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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (31 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Sería vengado por un príncipe amigo. Cuando el virrey, que había firmado el decreto de exilio, fue a visitar su Estado, el maharajá de Patiola ordenó a los artilleros encargados de disparar los treinta y un cañonazos debidos al representante del rey-emperador que utilizaran tan poca pólvora que las explosiones «no hagan más ruido que un petardo infantil».

Otras acciones, para las que Corfield había obtenido igualmente la autorización de Londres, siguieron a la destrucción de los archivos. Eran menos espectaculares, pero podían resultar de una importancia infinitamente mayor. A Nueva Delhi empezó a llegar un torrente de cartas procedentes de numerosos príncipes. En estas cartas, los maharajás informaban a la administración central de la India británica de su intención de anular los acuerdos autorizando a los ferrocarriles, los correos, los telégrafos y los demás servicios a utilizar los recursos de sus territorios. Esta táctica ofensiva estaba destinada a poner de relieve que los príncipes no carecían de importantes bazas para afrontar la explicación decisiva que se aproximaba. La India que anunciaba estas medidas era una India de pesadilla, una India en la que los trenes no circularían, los aviones no podrían aterrizar, la electricidad no sería distribuida y el teléfono y el telégrafo permanecerían mudos.

El gran retrato del general Robert Clive dominaba los debates de los siete dirigentes indios reunidos en el despacho del virrey. Representantes de los cuatrocientos millones de hombres y de mujeres de la India, esos millones de seres que Gandhi denominaba con justeza «los miserables ejemplares de una Humanidad de mirada inanimada», acudían este 2 de junio de 1947 al palacio de Lord Mountbatten para discutir el documento que iba a devolver a su pueblo el continente conquistado dos siglos antes por el general británico. El propio virrey lo había traído cuarenta y ocho horas antes de Londres, donde había sido aprobado por el Gabinete de Clement Attlee.

Cada dirigente ocupó su puesto en la mesa redonda que presidía Louis Mountbatten. Jinnah, Liaquat Ali Khan y Rab Nishtar hablando en nombre de la Liga musulmana; el Congreso estaba representado por Nehru, Patel y su presidente, Acharya Kripalani. Venía por último, Baldev Singh, el portavoz de los seis millones de sikhs, la comunidad destinada a ser la más afectada por lo que se iba a decidir.

Un fotógrafo oficial inmortalizó la escena. Luego, tras unos minutos de silencio interrumpido por nerviosos carraspeos, un secretario depositó ante cada uno de los participantes una carpeta que contenía un ejemplar del plan redactado en Simla por V. P. Menon y aceptado sin modificaciones por Londres.

Era la primera vez, desde su llegada a la India, que Mountbatten se veía obligado a sustituir por una mesa redonda su estrategia de diálogos privados. Había decidido ser el único orador, no queriendo, con ningún pretexto, correr el riesgo de que la reunión degenerarse en un foro en el que cada uno se dedicara a demoler el plan que tan difícil había sido elaborar.

Consciente de la importancia histórica de esta reunión, empezó poniendo de relieve que, durante los cinco años transcurridos, él había tomado parte en numerosas conferencias en las que se había decidido la suerte de la guerra. Pero no recordaba ninguna tan decisiva como aquélla. Mountbatten recordó los esfuerzos desplegados desde su llegada a Nueva Delhi y, luego, pasó, brevemente, revista a los puntos esenciales del plan que tenían ante sus ojos. Refiriéndose a la cláusula sobre la permanencia de la India y el Pakistán en la Commonwealth, que había suscitado la adhesión de Winston Churchill, subrayó que no reflejaba en absoluto un deseo de Gran Bretaña de continuar su dominio, sino que aportaba la seguridad de que no se retiraría apresuradamente la ayuda británica en el caso en que fuese deseada. Habló seguidamente del problema de Calcuta y, luego, de la tragedia que amenazaba a los sikhs.

Declaró que no pedía a sus huéspedes que fueran contra su conciencia dando su acuerdo total a un plan algunos de cuyos aspectos chocaban con sus profundas convicciones. Pero les invitaba a suscribirlo en un espíritu de apaciguamiento general y a que se comprometieran a aplicarlo evitando todo derramamiento de sangre.

Deseoso de dar a sus interlocutores un plazo de reflexión lo más breve posible, Mountbatten les pidió su acuerdo definitivo para el día siguiente a la misma hora.

Pero deseaba, añadió, que para entonces le dieran todos su acuerdo de principio.

—Caballeros —concluyó—, me agradaría tener noticias suyas antes de esta medianoche.

Un secreto temor obsesionaba a Louis Mountbatten desde su regreso a Nueva Delhi, una preocupación que ensombrecía el palmarés de sus éxitos londinenses y su «enorme optimismo para el futuro». ¿Intentaría hacer fracasar sus proyectos «el imprevisible Mahatma»? Esta perspectiva le aterraba.

Experimentaba un verdadero afecto por su «pobre gorrioncillo». La idea de que él, el guerrero profesional, el virrey, pudiera verse obligado a entablar una prueba de fuerza con el apóstol de la no violencia, le consternaba.

Era, sin embargo, una eventualidad que tener en cuenta. Si Jinnah había sido el hombre que aniquiló sus esperanzas de preservar la unidad de la India, Gandhi podía ser el que se opusiera a su intento de dividirla. Desde su llegada a la India, el virrey no había dejado de intentar atraerse la confianza de los dirigentes del Congreso, a fin de poder, en caso de que se produjeran pruebas de fuerza, neutralizar al Mahatma durante algunas horas cruciales.

La empresa había sido menos difícil de lo que temía. «Yo tenía el extraño sentimiento —contaría más tarde Mountbatten de que, en cierto modo, estaban todos dispuestos a apoyarme contra Gandhi, de que casi me animaban a desafiarle».

Pero el virrey sabía también que el Mahatma disponía de recursos excepcionales. Disponía del partido mismo, de millones de militantes que le veneraban y, sobre todo, disponía de su singular poder para galvanizar a las masas. Si decidía pasar por encima de los compromisos de los dirigentes y apelar directamente a las multitudes indias, Gandhi podía provocar una crisis terrible.

Todo indicaba que se disponía a seguir ese camino. ¿No acababa de exclamar durante su oración pública de la tarde: «¡Que el país entero se convierta en pasto de las llamas! Jamás abandonaremos una sola pulgada de la patria»?

Tras estas palabras se ocultaba, sin embargo, una sorda angustia. Ciertamente, todas las fibras de su ser le afirmaban que la petición era un mal. Pero, por primera vez, Gandhi no tenía la completa seguridad de que las masas indias estuvieran dispuestas a seguirle.

Una mañana, durante un paseo por las calles de Nueva Delhi, le interpeló uno de sus partidarios:

—En el momento de la decisión —se asombró—, parece como si no contara usted gran cosa, como si se le quisiera dejar a la puerta, a usted y a sus ideales.

—Es cierto —suspiró con amargura el Mahatma—, todo el mundo se apresura a adornar con flores mis fotografías y mis estatuas. Pero nadie quiere seguir mis consejos.

Pocos días después, Gandhi se despertó media hora antes de su oración del amanecer. Él y su sobrina-nieta Manu habían reanudado su costumbre de dormir juntos. La muchacha oyó al anciano lamentarse en la oscuridad de su choza del barrio de los intocables.

«Estoy completamente solo —murmuraba—. Hasta Nehru y Patel piensan que me equivoco y que la paz retornará con la partición… Se preguntan si no me he vuelto un poco chocho con los años». Hubo un largo silencio. Luego, Gandhi suspiró: «Tal vez tienen todos razón y yo me bato en vano en las tinieblas». Siguió un nuevo y largo silencio y, después, Manu oyó caer de sus labios una última frase: «Quizá no esté ya en este mundo para verlo, pero, si el mal que temo acabara cayendo sobre la India y poniendo en peligro su independencia, que la posteridad sepa qué agonía conoció esta vieja alma pensando en tales desgracias».

La «vieja alma» estaba citada en el despacho del virrey el 2 de junio a las doce y media, es decir, hora y media después de los siete dirigentes indios, para dar a Mountbatten la respuesta que con más impaciencia esperaba éste. Gandhi, para quien la puntualidad era una religión, llegó en el preciso instante en que el reloj daba la media. Temiendo que saliera de su boca una declaración de guerra, el virrey se levantó para recibirle. Antes de que hubiera podido darle la bienvenida, el Mahatma se llevó un dedo a los labios. «Alabado sea Dios, es su día de silencio», comprendió Mountbatten con alivio.

Gandhi se instaló en un sillón y sacó de entre los pliegues de su
dhoti
un paquete de sobres usados y un minúsculo cabo de lápiz. No queriendo desperdiciar ni siquiera un pedazo de papel, abría él mismo su correo y transformaba todos los sobres en pequeñas esquelas que utilizaba para comunicarse durante sus días de silencio.

Cuando Mountbatten hubo terminado de exponer el plan, Gandhi, chupó la mina de su lápiz y redactó la respuesta, cubriendo los reversos de cinco sobres con su inclinada escritura.

«Lamento no poder hablarle —escribió—. Cuando tomé la decisión de observar un día de silencio el lunes, había previsto romper este voto en dos casos: para hablar de asuntos urgentes con una alta personalidad y para cuidar enfermos. Pero sé que no desea usted que yo rompa mi silencio. Hay, sin embargo, una o dos cosas de la que yo debería hablarle. Pero no hoy. Si volvemos a vernos, se las diré».

Y con esto, levantóse y se retiró.

El palacio del virrey estaba oscuro y silencioso. De vez en cuando, como un fantasma rozando las alfombras con sus pies descalzos, pasaba un criado vestido con una túnica blanca. Las luces del cuarto de trabajo de Mountbatten brillaban todavía, pese a la avanzada hora de la noche, iluminando la última entrevista de aquel día fértil en sorpresas. Mountbatten observaba atónito a su nuevo visitante. Los dirigentes del Congreso le habían hecho saber en el plazo deseado su decisión de aceptar esa misma mañana el plan propuesto. Y he aquí que el hombre a quien sobre todo este plan debía satisfacer, el hombre cuya inflexible voluntad había obtenido la partición de la India, trataba ahora de contemporizar. Ése era también en cierto modo, el día de silencio de Mohammed Ali Jinnah. El objetivo de toda su vida estaba al alcance de su mano. Pero, por alguna misteriosa razón, no se decidía a pronunciar la palabra que durante toda su vida se había negado obstinadamente a pronunciar: sí.

Dando una lenta chupada a uno de sus eternos «Craven A» colocado al extremo de una larga boquilla de jade, Jinnah se obstinaba en repetir que no podía dar su acuerdo antes de haber consultado con el Consejo de la Liga musulmana, formalidad que exigiría por lo menos una semana.

Mountbatten se sintió dominado por la cólera. Volvieron a su memoria todas las frustraciones que le había hecho sufrir la actitud glacial e intransigente del jefe musulmán. Esta noche, Jinnah rebasaba todos los límites. Había conquistado «su maldito Pakistán». Hasta los sikhs se resignaron a ello. Todas sus exigencias esenciales habían sido satisfechas, y he aquí que, en el momento decisivo, se disponía a provocar el derrumbamiento de todo el edificio por causa de su patológica incapacidad para articular la palabra «sí».

Mountbatten tenía una imperativa razón para obtener el acuerdo inmediato de Jinnah; dentro de menos de veinticuatro horas, Clement Attlee iba a anunciar a la Cámara de los Comunes la partición de la India. El virrey había empeñado toda su responsabilidad asegurando al Primer Ministro y al Gobierno británico que no se produciría ninguna sorpresa y que esta vez todos los dirigentes indios firmarían el plan aceptado por Londres. A costa de enormes dificultades, había logrado la adhesión del Congreso a la idea de la partición. El propio Gandhi se había retirado, al menos temporalmente, de la batalla. La menor vacilación por parte de Jinnah, la más mínima sospecha de que intentaba maniobrar para arrancar una última concesión, y se desvanecería la esperanza de que la India escapara al caos.

—Señor Jinnah —declaró Mountbatten—, si imagina que puedo esperar una semana en este sillón a que haya reunido usted a sus partidarios en Nueva Delhi, está usted completamente loco. Sabe muy bien que la situación ha llegado a un punto del que ya es imposible retroceder. Ha logrado usted obtener su Pakistán, cuando nadie en todo el mundo creía que lo conseguiría. Ya sé, considera usted que el país que recibe está «agujereado por los cuatro costados», pero, de todas formas, es el Pakistán. Todo depende ahora de que mañana acepte usted el plan al mismo tiempo que sus adversarios. Si los dirigentes del Congreso sospecharan su negativa a comprometerse, retirarían en el acto su conformidad, y todo estaría perdido.

Jinnah pareció insensible a esta apelación. Protestó que debían observarse todas las reglas democráticas.

—Yo no soy la Liga musulmana —adujo.

—¡Vamos, señor Jinnah! —replicó Mountbatten—. Nadie creerá semejante cosa. No trate de alabarse a sí mismo. Todo el mundo sabe muy bien quién es quién en las filas de la Liga musulmana.

—No es posible —se obstinó Jinnah—, deben respetarse todas las reglas.

—Señor Jinnah —replicó el virrey—, voy a decirle una última cosa. No tengo intención de dejarle destruir su propio plan. No puedo autorizarle a rechazar la solución que tanto se ha afanado por conseguir. Me propongo aceptarla en su nombre. Mañana, en la sesión en que se concluirá nuestro acuerdo, declararé que he recibido la respuesta del Congreso, con algunas reservas que estoy seguro de poder satisfacer, y que el Congreso ha aceptado, por lo tanto. Declararé que los sikhs han aceptado igualmente. Anunciaré entonces que, la noche anterior, he sostenido una larga y cordial conversación con el señor Jinnah, que hemos estudiado detalladamente el plan y que el señor Jinnah me ha dado su seguridad personal de que estaba de acuerdo con ese plan.

»En ese momento, señor Jinnah —continuó Mountbatten—, me volveré hacia usted. No quiero que hable. No quiero que los dirigentes del Congreso le fuercen a explicarse públicamente. Sólo quiero que haga una cosa. Quiero que incline usted la cabeza para indicar que está de acuerdo conmigo.

»Si no inclina usted la cabeza, señor Jinnah —concluyó Mountbatten—, entonces está usted acabado. No podré hacer nada por usted. Todo se derrumbará. No es una amenaza, es una profecía. Si no inclina usted la cabeza en ese instante, mi presencia aquí no tendrá ya ninguna utilidad, usted habrá perdido el Pakistán y, por lo que a mí respecta, podrá irse al diablo.

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