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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (6 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Para transmitir su doctrina Gandhi había recurrido a los métodos más elementales. Escribía de su puño y letra a la gran mayoría de sus corresponsales, pero, sobre todo, hablaba. Hablaba a sus discípulos, a sus fieles en sus reuniones de oración, en las reuniones del partido del Congreso. No utilizaba ninguna de las técnicas creadas para condicionar a las masas y someterlas a la voluntad de agitadores e ideólogos. Sin embargo, su mensaje penetraba profundamente en un continente desprovisto de todo medio moderno de comunicación: Gandhi poseía el arte de los gestos sencillos que hablan al alma de la India. Emprendía acciones de originalidad sorprendente. En un país asolado por el hambre desde hacía siglos, su táctica más eficaz consistía en privarse de alimento, en realizar una serie de ayunos públicos. Ponía de rodillas a Inglaterra bebiendo agua con bicarbonato sódico.

La India mística había reconocido en este frágil hombrecillo, en la luz de sus actos, el genio de un
Mahatma
—una Gran Alma— y le había seguido. Venerado como un santo por sus discípulos, era sin discusión una de las figuras más extraordinarias de su época. Para los ingleses, cuya marcha había acelerado, no era más que un político astuto, un falso mesías cuyas cruzadas no violentas habían terminado siempre en la violencia. Incluso un hombre tan benévolo como el mariscal Wavell, el virrey a quien iba a suceder Mountbatten, le consideraba como «un viejo líder maléfico…, hábil, obstinado, tiránico, trapacero, con muy poca santidad auténtica».

Pocos eran los ingleses que, habiendo negociado con él, le habían comprendido, y menos aún los que le querían. Era comprensible su turbación ante el hombrecillo. Mezcla sorprendente de grandes principios morales y de obsesiones absurdas, no vacilaba en interrumpir graves discusiones políticas para disertar sobre las ventajas de la continencia o las causas del estreñimiento.

Allá donde iba Gandhi estaba la capital de la India, se decía. En este uno de enero de 1947, ese honor correspondía a la aldea bengalí de Srirampur, desde la que el Mahatma, tendido bajo sus cataplasmas de arcilla, ejercía su autoridad sobre todo un continente sin el auxilio de las ondas de la radio, sin electricidad, sin agua corriente, a cincuenta kilómetros del teléfono o del telégrafo más próximos. El distrito de Noakhali, al que pertenecía la aldea de Srirampur, era una de las regiones más inaccesibles de la India, un laberinto de pantanos y de islotes perdidos en medio del delta formado por el Ganges y el Brahmaputra. En una superficie de apenas sesenta kilómetros cuadrados vivían dos millones y medio de seres humanos, el ochenta por ciento de los cuales eran musulmanes. Se amontonaban en miserables aldehuelas separadas por toda una red de canales, de ríos. Solamente podía llegarse a ellas en lancha, a bordo de barcazas tiradas por búfalos o por pasarelas de bambú peligrosamente suspendidas sobre unas aguas fangosas generalmente cubiertas por una alfombra de jacintos silvestres.

Esta fiesta de Año Nuevo hubiera debido ofrecer a Gandhi la ocasión de especiales alegrías. ¿No estaba a punto de alcanzar el fin que había movilizado todas sus fuerzas desde hacía más de treinta años? Cuando se perfilaba ya el término glorioso de su combate, Gandhi padecía sin embargo, una profunda desesperación, cuyos motivos aparecían manifiestamente ostensibles a su alrededor en Srirampur. Esta aldea tenía la triste gloria de haber figurado en los despachos cuya gravedad había acelerado la decisión de Clement Attlee. Excitados por jefes fanáticos y por los relatos de las atroces represalias perpetradas contra los suyos en Calcuta, los musulmanes del distrito de Noakhali habían atacado a las minorías hindúes que compartían sus poblados. Habían matado, violado, saqueado, incendiado y obligado a sus vecinos a comer la carne de las vacas sagradas. La mitad de las chozas de Srirampur no eran más que ruinas ennegrecidas. Incluso la cabaña que habitaba Gandhi habia resultado parcialmente destruida por el fuego.

Estas explosiones de violencia continuaban siendo todavía casos aislados, pero existía el riesgo de que las pasiones que las habían desencadenado se extendieran rápidamente a todo el subcontinente. Iniciados en Calcuta, estos sanguinarios disturbios se habían propagado ya a la provincia de Bihar, donde, esta vez, los hindúes habían matado musulmanes con igual salvajismo. Su amplitud justificaba la angustia del Primer Ministro británico y su voluntad de enviar urgentemente a Mountbatten a Nueva Delhi.

Explicaba también la presencia de Gandhi en Srirampur. El hecho de que sus compatriotas hubieran podido lanzarse con semejante locura homicida unos contra otros en el instante triunfal de su libertad era algo que destrozaba el corazón del anciano. Le habían seguido por el camino de la independencia, pero no habían comprendido la doctrina fundamental de su acción. Gandhi creía apasionadamente en la no violencia. El holocausto que el mundo acababa de vivir, el espectro de la destrucción nuclear que le amenazaba hoy, le demostraban de manera indiscutible que sólo la no violencia podía salvar a la Humanidad. Deseaba desesperadamente que la nueva India pudiera mostrar a Asia y a la tierra entera un camino no violento para lograr la redención del hombre. Pero, si su pueblo se apartaba de los principios mismos que él había utilizado para guiarle hasta la libertad, ¿qué quedaría de sus esperanzas? Una tragedia que transformaría la independencia en un triunfo inútil.

En este día de Año Nuevo de 1947, la amenaza de una partición de la India afligía igualmente a Gandhi. Todas las fibras de su ser se rebelaban contra la división de su amado país que exigían los jefes musulmanes de la India y que muchos ingleses estaban dispuestos a aceptar. A sus ojos, los diferentes pueblos indios y sus creencias estaban tan inextricablemente mezclados como los entrelazados hilos de un tapiz oriental. Estaba firmemente convencido de que la India no podría ser dividida sin que quedara destruida la esencia de su realidad, como un tapiz no puede ser desgarrado sin que quede rota la armonía de su dibujo.

Cuando las primeras matanzas religiosas ensancharon el abismo que separaba a las comunidades hindúes y musulmanas, Gandhi había exclamado en un grito de congoja: «No percibo ninguna luz en la impenetrable noche. Los principios de verdad, de amor y de no violencia que me han sostenido durante cincuenta años parecen desprovistos de las cualidades que yo les había atribuido».

Había acudido a la devastada aldea de Srirampur con el fin de buscar nuevas razones para creer, de encontrar un medio para curar la enfermedad, de impedir que contaminara y devorase a la India entera. Había recorrido el poblado durante varios días, hablando con los habitantes, rezando y meditando a la escucha de su «voz interior» que con tanta frecuencia le había iluminado en momentos de crisis.

Esta noche del uno de enero, convocó a sus discípulos. Su «voz interior» le había hablado por fin. Así como los santos hombres de la India habían atravesado antaño descalzos el continente para ir a rezar en sus santuarios, él iba a emprender una peregrinación de penitencia a través de las aldeas del distrito de Noakhali devastadas por el odio. En siete semanas, caminando descalzo en señal de mortificación, Gandhi iba a recorrer 185 km y visitar 47 aldeas. Él, un hindú, iba a aventurarse entre aquellos musulmanes enfurecidos, corriendo de pueblo en pueblo, de cabaña en cabaña, para intentar hacer volver la paz con el solo bálsamo de su presencia.

Dejemos que los políticos se enzarcen en Nueva Delhi en discusiones interminables sobre el futuro de la India, declaró. Como siempre había ocurrido, las verdaderas soluciones a los problemas de la India deberían ser encontradas en sus aldeas. «Éste será mi último gran intento», confió. Si lograba «encender nuevamente la lámpara de la fraternidad» en estas aldeas sometidas a la maldición de la sangre y el rencor, su ejemplo inspiraría a la nación entera. Aquí, en Noakhali, esperaba poder enarbolar de nuevo la antorcha de la no violencia para conjurar los demonios de la intolerancia y de la división que asediaban a la India.

Para esta peregrinación de penitencia, Gandhi no deseaba más compañero que Dios. Sólo le acompañarían cuatro discípulos y vivirían todos de la caridad de los campesinos. Manu, su fiel sobrina-nieta de diecinueve años, metió en su hatillo de ropa un lápiz y papel, hilo y una aguja, un cuenco de tierra cocida, una cuchara de madera y su rueda de chispas. No olvidó la figurilla de marfil de la que Gandhi no se separaba nunca y que, bajo la forma de tres monos que se tapaban con las manos las orejas, los ojos y la boca, representaba los tres secretos de la sabiduría: «No escuches el mal, no veas el mal, no digas el mal». En una bolsa de algodón, colocó los libros que reflejaban el eclecticismo de este original mensajero de la reconciliación: el
Bhagavad Gita
hindú, un
Corán, Práctica y Preceptos de Jesús
y una selección de pensamientos judíos.

Con Gandhi a la cabeza, el pequeño grupo se puso en camino al salir el sol. Los habitantes de Srirampur acudieron para echar una última mirada a este anciano de setenta y siete años que, encorvado sobre su bastón de bambú, marchaba en busca de su sueño perdido. Al empezar a andar por el sendero, Gandhi entonó un poema de Rabindranath Tagore. Era uno de sus poemas preferidos. Mientras se alejaba, los campesinos oyeron elevarse su débil voz.

«Si no responden a tu llamada —cantaba—, camina solo, camina solo».

El baño de sangre racial y religiosa que Gandhi esperaba contener con su peregrinación de penitente solitario había sido, con el hambre, la maldición más terrible de la India. El gran poema épico hindú, el
Mahabharata
, glorificaba una terrible guerra civil que tuvo lugar 2.500 años antes de Cristo en Kurukshetra, cerca de la actual Delhi. El hinduismo había nacido del contacto brutal y fecundo entre la civilización de las tribus arias llegadas del Irán y la de las poblaciones aborígenes de la región del Indo. Los arios trajeron consigo el Veda, recopilación del saber, que los sabios de la India desarrollaron y que se convirtió en el fundamento de la religión hindú.

La religión de Mahoma había llegado mucho más tarde, después de que las hordas de Gengis Khan y de Tamerlán hubieron forzado el cerrojo del paso del Khyber para desparramarse sobre la gran llanura indogangéstica hindú. Durante dos siglos, los emperadores mogoles musulmanes habían impuesto su dominación soberbia e implacable sobre una gran parte de la península, difundiendo el mensaje de Alá, único y misericordioso.

Las dos grandes religiones así injertadas en el cuerpo de la India estaban fundadas en dos concepciones distintas de la divinidad. Mientras el Islam se apoya en una persona —el profeta Mahoma— y en un texto concreto —el
Corán
,—, el hinduismo es una religión sin fundador, aunque revelada, sin dogma, sin liturgia, sin iglesia. Para el Islam, el creador se desliga de su creación, ordena y reina sobre su obra. Para los hindúes, el creador y su creación no son más que una misma cosa. Dios no es un personaje que tenga una existencia separada de su manifestación sin límites.

Los hindúes creen que Dios está presente en todas partes y es en todas partes el mismo, bajo los aspectos más variados. Dios
es
las plantas, los animales, el fuego, la lluvia, el falo, los insectos, los planetas, las estrellas. Dios
es
el hombre en su locura y su sabiduría. No hay para los hindúes más que una sola falta, la
avidya
, la ignorancia: no «ver» la evidencia de la presencia de Dios en todas las cosas.

Para los musulmanes, por el contrario, Alá es un absoluto tan lejano que el
Corán
prohíbe su representación bajo cualquier forma. Una mezquita es un lugar desnudo. Las únicas decoraciones permitidas en ella son motivos abstractos o la incansable repetición de los noventa y nueve nombres de Alá. Un templo hindú es todo lo contrario: un inmenso bazar espiritual, un batiburrillo de diosas con el cuello enguirnaldado de serpientes, de dioses con seis brazos o con cabeza de elefante, de monos encantadores, dé jóvenes vírgenes e, incluso, de representaciones eróticas.

Los musulmanes se reúnen para una oración semanal en común, prosternándose juntos en dirección a La Meca y salmodiando a coro los versículos del Corán. El hindú reza solo, eligiendo él mismo su dios personal, emanación del Dios único, en un asombroso panteón de tres millones de divinidades. Su religión es una jungla tan completa que sólo unos pocos hombres santos que han consagrado la vida a su estudio pueden ver claro en ella. El principio básico, en la medida en que sea lícito simplificar hasta ese punto, explica el misterio de la vida por la acción de una trinidad de dioses, Brahma el creador, Siva el destructor, Vishnú el preservador, expresiones de fuerzas cósmicas que se manifiestan en el mundo y aseguran su equilibrio en una creación continua. Vienen luego todas las demás divinidades, los dioses y las diosas de las estaciones, del clima, de las cosechas y de las enfermedades del hombre, tales como Mariamma, la diosa de la viruela, venerada con una fiesta anual extrañamente parecida a la Pascua judía.

Sin embargo, lo que más separaba a los hindúes de los musulmanes no era de orden metafísico, sino social. La gran barrera era el sistema hindú de castas. Según las escrituras védicas, su origen se remonta a Brahma, el Creador. Los brahmanes, la casta más elevada, habían salido de su boca; los chatrias, los guerreros, de sus bíceps; los vacias, los comerciantes, de sus caderas; los sudras, los artesanos, de sus pies. Abajo del todo se encontraban los sin casta, a quienes se llamaba los intocables y que habrían nacido de la tierra. No obstante, esta segregación era mucho menos divina de lo que sugerían los
Vedas
. Había sido utilizada por las clases dominantes arianizadas para perpetuar la esclavización de las poblaciones aborígenes de piel negra que habitaban la península. Por otra parte, se aduce a veces que la palabra sánscrita
varna
, que significa casta, significa también color. La piel negra de los parias de la India revelaría así, de una manera concreta, los verdaderos orígenes del sistema.

Las cinco divisiones originales se multiplicaron como células cancerosas hasta convertirse en cerca de cinco mil subcastas, de ellas sólo 1.886 para los brahmanes. Cada oficio tenía su casta, lo que dividía a la sociedad hindú en una miríada de corporaciones semejantes a compartimientos estancos en el interior de los cuales estaban todos condenados a vivir y morir sin esperanza alguna de evasión. Sus definiciones eran tan precisas que un ferretero, por ejemplo, no pertenecía a la misma subcasta que un hojalatero.

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