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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (35 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Yacub Khan se equivocaba. Jamás regresaría a la casa de sus padres y nunca volvería a ver a su madre. Dentro de unos meses, al frente de un escuadrón del Ejército paquistaní, subiría por una nevada pendiente de Cachemira al asalto de una posición defendida por los hombres que habían sido compañeros suyos en el Ejército de la India. Entre las unidades que intentarían contener su avance, se encontraría una compañía del
Garhwal Battalion
indio. También musulmán, su jefe había hecho en julio de 1947 una elección inversa a la de Yacub Khan y decidió quedarse en el país en que había nacido. También él era originario de Rampur, también él se llamaba Khan, Yunis Khan. Era el hermano menor de Yacub.

La tarea más compleja, la más formidable que planteaba la partición correspondió a un famoso abogado, al que arrancó de los expedientes de su despacho londinense. Pese a sus enciclopédicos conocimientos, Sir Cyril Radcliffe lo ignoraba prácticamente todo acerca de la India. Este inglés tranquilo y regordete no había intervenido jamás en ningún acuerdo jurídico que se refiere a ella. Ni siquiera había puesto nunca los pies allí. Paradójicamente, fue por esta razón por lo que recibió una citación del Lord Canciller de Gran Bretaña para el 27 de junio de 1947 por la tarde.

El plan de partición de la India dejaba en el aire un problema capital, explicó a su visitante el Lord Canciller: las líneas divisorias de las provincias del Penjab y de Bengala. Sabiendo que, por sí solos, nunca podrían llegar a un acuerdo sobre su trazado, Jinnah y Nehru habían decidido confiar sus responsabilidad a una comisión de deslinde cuya presidencia deseaban encomendar a un eminente jurista británico. Éste no debía tener ninguna experiencia de la India so pena de ser recusado por una de las partes por no ofrecer plenas garantías de imparcialidad. Su reputación de hombre de leyes y su no menos famosa ignorancia de los asuntos indios hacían de él el candidato ideal, recalcó el Lord Canciller.

Estupefacto, Radcliffe se irguió en su sillón. Dividir el Penjab y Bengala era la última tarea que deseaba le fuera encomendada. Aunque lo ignoraba todo acerca de la India, tenía suficiente experiencia jurídica para saber que esta misión sería implacable. Sin embargo, como gran número de ingleses de su generación, poseía un profundo sentido del deber que dimanaba de la educación recibida. Estimó que, si en aquella crítica encrucijada de su historia, los dos adversarios políticos indios habían logrado entenderse para designarle, él, un inglés, no podía hacer sino aceptar.

Una hora después, un alto funcionario de la Secretaría de Estado para Asuntos Indios desplegó ante él un mapa geográfico. Mientras su dedo seguía el curso del Indo, rozaba la barrera del Himalaya, descendía a lo largo del Ganges y contorneaba las costas del Golfo de Bengala, Radcliffe descubría por primera vez los perfiles de las inmensas provincias que debería cortar en dos. Noventa millones de hombres, sus casas, sus arrozales, sus campos de yute, sus praderas y sus huertos, sus vías férreas, sus carreteras y sus fábricas…, decenas de millares de kilómetros cuadrados surgían ante sus ojos en la abstracción de una hoja de papel coloreado.

Sobre un mapa parecido, iba a tener que dibujar, con la misma seguridad que el bisturí de un cirujano, la línea que amputaría este trozo de Humanidad.

Antes de salir para Nueva Delhi, Sir Cyril Radcliffe fue recibido por el Primer Ministro. Clement Attlee observó, no sin orgullo, al personaje cuyas decisiones iban a influir en la vida de la India más que las de ningún otro inglés desde hacía tres siglos. En el sombrío cuadro de la escena india cargada de nubarrones, al menos experimentaba un auténtico motivo de satisfacción: era a un antiguo alumno de Haileybury, como él, a quien Jinnah y Nehru habían elegido para desmembrar la tierra natal de noventa millones de compatriotas suyos.

Apenas había tenido tiempo Louis Mountbatten de saborear su victoria, obtenida al arrancar a los dirigentes indios el acuerdo a su plan de partición, cuando se le vino encima un nuevo problema, más complejo aún. Sus interlocutores no serían esta vez un puñado de abogados formados en el foro londinense, sino los 565 miembros del dorado rebaño de Sir Conrad Corfield, los maharajás y los nababs de la India.

La actitud imprevisible, a veces irresponsable, de estos soberanos resucitaba una vieja pesadilla. Si sus jefes políticos podían revivir la India, sus príncipes podían aniquilarla. Su amenaza no era una simple partición, sino una explosión en una multitud de Estados. Arriesgaban hacer estallar todas las fuerzas de desintegración inherentes a las múltiples lenguas, razas, religiones, de regiones que dormían bajo la frágil superficie de la unidad india. Acceder a sus reivindicaciones de independencia no podría por menos que situar a la península en un proceso que conduciría ineluctablemente a su disgregación. La herencia del Imperio de la India no sería entonces más que un mosaico de pequeños territorios enemigos e indefensos, expuesto a la codicia del gran rival de la India, China.

El viaje secreto de Sir Conrad Corfield a Londres había obtenido ciertos resultados. El Gobierno reconoció la validez de su tesis: las prerrogativas que los príncipes habían cedido al rey-emperador como contrapartida de su soberanía debían serles devueltas directamente. Esto implicaba que, tras la marcha de Inglaterra, recuperarían todos los atributos de su soberanía, que serían entonces técnicamente independientes. Corfield no vacilaría lo más mínimo en incitar a los más poderosos a proclamar oficialmente esta independencia.

«Nadie me había dado a entender que el problema de los Estados principescos indios iba a ser tan difícil de resolver, si no más, que el de la India inglesa», deploró Mountbatten en un informe a Londres. Por fortuna, nadie estaba más calificado que él para tratar con estos soberanos. Después de todo, él era uno de sus iguales. Poseía lo que, a sus ojos, constituía la más segura de las referencias: lazos de sangre con la mitad de las casas reales de Europa y, por encima de todo, con la Corona que durante tanto tiempo los había protegido. Por otra parte, en compañía de algunos de estos príncipes —cuyos tronos se proponían ahora liquidar— había descubierto él, veinticinco años antes, el fabuloso Imperio de la India. Había sido su huésped. Había recorrido sus junglas y perseguido sus tigres encaramado sobre sus elefantes reales. Había bebido su champaña en sus copas de plata, saboreado sus festines orientales en sus vajillas de oro, bailado bajo las arañas de cristal de sus palacios con la muchacha que había de convertirse en su esposa. Sobre el césped de sus soberbios terrenos, se había iniciado en el juego del polo, en el que llegaría a alcanzar renombre internacional. Entre los pocos íntimos que le llamaban «Dickie» figuraban varios maharajás, convertidos en amigos suyos después de este viaje.

Pero, cualesquiera que fuesen sus conexiones reales y su simpatía personal, Mountbatten era, ante todo, un realista, profundamente apegado a sus principios liberales. Los padres de los príncipes indios habían sido, quizá, los aliados más fieles del Imperio; en la Era moderna que se iniciaba, la Gran Bretaña debería buscar sus nuevos amigos entre los socialistas del Congreso. Mountbatten nunca lograría atraérselos si subordinaba los intereses nacionales de la India a los de una pequeña y anacrónica casta de señores feudales.

El mayor servicio que podía prestar a estos herederos de una época extinguida era salvarlos de ellos mismos, de sus fantasmas y, a veces, de sus sueños de megalómanos que el dorado aislamiento de sus Estados había contribuido a alimentar. Una visión obsesionaba a Mountbatten desde la adolescencia, una escena que no había presenciado, pero que había imaginado muchas veces, el atroz espectáculo del sótano de Yekaterinburgo, en que su tío el zar, su tía y sus primos habían caído bajo las balas de los revolucionarios rusos. Sabía que ciertos maharajás se exponían a cometer actos irreparables susceptibles de convertir sus palacios en verdaderos depósitos de cadáveres. Y el camino que su secretario político, Sir Conrad Corfield, les incitaba a seguir era el más indicado para conducir a semejante tragedia.

Muchos de ellos creían, sin embargo, que Mountbatten iba a ser su salvador, que lograría ponerlos a cubierto, a ellos y a su privilegiada existencia. Se equivocaban. El virrey quería, por el contrario, convencer a sus queridos y viejos amigos de que la única salida aceptable era hundirse sin ruido en el olvido. Deseaba verles abandonar toda, reivindicación de independencia y proclamar su voluntad de asociarse a la India o al Pakistán antes del 15 de agosto. Por su parte, estaba dispuesto a usar de su autoridad ante Nehru y Jinnah para obtener, en compensación a su cooperación, las mejores condiciones para su futuro personal.

Mountbatten propuso primeramente su trato a Vallabhbhai Patel, el ministro indio encargado de resolver los asuntos principescos. Si el Congreso permitía a los maharajás y a los nababs conservar sus títulos, así como sus palacios, sus listas civiles, su inmunidad principesca, su derecho a las condecoraciones británicas y su estatuto semidiplomático, él se comprometía a obtener su firma a un acta de adhesión transfiriendo pura y simplemente su soberanía a la India.

La oferta era tentadora. Patel sabía que en las filas del Congreso no existía nadie que gozara ante los príncipes de una influencia comparable a la de Mountbatten.

—Pero es preciso que estén todos de acuerdo —declaró al virrey—. Si puede usted traerme un cesto con todas las manzanas del árbol, acepto. Si no están todas las manzanas, me niego.

—¿Me concederá usted una docena de irreductibles? —rogó el virrey.

—Es demasiado —gruñó Patel—. Dos como máximo.

—Es demasiado poco —deploró Mountbatten.

Como dos mercaderes de alfombras, el virrey y el ministro indio se enzarzaron en una disputa a propósito de territorios tan poblados como la mitad de Europa. Finalmente, transigieron en el número de seis. No por ello era más leve la tarea que esperaba a Mountbatten. La totalidad menos seis equivalía, de todas maneras, a más de 550 manzanas que recoger antes del 15 de agosto.

La invitación de Jawaharlal Nehru era la más sorprendente que un inglés hubiera recibido jamás de un indio. Quedaría como algo único en los anales de la colonización. Sólo la atávica sabiduría de la India y la excepcional personalidad de los interlocutores podían explicarla. Nehru había acudido a pedir solemnemente al último virrey de la India que se convirtiera en el primer titular del cargo más elevado que podría ofrecer la India independiente: el de gobernador general.

Aunque profundamente sensible a la inmensidad del honor que se le hacía, Mountbatten mostró graves reticencias. Habían obtenido un brillante éxito durante sus cuatro meses en la India. Podría marcharse, como había esperado, «en una gran explosión de gloria». Conocía demasiado bien las dificultades que se avecinaban y temía que empañaran su triunfo. Para desempeñar válidamente un papel de árbitro era preciso, además, que Jinnah le hiciese la misma proposición.

El viejo dirigente musulmán, por su parte, no tenía ninguna intención de renunciar a las prerrogativas de la magistratura suprema del Estado obtenido después de tantos esfuerzos. Él mismo sería el primer gobernador general del Pakistán. Mountbatten le hizo notar que no había escogido el puesto adecuado: en el régimen de tipo británico que había elegido para su Estado, era el Primer Ministro quien ostentaba todos los poderes. El papel de gobernador general era honorífico, sin verdadera autoridad, como el de rey de Inglaterra, explicó.

Estos argumentos no conmovieron la postura de Jinnah.

—En el Pakistán —replicó secamente—, yo seré el gobernador general, y el Primer Ministro hará lo que yo le diga.

El rey, Attlee, Churchill, todos los que tenían conciencia de las dimensiones del homenaje rendido por Nehru a la Gran Bretaña, exhortaron al virrey a que aceptase.

Antes de dar su consentimiento, Lord Mountbatten deseaba, sin embargo, obtener una bendición. Parecía inconcebible que quien había conducido a la India a la independencia predicando su doctrina de no violencia consintiera a ver convertirse en el primer jefe de Estado de su patria liberada a un hombre que había consagrado su vida al arte de la guerra. En uno de los quijotescos impulsos habituales en él, Gandhi había dado ya a conocer al mundo la personalidad ideal que deseaba para este puesto: una barrendera intocable, «de corazón sencillo y animoso, incorruptible y pura como el cristal».

Pese a cuanto les separaba, una verdadera afinidad unía al viejo Mahatma y al joven almirante, treinta años menor que él. Mountbatten se sentía fascinado por Gandhi. Adoraba su malicioso humor. A su llegada, había decidido ignorar todos los clisés británicos que le condenaban e intentado honradamente comprenderle. Cada una de sus entrevistas había aumentado su simpatía, y la de su esposa, hacia este curioso personaje. Gandhi había sido sensible a esta cordialidad hasta el punto de responder a ella con un paso de sorprendente generosidad. Una tarde de julio, olvidando todos los años pasados en las prisiones británicas, el Mahatma acudió espontáneamente para rogar a Louis Mountbatten que fuera el primer jefe de Estado del país, que él había tardado treinta y cinco años en arrancar a los ingleses. Este ofrecimiento aportaba un inmenso tributo al último virrey, así como a la Gran Bretaña. Contemplando la frágil silueta perdida en el enorme sillón, Mountbatten estaba profundamente emocionado. «Le hemos encarcelado —pensaba—, le hemos humillado, le hemos despreciado. Le hemos desairado, y él todavía tiene la grandeza de alma de llevar a cabo este gesto». Dio las gracias a Gandhi. El anciano meneó la cabeza y continuó la conversación.

Con un ademán, señaló la hilera de edificaciones del palacio y de los jardines mogoles. Todo este conjunto, declaró, en el que amaba cada una de sus piedras y la fastuosa existencia que se desarrollaba en él, todo este espléndido e incomparable conjunto va a retornar a la India independiente. Su arrogante opulencia y el pasado que a él se asociaba constituían una ofensa para sus indigentes compatriotas. Los nuevos dirigentes de la India debían dar ejemplo, empezando por el gobernador general.

—Abandone este palacio —suplicó—, y váyase a vivir a una casa sin criados. Su palacio podrá servir de hospital.

Mountbatten hizo una divertida mueca ante esta idea. ¿Cómo podría el primer personaje de la democracia más grande del mundo recibir dignamente a jefes de Estado extranjeros en una humilde casa desprovista de comodidades? Mientras que Jorge VI, Attlee, Nehru, impulsaban al último virrey de la India a aceptar un cargo que le inspiraba las más vivas reticencias, aquel encantador hechicero le pedía que se convirtiese en el primer socialista de la India independiente, ¡el responsable del destino de más de una quinta parte de la Humanidad, en la espartana austeridad de una villa cuyos despachos limpiaría él mismo!

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