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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (66 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Un hombrecillo jovial se reunió con los invitados. Narayan Apté tenía treinta y cuatro años. Administrador del
Hindu Rashtra
, era el socio de Godsé. Todo, sin embargo, parecía enfrentar a estos dos compañeros, empezando por sus ropas. Mientras que Nathuram Godsé llevaba una simple camisa y el austero
dhothi
de los marathas, con los faldones recogidos sobre los muslos, Narayan Apté lucía una elegante chaqueta de
tweed
marrón sobre un pantalón de franela gris. Sus temperamentos no eran menos diferentes. Godsé era brusco, directo; Apté se deslizaba por la vida con la flexibilidad de un felino. Una incipiente calvicie desnudaba la parte anterior de su cráneo, mientras que rizadas guedejas hinchaban su nuca y su altivo perfil. Sonreía con frecuencia, pero a medias. Lo que más llamaba en él la atención eran sus ojos, grandes ojos negros y ardientes que se pegaban al rostro de sus interlocutores. «Apté habla con sus ojos —decía uno de sus amigos—, y cuando sus ojos hablan, las gentes escuchan».

Apté se sentía a sus anchas en el mundo, en tanto que Godsé se apartaba de él. Tenía un alma de planificador, de realizador. Cuando todos los invitados hubieron tomado su café, dio unas palmadas para pedir silencio. Como un presidente de Consejo de Administración analizando un balance ante sus accionistas, evocó la historia del
Hindu Rashtra
. Luego anunció un discurso de su socio. Rígido como un tenor pendiente de la batuta del director de orquesta, Godsé se adelantó.

Mientras pronunciaba sus primeras frases, se abrió una ventana del cuarto piso de un inmueble que dominaba el patio. Una silueta se perfiló con precaución en el vano. Era la de un inspector de Policía. Desde el 15 de agosto, la Policía de Poona ejercía una discreta vigilancia sobre las actividades de los extremistas hindúes de la ciudad. Todos ellos figuraban en los ficheros del C.I.D., la Oficina de Investigación Criminal. Además de los datos habituales, la ficha de Apté contenía la apreciación siguiente: «Puede ser peligroso». Para empezar, Godsé abordó fogosamente los grandes temas que le torturaban desde que Louis Mountbatten anunciara la partición: la actitud de Gandhi, la del Congreso, la división del país.

—Gandhi proclamó un día que la India solamente podría ser dividida sobre su cadáver —exclamó—. La India ha sido dividida, pero Gandhi está vivo.

»La no violencia de Gandhi ha arrojado a los hindúes desarmados en las garras de sus enemigos —continuó—. Hoy, los refugiados hindúes mueren de hambre, y Gandhi asume la defensa de sus opresores musulmanes. Las mujeres hindúes se hacen quemar vivas para escapar de la infamia de la violación, y Gandhi les dice que «la víctima es el vencedor». ¡Una de esas víctimas podría ser mi madre! Nuestra patria ha sido cortada en dos, los buitres se disponen a despedazarla. Las mujeres hindúes son violadas en plena calle. Sin embargo, los eunucos del Congreso presencian impasibles estos ultrajes. ¿Hasta cuándo? Sí, ¿hasta cuándo vamos a tener que soportar esto?

Sudoroso, trémulo, Godsé se interrumpió. Una atronadora salva de aplausos acogió sus palabras. Semejante entusiasmo no tenía nada de sorprendente en esta ciudad de Poona, santuario del nacionalismo hindú desde hacía tres siglos. Su héroe, Shivaji, nacido en las colinas circundantes, había librado una implacable guerra de guerrillas contra el emperador mogol Aurangzeb. Sus dirigentes, los
peswa
—los «guías»—, miembros de una pequeña aristocracia de brahmanes
chitpawan
, «purificados por el fuego», habían resistido a la conquista británica hasta 1817. Luego, antes de la llegada de Gandhi, una legión de militantes, como el gran dirigente Tilak, habían vuelto a enarbolar la bandera del nacionalismo indio.

Los fanáticos hindúes de Poona tenían ahora un nuevo ídolo, un personaje al que veneraban como el auténtico continuador de la obra de Shivaji, de los
peswa
y de Tilak. No se hallaba físicamente presente aquella noche del 1 de noviembre en el patio del
Hindu Rashtra
, pero cuando su parpadeante silueta apareció en el muro del recinto, proyectada por un aparato de cine, un murmullo de respeto inmovilizó a los concurrentes. La imperfección de la imagen y de la voz no podían alterar la fascinante personalidad de Vinayak Damodar Savarkar, apodado «Vir»,
el Bravo
.

Con gafas de montura metálica tras las que ardía una mirada de poseso, con su rostro barbilampiño, sus pómulos salientes, sus labios sensuales crispados en un rictus de crueldad, Savarkar semejaba un asceta de la India antigua. Sobre su afeitada cabeza llevaba un cilíndrico gorro negro, su emblema. Viejo fumador de opio, era también homosexual, pero pocas personas lo sabían.

Ante todo, brillante orador, sus partidarios veneraban en él al Churchill de Maharashtra. En sus feudos de Poona y de Bombay, Savarkar atraía a multitudes más numerosas que el propio Nehru. Al igual que los principales líderes de la India, procedía del foro de Londres. Pero las lecciones que había retenido de su paso por el templo del Derecho eran diferentes de las suyas. La revolución por la violencia y el asesinato político constituían su credo.

Detenido en 1910, en Londres, por haber estado implicado en el asesinato de un alto funcionario británico, logró saltar del paquebote que le llevaba a la India para ser juzgado, y alcanzar a nado un muelle de Marsella. Expulsado de Francia, fue condenado a deportación perpetua al presidio de las islas Andamán, antes de ser liberado al estallar la Primera Guerra Mundial por una amnistía política. Savarkar había organizado entonces la ejecución del gobernador del Penjab e intentado la del gobernador de Bombay. Pero de su estancia en las islas Andamán había extraído una enseñanza, la de colocar entre él y su sicarios tantas pantallas que la Policía no pudiera remontarse hasta él ni inculparle.

Savarkar se había rebelado siempre contra la política de unidad hindú y musulmana y contra la no violencia predicadas por Gandhi y el Congreso. Su doctrina, la
Hindutva
, preconizaba la superioridad racial hindú, y acariciaba el sueño de reconstruir un gran imperio que se extendiera desde las fuentes del Indo hasta las del Brahmaputra, desde las nieves del Himalaya hasta el cabo Comorin. Odiaba a los musulmanes: en la sociedad hindú que proyectaba, no les concedía ningún puesto.

En dos ocasiones presidió los destinos del
Hindu Mahasabha
, «la Gran Reunión Hindú», partido nacionalista de extrema derecha. Pero la vigilante atención de este fanático se había centrado, sobre todo, en la organización de su fascistizante prolongación paramilitar, el R.S.S.S. Su núcleo era una sociedad secreta, el
Hindu Rashtra Dal
, «La secta de la nación hindú», fundada por él en Poona el 15 de mayo de 1942. Cada uno de sus miembros prestaba juramento de fidelidad personal a Savarkar, que ostentaba el título de «dictador» del movimiento. Además de esta ciega sumisión, un lazo más fuerte aún y de otro orden unía al jefe a sus discípulos, el lazo más significativo de la sociedad hindú, el de la casta. Todos habían nacido brahmanes
chitpawan
de Poona, los sucesores «purificados por el fuego» de los peswa que gobernaron bajo Shivaji. Nathuram Godsé y Narayan Apté, los dos directores del periódico
Hindu Rashtra
, formaban parte, naturalmente, de esta pequeña aristocracia.

Un religioso silencio siguió a la proyección de la película sobre Savarkar. La breve aparición del mesías hindú había constituido el punto culminante de la velada. Godsé y Apté se dirigieron entonces hacia la rotativa de su periódico, de todos sabido portavoz de Savarkar en esta ciudadela del hinduismo militante. Aclamados por sus invitados, los dos socios posaron para una fotografía. Luego, con un grito de alegría, oprimieron con sus dedos índices unidos el botón de puesta en marcha.

Mientras la máquina comenzaba a imprimir una nueva edición del periódico en el que Godsé denunciaba a lo largo de sus páginas las «infamias» de que se hacían culpables Gandhi y el partido del Congreso, la pequeña reunión se dispersó. El policía que había asistido a toda la velada se disponía a abandonar su puesto de observación cuando su mirada fue atraída por un hombre que conversaba con Apté en un rincón del patio. Este personaje le era bien conocido. Pues su ficha, como la de Apté, llevaba la mención «puede ser peligroso». Este visitante había recorrido cien kilómetros para asistir a la inauguración de la nueva sede del
Hindu Rashtra
. Era Vishnu Karkaré, el propietario de la posada de Ahmednagar, en cuyos brazos se había arrojado Madanlal Pahwa después de lanzar su granada sobre una procesión de musulmanes.

Los dos jóvenes asociados que acababan de poner en marcha su flamante rotativa compartían ardientes convicciones políticas, pero también el privilegio de encontrarse colocados, por su nacimiento, en la casta de los brahmanes, en la cumbre de la jerarquía de la sociedad hindú. Correspondía a esta casta el conocimiento de los ritos sacrificiales y de los textos sagrados revelados — el
Veda
—, que abría el camino al conocimiento más puro y más espiritual. A fin de hallarse en condiciones de asumir plenamente una función tan elevada, los brahmanes no podían, en un principio, entregarse a ninguna otra ocupación. Fueron muchos los que se apartaron del mundo para llegar a la perfecta indiferencia, sin la que no sería posible alcanzar lo absoluto.

Según la tradición, los brahmanes nacen dos veces, como los pájaros. En efecto, así como los pájaros nacen una primera vez a la puesta del huevo y una segunda vez a la salida de su cascarón, los brahmanes nacen primeramente viniendo al mundo y, luego, a la edad de doce o trece años nuevamente, cuando al mismo tiempo que el
mantra
de iniciación reciben el cordón sagrado que los consagra ritualmente. Nathuram Godsé no había empezado realmente a vivir, pues, hasta la edad de doce años, cuando su padre y un grupo de sacerdotes brahmanes, cantando
mantras
, le habían pasado en banderola alrededor del cuello y sobre el hombro izquierdo la fina trenza de algodón que le unía a los demás brahmanes, a sus antepasados y, a través de ellos, a Brahma, el Creador. Menos del cinco por ciento de la inmensa población india podía aspirar a pertenecer a esta élite. Su iniciación había encerrado al joven Godsé en un cerco de innumerables reglas y privilegios.

Éstos no eran de orden económico. El padre de Godsé no ganaba en su profesión de cartero más que quince rupias al mes. Pero este humilde funcionario educó con ahínco a su hijo en la más pura tradición hindú. Desde su más tierna infancia, mucho antes de ser ceñido con su cuerdecilla, Nathuram tuvo que aprender y recitar todos los días los versículos sánscritos de los textos sagrados hindúes.

Como la mayoría de los brahmanes ortodoxos, su padre era vegetariano. Nunca comía en compañía de alguien que no fuese también brahmán. Antes de tomar sus alimentos, procedía a realizar las abluciones rituales y se ponía ropas limpias, lavadas y secadas previamente al abrigo de todo contacto con un ser impuro, como un asno, un cerdo o una mujer en período de menstruación. Si un perro, un niño o un intocable le rozaban cuando se disponía a ingerir sus alimentos, debía privarse de la comida. De acuerdo con los ritos, sólo tocaba los alimentos con los dedos de la mano derecha, después de haber extendido cuidadosamente en el sentido de las agujas del reloj
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unas cuantas gotas de agua alrededor de su plato y apartado una porción de comida para los pájaros y los pobres. Jamás leía mientras comía, pues la tinta es impura y no se pueden hacer bien dos cosas a la vez.

Esta rígida atmósfera religiosa cuadró perfectamente al joven Nathuram, que mostró muy pronto serias disposiciones para el misticismo. Desde los doce años comenzó a practicar, para asombro de su familia, una forma extraña y casi desaparecida de un culto tántrico, la
Kapalik puja
. Nathuram embadurnaba con estiércol fresco de vaca una pared de su casa. Luego preparaba una mezcla de aceite y hollín, la extendía en un plato redondo y colocaba el recipiente contra la pared. Encendía entonces una lámpara cuya vacilante luz proyectaba sombras sobre la capa de estiércol, aceite y hollín. A continuación el niño se sentaba sobre los talones ante este sorprendente decorado y caía en una especie de segundo estado, descubriendo en el hollín y el aceite toda clase de formas, de imágenes, de palabras que jamás había visto ni leído antes. Cuando salía del trance, no se acordaba de nada. Pero su familia estaba convencida de que este poder de descifrar los signos misteriosos en el aceite y el hollín le auguraba un destino excepcional. Nada en su adolescencia justificaría después tales esperanzas. Incapaz de aprobar el más insignificante examen escolar, cuando salió de la escuela vagó de un empleo a otro, clavando cajas en un almacén de mercancías, vendiendo fruta por la calle, poniendo parches en los neumáticos en un garaje. Su verdadero oficio, el de sastre, que todavía ejercía en 1947, lo aprendió de unos misioneros americanos.

En realidad, la política era la única pasión de Nathuram Godsé. Siendo muy joven, se había sentido enardecido por las cruzadas de Gandhi, y sufrió su primer encarcelamiento por haber atendido su llamamiento a la desobediencia civil. En 1937 Nathuram abandonó a Gandhi para unirse a otro maestro del pensamiento, un
guru
, brahmán
chitpawan
como él, Vir Savarkar.

Ningún dirigente político tuvo nunca discípulo más atento y leal. Godsé siguió a Savarkar a través de la India entera, ocupándose de todo, incluso de las tareas más humildes. Bajo la tutela de este profeta del hinduismo militante, Godsé pudo desplegar por fin todas sus posibilidades y realizar algunas de las promesas anunciadas por el adolescente que sabía descifrar los signos del hollín. Se lanzó con frenesí al estudio y la lectura, aplicando todo lo que aprendía al dogma de supremacía racial que predicaba el
Hindutva
de Savarkar.

No tardaron en manifestarse sus cualidades de polemista y de orador, y, conservando una fanática pasión por los ideales de su
guru
, Godsé ocupó muy pronto un lugar entre los pensadores nacionalistas de la India. A partir de 1942, los dioses del joven, educado, no obstante, en la más estricta ortodoxia religiosa, dejaron de ser Brahma, Siva, Visnú. Fueron remplazados por una galaxia de divinidades mortales, los ídolos militantes que habían sublevado a los hindúes contra los mogoles y los ingleses. Godsé abandonó para siempre los templos de su infancia para sustituirlos por santuarios seculares de una clase nueva, los puestos de mando del movimiento extremista R.S.S.S.

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