. A menudo les ayudaba a elegir un emplazamiento mejor. Inspeccionaba las letrinas comunes o, si el poblado no las poseía —como ocurría generalmente—, les indicaba cómo construirlas, ayudando él mismo en las obras. Convencido de que las malas condiciones higiénicas eran la causa de la elevada tasa de la mortalidad india, luchaba desde hacía años contra las viejas costumbres de escupir, de sonarse y hacer sus necesidades allá donde la mayoría de las personas caminaban descalzas. «Si nosotros, los indios, escupiéramos todos al mismo tiempo —había imaginado un día—, podríamos formar un lago lo bastante profundo como para ahogar en él a trescientos mil ingleses». Pero, en cuanto veía a un campesino que se disponía a escupir en el suelo, le reprendía amablemente. Entraba en las casas para enseñar a los habitantes a confeccionar un filtro de agua potable con carbón de madera y arena. «La diferencia entre lo que hacemos y lo que seríamos capaces de hacer bastaría para resolver la mayor parte de los problemas del mundo», repetía constantemente.

Todas las tardes celebraba una reunión pública de oración, a la que invitaba igualmente a los musulmanes, cuidando de completar siempre la recitación del
Gita
con algunos versículos del
Corán
. Durante estas reuniones, cualquiera podía preguntarle sobre cualquier cosa. Un aldeano le hizo notar una tarde que, en lugar de perder el tiempo en Noakhali, haría mejor en irse a Nueva Delhi para negociar con Jinnah y la Liga musulmana.

«Un jefe —explicó Gandhi— no es más que el reflejo del pueblo que dirige. Ahora bien, el pueblo necesita primero ser guiado para hacer la paz consigo mismo». Luego, añadió: «El deseo del pueblo de vivir en fraternal armonía acabará ineludiblemente reflejándose en la acción de sus jefes».

Consideraba que una aldea había comprendido su mensaje cuando la población musulmana aceptaba dejar que regresaran los aterrorizados hindúes. Entonces se ponía en camino hacia otro poblado, a quince o veinte kilómetros de allí. Su marcha tenía lugar invariablemente a las siete y media. Con Gandhi a la cabeza, su pequeño grupo salía de la aldea en medio de los mangles y de las charcas donde los patos y las ocas cloqueaban a su paso. Se abría un difícil camino por estrechos senderos erizados de piedras cortantes y de raíces, a través de los pantanos y la maleza. A veces la pequeña caravana se hundía en el barro hasta las rodillas. Cuando cubría la etapa siguiente, los pies descalzos del viejo Mahatma no eran con frecuencia más que una pura llaga. Antes de proseguir su acción, Gandhi los sumergía en una palangana de agua caliente y, luego, se abandonaba al único bienestar que se concedía durante su viacrucis. Dejaba que Manu, su fiel y encantadora sobrina-nieta, le aliviara dándoles masaje… con una piedra.

El profeta de la no violencia
despierta a un continente

Durante treinta años, estos pies martirizados habían llevado a Gandhi a los rincones más apartados de la India, hacia millares de poblados semejantes a los que visitaba hoy, en medio de sórdidas colonias de leprosos, a los arrabales más desheredados, a los salones de los palacios imperiales y las celdas de las prisiones, en búsqueda de la finalidad de su vida, la liberación de la India.

Mohandas Gandhi era un escolar de ocho años cuando la bisabuela de Jorge VI y de Louis Mountbatten había sido proclamada Emperatriz de la India en una llanura próxima a Delhi. Para él, esta grandiosa ceremonia estuvo siempre asociada a una canción que canturreaba entonces con sus compañeros en su ciudad natal de Porbandar, a orillas del mar de Omán, a 1.200 km de Delhi:

Ved ese coloso de inglés

Reina sobre el pequeño indio

Porque es un comedor de carne

Tiene seis pies de estatura.

El muchacho cuya fuerza espiritual humillaría un día a los ingleses de seis pies y a su gigantesco imperio no pudo resistir el desafio de esta copla. A escondidas, coció un trozo de cabra y comió la carne prohibida. La experiencia fue desastrosa. El joven Gandhi empezó a vomitar inmediatamente y se pasó la noche soñando que una cabra saltaba dentro de su vientre.

Su padre era el
diwan
hereditario, el Primer Ministro, de un minúsculo principado de la península de Kathiawar, al norte de Bombay, y su madre una persona particularmente piadosa que observaba largos ayunos religiosos.

Curiosamente, el hombre destinado a convertirse en el más grande jefe espiritual de la India de los tiempos modernos no había nacido en la aristocracia hindú, la casta superior de los brahmanes, élite religiosa y filosófica del hinduismo. Su padre pertenecía a la casta de los vacias, la casta de los comerciantes dedicados a los negocios, que ocupa en la jerarquía social hindú una posición relativamente inferior, por encima de los sudras, artesanos y sirvientes, pero por debajo de los brahmanes y los chatrias, los príncipes y guerreros.

Según la costumbre india de la época, Gandhi fue casado a la edad de trece años con una niña totalmente analfabeta llamada Kasturbai. El que, más tarde, habría de ofrecer al mundo un símbolo de pureza ascética descubrió con admiración los placeres de la carne. Cuatro años después, Gandhi y su esposa se entregaban a estos placeres cuando una llamada en la puerta interrumpió sus retozos. Era un sirviente anunciando al joven que su padre acababa de morir. Gandhi quedó horrorizado. Adoraba a su padre. Hacía unos instantes, se encontraba junto al enfermo, intentando aliviarle dándole masajes en las piernas. Pero un violento acceso de deseo sexual le había apartado del lecho del moribundo para ir a despertar a su mujer encinta. A partir de entonces, un indeleble complejo de culpabilidad comenzó a acallar en él las pasiones de la carne.

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