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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (33 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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En cuanto la Radio anunció la fecha fatídica, los astrólogos de la India entera se pusieron a consultar sus libros. Los de la ciudad santa de Benarés y de varias ciudades del Sur proclamaron inmediatamente que el 15 de agosto de 1947 era un día tan funesto que la India «haría bien en tolerar a los ingleses un día más, antes que arriesgarse a la condenación eterna».

En Calcuta, el joven astrólogo Swamin Madananand desplegó su
navamaneh
, un inmenso mapa astral redondo compuesto por una sucesión de círculos concéntricos en los que figuraban inscritos los días y los meses del año, los ciclos de la Luna y del Sol, los planetas, los signos del Zodíaco lunar que influían en el destino de la Tierra. En el centro, había un planisferio. Madananand hizo girar los círculos hasta hacerlos coincidir todos con el día del 15 de agosto del año 1947. Luego, partiendo del centro del continente indio en el planisferio, trazó un haz de líneas hacia los diferentes círculos del mapa celeste. A medida que sus trazos iban atravesando la línea del 15 de agosto, sentía que un sudor frío le helaba la espalda. Su cálculo dejaba prever un desastre.

La India, como también Nehru y Jinnah, se encontraba colocada aquel día bajo la influencia de Makara, Capricornio, una de cuyas particularidades es profesar una implacable hostilidad a todas las fuerzas centrífugas, por consiguiente, a la Partición
[20]
. Y, más alarmante aún, bajo la influencia preponderante de Saturno, el más maléfico de los planetas, el 15 de agosto de 1947 iba a pasar bajo el dominio de Rahu, el nódulo lunar ascendente llamado «cabeza sin cuerpo», y todas cuyas manifestaciones —empezando por los eclipses— eran nefastas
[21]
. Desde las cero horas hasta medianoche del 15 de agosto de 1947, las posiciones de Júpiter y Venus eran igualmente desfavorables, ya que su conjunción con Saturno las situaba durante todo este día en el peor lugar de la bóveda celeste, «en el infierno de la novena casa de
Karamsthan»
. Como millares de sus colegas, el joven astrólogo levantó la cabeza, espantado por las dimensiones de la tragedia que preveía.

—¿Qué han hecho? ¿Pero qué han hecho? —exclamó.

Pese al dominio del cuerpo y del espíritu adquirido por largos años de yoga, de meditación y de prácticas tántricas, el joven perdió el control de sí mismo. Tomando una hoja de papel, redactó un llamamiento al responsable involuntario de esta catástrofe.

«Lord Mountbatten —suplicó—, por el amor de Dios, no conceda la independencia a la India el 15 de agosto de 1947. Si sobrevienen inundaciones, sequías, matanzas y el caos, es porque la India libre habrá nacido un día maldecido por los astros».

IX

EL MAYOR DIVORCIO DE LA HISTORIA

E
n el pasado nunca se había intentado nada semejante. No existía ni precedente ni modelo; no podía citarse ninguna jurisprudencia para el divorcio más total y complejo de la historia del mundo, la dispersión de una familia de cuatrocientos millones de hombres, el reparto de sus bienes, acumulados a lo largo de siglos de existencia común sobre la misma tierra.

Para regular las formalidades de esta separación, quedaban exactamente setenta y tres días. Con el fin de persuadir a todos de esta extrema urgencia, Mountbatten mandó colgar en todas las oficinas y despachos de la capital un calendario mural de un tipo muy especial: comenzaba el 3 de junio y terminaba el 15 de agosto. Como la cuenta atrás de una explosión atómica, cada hoja indicaba, bajo la fecha, el número de «días que quedan para preparar la Transmisión de Poderes».

La responsabilidad de organizar la gigantesca división del patrimonio fue confiada a dos indios, los abogados, en cierto modo, de las dos partes. Uno y otro eran ejemplares perfectos de la exquisita flor burocrática que un siglo de dominación británica había hecho nacer en la India. Vivían en dos villas parecidas propiedad del Estado, se dirigían diariamente a sus despachos, casi contiguos, en dos «Chevrolet» idénticos, de antes de la guerra, recibían un suelo igual y pagaban, con la misma puntualidad, sus cotizaciones mensuales a la misma caja de jubilaciones. Uno era hindú, el otro musulmán.

Todos los días, desde el 3 de junio hasta el 15 de agosto, con ese respeto al procedimiento y al detalle que sus tutores ingleses les habían inculcado, el musulmán Chaudhuri Mohammed Ali y el hindú H. M. Patel se absorbieron en el estudio de los dossiers que les permitirían repartir las posesiones de sus cuatrocientos millones de compatriotas. Por una ironía del destino, para disecar su patria debían utilizar la lengua de los colonizadores. Más de un centenar de colaboradores repartidos en toda una serie de comités y subcomités les sometían recomendaciones. Sus decisiones eran seguidamente comunicadas, para su aprobación final, a un Consejo de Partición presidido por el virrey.

El Congreso reivindicó desde el primer momento sus derechos al bien más preciado de todos, el nombre mismo de «India». Rechazó la proposición de bautizar al nuevo Estado con el nombre de «Indostán», alegando que era el Pakistán quien se segregaba.

Como en la mayoría de los divorcios, las cuestiones monetarias dieron lugar a las discusiones más ásperas. La más delicada se refería al reparto del crédito que Gran Bretaña dejaría al marcharse. Después de haber sido acusada durante decenios de explotar y saquear a la India, Inglaterra liquidaba, en efecto, su epopeya india quedando deudora de la astronómica suma de cinco mil millones de dólares. Esta fabulosa deuda representaba una parte del precio que le había costado su victoria en la Guerra Mundial. Ésta le había situado al borde de una bancarrota, una de cuyas consecuencias era el proceso histórico que comenzaba en la India.

Era preciso también repartir los haberes de los Bancos del Estado, los lingotes de oro amontonados en las cajas fuertes del
Bank of India
y todo el numerario, hasta los últimos billetes de una rupia y los sellos de Correos guardados en la caja fuerte del jefe de distrito perdido en medio de las tribus de cazadores de cabezas naga. El problema resultó tan espinoso, que hubo que encerrar a los liquidadores en un despacho, con la prohibición de salir de él antes de que hubieran llegado a un acuerdo.

Tras laboriosas negociaciones, los dos hombres acabaron conviniendo en dar al Pakistán el 17,5 % de los caudales bancarios y de los saldos en libras esterlinas, contra la obligación de asumir el 15,5 % de la deuda nacional india.

Decidieron atribuir a la India el 80% de los bienes materiales de la enorme máquina administrativa, y el 20% al Pakistán. A todo lo largo del país, los funcionarios se dedicaron al punto a inventariar febrilmente las máquinas de escribir, las mesas, las sillas, las escupideras, las escobas. Estos inventarios dieron como fruto revelaciones asombrosas. Se descubrió, por ejemplo, que el material del Ministerio de Abastecimiento y Agricultura en el país del mundo más castigado por el hambre se componía en total de 85 mesas y 85 sillas de funcionarios superiores, 425 mesas de funcionarios subalternos, 850 sillas corrientes, 56 colgadores, seis de ellos con espejo, 130 estanterías, cuatro cajas fuertes, 20 lámparas de mesa, 170 máquinas de escribir, 120 relojes de pared, 110 bicicletas, 600 tinteros, tres automóviles oficiales, dos sofás y 40 escupideras.

El reparto de estos bienes fue objeto de discusiones sin fin, incluso de riñas y puñetazos. Algunos jefes de servicio intentaron sustraer a la división las mejores máquinas de escribir y reservar las sillas más tambaleantes al Estado rival. Ciertas oficinas se transformaron en verdaderos zocos, y se vio, a veces, a respetables funcionarios que ejercían su autoridad sobre varios cientos de miles de personas, cambalachear un tintero por un cántaro, un paragüero por un colgador, 125 acericos por una escupidera.

En Lahore, el oficial de Policía Patrick Rich, repartió su material entre sus dos adjuntos, musulmán e hindú. Distribuyó todo: las polainas, los turbantes, los fusiles, los
lathis
, esas largas varas de bambú. Al llegar a los instrumentos de la banda de música, Rich los repartió con la misma escrupulosidad, dando una trompeta al Pakistán, un par de címbalos a la India, hasta que no quedó más que un solo objeto. Cuál no sería su estupefacción al ver entonces a sus dos adjuntos, unidos por largos años de camaradería, pelearse como traperos por la posesión de un trombón.

Algunas de las disputas más apasionadas tuvieron por objeto el reparto de las bibliotecas. Colecciones completas de la Enciclopedia Británica fueron religiosamente fraccionadas, yendo los volúmenes pares a un Estado y los impares a otro. Se dividieron los diccionarios, recibiendo la India las letras A a la K, y el Pakistán las demás. Cuando solamente existía un ejemplar de una obra, los bibliotecarios tenían que decidir para qué Estado resultaba más interesante su tema. Se vio así a hombres instruidos e inteligentes llegar a las manos por hacerse con
Alicia en el País de las Maravillas
o
Cumbres borrascosas
.

El pago de las pensiones a las viudas de los marineros desaparecidos en el mar originó discusiones interminables. ¿Debía el Pakistán hacerse cargo de todas las viudas musulmanas, cualquiera que fuese el lugar de su residencia? En cuanto a la India, ¿se ocuparía de las viudas hindúes que vivían en el Pakistán?

Sólo los vinos y licores escaparon a toda controversia. Fueron automáticamente adjudicados a la India hindú, recibiendo el Pakistán un crédito equivalente.

Algunas divisiones plantearon verdaderos rompecabezas. Debiendo el Pakistán obtener su parte de la red ferroviaria y de carreteras de la India —más de un cuarto del total—, ¿cómo debían repartirse las palas y las carretillas de los camioneros, las locomotoras, los vagones-restaurantes y los vagones de mercancía de los ferrocarriles? ¿Había que aplicar la regla del 20 y el 80 por ciento, o debía tenerse en cuenta el kilometraje de las vías y carreteras pertenecientes a cada Estado?

Hubo repartos imposibles de efectuar. Habiendo hecho notar el Ministerio del Interior que las «responsabilidades del actual servicio de información no estaban verosímilmente destinadas a disminuir con la división del país», sus agentes se negaron categóricamente a ceder el menor objeto al Pakistán, aunque sólo fuese un tintero o un sacapuntas. Además, únicamente existía una máquina para imprimir sellos de Correos y billetes de Banco, emblemas ambos indispensables a toda identidad nacional. Los indios se negaron con la misma firmeza a compartir el uso con sus futuros vecinos. Los musulmanes se vieron, pues, obligados a emitir una moneda provisional estampando la palabra «Pakistán» sobre los billetes de Banco indios.

Con motivo de este reparto del patrimonio, reaparecieron las viejas rivalidades religiosas de la India. Los musulmanes reclamaron la demolición del Taj Mahal y su transporte al Pakistán piedra a piedra, alegando que este famoso mausoleo había sido construido por un rey mogol. Los brahmanes indios reivindicaron la posesión del Indo, cuyo curso recorría el corazón del futuro Pakistán, porque sus sagrados
Vedas
habían sido elaborados en sus orillas veinticinco siglos antes.

Ninguno de los dos Estados, sin embargo, manifestó la menor repugnancia a heredar los símbolos más llamativos del poder imperial que les había dominado durante tanto tiempo. El suntuoso tren blanco y oro de los virreyes, que había surcado las resecas llanuras de Deccán y el fértil valle de Ganges, fue adjudicado a la India. El Pakistán recibió en compensación la limousine oficial del comandante en jefe del Ejército de las Indias y la del gobernador del Penjab.

Quizás el reparto más asombroso de todos tuvo lugar en el patio de las caballerizas del palacio del virrey. Estaban en juego doce carrozas. Con sus ornamentos sobrecargados de oro y plata, sus relumbrantes arneses, sus cojines escarlatas, simbolizaban la altiva pompa y la majestad que habían fascinado a los súbditos indios del Imperio al tiempo que suscitaban su rebelión. Cada virrey, cada soberano que llegaba de visita, cada dignatario de la Corte, de paso por la India, había recorrido las avenidas de la capital imperial a bordo de uno de estos landós. Seis carruajes estaban adornados con oro, los otros seis con plata. No era cuestión de desemparejarlos. Se decidió, pues, que uno de los dominios recibiría el conjunto de los atalajes dorados, debiendo el otro conformarse con las carrozas adornadas en plata.

Para determinar los respectivos beneficiarios, el capitán de corbeta Peter Howes, ayudante de campo de Mountbatten, propuso el más plebeyo de los recursos: echarlo a cara o cruz. Rodeado por el mayor Yacub Khan, futuro comandante de la guardia pakistaní, y por el mayor Govind Singh, futuro comandante de la guardia india, arrojó una moneda al aire.

—¡Cara! —exclamó Govind Singh.

Cuando la moneda cayó sobre los adoquines del patio, los tres hombres de precipitaron hacia ella. El indio dio rienda suelta a su alegría. El azar acababa de adjudicar las carrozas doradas de los dueños imperiales de ayer a los jefes de la India socialista de mañana.

Vino luego la distribución de los arneses, los látigos, las botas, las pelucas, los uniformes de los cocheros. Muy pronto, no quedó más que un último accesorio: la trompa del postillón real, de la que solamente existía un ejemplar.

El joven oficial inglés reflexionó un instante. Era evidente que este instrumento no podía ser dividido. Desde luego, podía ser jugado también a cara o cruz. Pero Peter Howes tuvo una idea mejor. Mostró el objeto a sus compañeros indios y declaró: «Ustedes saben que no podemos dividir esta trompa. Creo, pues, que sólo hay una solución equitativa: me la quedo yo».

Y, con maliciosa sonrisa, se puso el instrumento debajo del brazo y se fue
[22]
.

No eran sólo los billetes de Banco, las carrozas y las sillas de los burócratas de una quinta parte de la Humanidad lo que había que inventariar y repartir antes del 15 de agosto de 1947. Estaban también los centenares de miles de hombres pertenecientes a la Administración, desde el presidente de los Ferrocarriles y los directores de los Ministerios hasta los criados, los barrenderos, y los
babu
, esos omnipotentes chupatintas que se habían multiplicado como hongos en cada servicio de la tentacular burocracia india. Todos estos funcionarios tenían derecho a optar por la India o por el Pakistán según su religión. Una vez efectuada la opción, se fueron con sus familias a tomar los primeros trenes de lo que había de convertirse en el mayor éxodo de la Historia.

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