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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (34 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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La más desgarradora ciertamente de todas las divisiones ponía en juego a 1.200.000 hombres —hindúes, musulmanes, sikhs e ingleses— reunidos en esa gloriosa institución creada por la Gran Bretaña que era el Ejército de la India. Consciente del fundamental papel que podría desempeñar esta fuerza en el mantenimiento del orden tras haberse llevado a cabo la partición, Mountbatten suplicó a Jinnah que la dejara intacta durante un año bajo la autoridad de un comandante supremo británico responsable ante los dos Gobiernos. Pero el padre del Pakistán se mostró inflexible: un ejército era el atributo indispensable de la soberanía de una nación. Jinnah exigió que el suyo estuviera en el interior de sus fronteras antes del 15 de agosto. En la proporción de un tercio para el Pakistán y dos tercios para la India, el Ejército de la India iba, pues, a ser dividido como todo lo demás. Con este desmantelamiento, finalizaba una noble y gloriosa leyenda.

De los héroes de Kipling
a los lanceros de Bengala

El Ejército de la India: su solo nombre hacía surgir todo un universo de románticos relatos que inflamaban la imaginación. Había sido la última cita de las epopeyas, el club donde toda una juventud inglesa, sedienta de gloria y de espacio, había ido a buscar la aventura. Desde los héroes de Kipling hasta Gary Cooper galopando en las pantallas cinematográficas al frente de los lanceros de Bengala, toda una vasta imaginería celebraba las hazañas de estos
gentlemen
blancos arrastrando tras sus cascos de plumas a escuadrones de jinetes cubiertos de turbantes. Generaciones de hijos de esta Inglaterra que reinaba sobre la mitad del mundo habían venido a escribir la Historia en las hoscas soledades de los escalones del Imperio, escalando las vertiginosas pendientes del paso de Khyber, persiguiendo, entre la ventisca o bajo un sol implacable, a los feroces rebeldes pathans que apuñalaban sin piedad a sus prisioneros. Estas guerras a lo largo de la frontera afgana eran un juego mortal que los ingleses practicaban con el deportivo espíritu de las competiciones de estudiantes en Eton o Harrow. La mayor parte de las operaciones eran llevadas a cabo por pequeños grupos compuestos de un oficial y unos cuantos cipayos. Su finalidad era conquistar una loma, tender una emboscada, capturar un campamento, un género de combate que exigía valor, iniciativa, una confianza absoluta entre el jefe y sus hombres.

El regimiento era la célula del Ejército de la India. Oficiales ingleses y tropas indígenas ingresaban en él como se ingresa en religión. Los reclutas indios debían entregar cincuenta libras esterlinas para comprar el equipo, suma fabulosa para sus modestos bolsillos. Pero era tan prestigioso servir en este Ejército, que cada regimiento poseía una lista de espera de varios años. Ruda y peligrosa en las operaciones, la vida de los oficiales, al regresar a sus guarniciones, rebosaba de confort y de fastos. La abundancia de criados indígenas, el ínfimo coste de lo necesario y de lo superfluo, los privilegios de que gozaban los militares, todo permitía a estos jóvenes llevar una vida de sueño. Lord Ismay, el director del Gabinete de Mountbatten, no olvidaría su primer almuerzo en el comedor de su regimiento cuando llegó agotado por la travesía de media India entre el polvo y el tórrido calor. Sus camaradas, vestidos todos con el magnífico uniforme rojo, azul marino y oro, estaban sentados en torno a la mesa. Detrás de cada uno de ellos, permanecía un criado «con túnica de inmaculada muselina blanca realzada por un cinturón y un turbante con los colores del regimiento. Ramos de rosas rojas y una extraordinaria profusión de cubertería de plata decoraban un mantel de lino blanco adamascado. Sobre la chimenea campeaba el retrato de nuestro coronel honorario, el príncipe Alberto Víctor, hermano de Jorge V, y, a lo largo de las paredes, se alineaban las cabezas disecadas de tigres, de leopardos, de markhors y de íbices». Era la época en que los oficiales vestían como personajes de opereta. Llevaban uniformes color albaricoque, menta, plata. Una vez al año cada regimiento organizaba una cena de gala. Se esperaba de los recién llegados que se emborracharan por completo durante esa tradicional fiesta y que supieran presentarse puntualmente a la diana de las seis de la mañana siguiente. Un toque de trompeta anunciaba que la cena estaba servida. Centelleando en sus hombreras los dorados galones y las botas brillantes como espejos, los oficiales seguían al coronel hasta el comedor. A la luz de los candelabros, degustaban una cocina refinada como la de los mejores restaurantes europeos de Calcuta o Bombay. Después de los postres, llegaba una botella de oporto que daba religiosamente la vuelta a los comensales en sentido contrario a las agujas del reloj, empezando por el coronel. Toda infracción de este rito era considerada de mal augurio. El coronel proponía invariablemente tres brindis: por el rey-emperador, por el virrey, por el regimiento. En el 7.º Regimiento de Caballería ligera del Penjab, la tradición exigía que el coronel arrojara su copa por encima del hombro después de cada brindis. El sargento del comedor, situado en posición de firmes tras él, se apresuraba a pulverizarla con el tacón de su bota derecha antes de volver a ponerse firmes.

El bar y la bodega del comedor de oficiales del Ejército de la India estaban generosamente aprovisionados, y el honor de un oficial exigía que sus cuentas de bar fuesen superiores al importe de su sueldo. De todos modos, su situación financiera no se consideraba grave hasta que los intereses y gastos de su cuenta deudora excedían a su saldo en el Banco.

El bien más preciado de cada regimiento era la colección de trofeos de plata que contaba su historia. Cada oficial que servía en sus filas entregaba un objeto que llevaba su nombre y la fecha de su incorporación. Otros objetos señalaban sus victorias en los terrenos de polo y de cricket o celebraban sus hazañas en el campo de batalla. Todos ellos tenían alguna anécdota. En los años 30, se dio, así, en el 7º Regimiento de Caballería ligera del Penjab un curioso sobrenombre a una copa, con motivo de una cena particularmente animada. Achispados como estudiantes después del examen, los tenientes del regimiento habían saltado esa noche sobre la mesa para orinar todos juntos en el prestigioso recipiente. No siendo lo bastante profundo para contener las cascadas de sus vejigas hinchadas de champaña, había sido instantáneamente bautizada como
The Overflow Cup
«La copa desbordante».

Como las maniobras y los ejercicios no ocupaban más que las mañanas, sólo existía una manera honorable de llenar las tardes libres: la práctica del deporte y de los juegos de equipo, ya fuera el polo, la caza de jabalíes con lanza, el cricket, el hockey, la caza del zorro. Los jóvenes ingleses debían gastar sanamente su energía juvenil, pues en la idílica existencia del Ejército de la India, el sexo estaba proscrito. Se estimulaba a los oficiales a que no contrajeran matrimonio antes de los cuarenta años. Desde la rebelión indígena de 1857, estaba mal visto sostener relaciones con una india, y las casas de prostitución no eran lugares que frecuentaran los
gentlemen
. Un gran galope a rienda suelta, tal era el recurso aconsejado.

Los oficiales tenían derecho a dos meses de permiso anual, pero con facilidad obtenían más cuando las fronteras estaban tranquilas. Se iban entonces a cazar el tigre y la pantera en las junglas de la India Central, el leopardo de las nieves, el íbice y el oso negro al pie del Himalaya, o a pescar el vivaracho
mahseer
en los transparentes torrentes de Cachemira. Ismay había pasado, así, sus primeras vacaciones en una casa flotante de Srinagar, en medio de la vistosas corolas de las flores de loto, mientras sus poneys de polo pastaban en la cercana orilla. Cuando llegaba la estación cálida, subía a Gulmarg, a 2.700 metros de altura. «El campo de polo estaba hecho de verdadero césped inglés, y había allá arriba un club en el que nos pasábamos veladas enteras arreglando el mundo».

Los jóvenes oficiales del Ejército de la India no arreglaron jamás los asuntos del mundo. Pero, con sus fusiles, tan hábiles en abatir a los tigres de Bengala como a los rebeldes de las tumultuosas tribus de la frontera afgana, con todo el folklore que acompañaba a sus cabalgadas por las altiplanicies de Asia, con sus calabazas siempre llenas de whisky, con sus palos y sus mazas de polo, fueron los orgullosos y lejanos guardianes del imperio más grande de la Historia.

Sirviendo codo a codo en una cordial camaradería de armas, los soldados hindúes, sikhs y musulmanes del Ejército de la India habían dado durante generaciones, y bajo el mando de oficiales británicos, un bello ejemplo de fraternidad. Mezclaban su sangre en los campos de batalla, compartían los mismos peligros, los mismos deberes, las mismas alegrías. Bajo los pliegues de los estandartes británicos, reconciliaban sus atávicos antagonismos. La Segunda Guerra Mundial y sus inmediatas consecuencias habían, sin embargo, de modificar este equilibrio. Durante las últimas semanas de su existencia, el Ejército de la India empezó a verse contaminado, a su vez, por la oleada de odio que sacudía al país. Por primera vez, cipayos, sikhs y musulmanes se negaron a comer juntos. Este racismo, cuya ausencia había constituido el orgullo del Ejército de la India, iba a servir ahora para dividirlo
[23]
.

Un simple formulario a multicopista, dirigido a principios de julio a cada uno de sus miembros, se convirtió en el agente de la destrucción del Ejército de la India. Les pedía que especificaran si quería servir en el Ejército paquistaní o en el indio. La elección no planteaba ningún problema a los sikhs ni a los hindúes: Jinnah no los quería en su Ejército, y todos sin excepción decidieron permanecer en el Ejército indio.

Para los musulmanes, cuyos hogares se encontrarían situados en la India después de la partición, esta hoja de papel planteaba, por el contrario, un terrible dilema. ¿Debían abandonar su tierra natal, la casa de sus antepasados, sus familias, e incorporarse al Ejército de un Estado que reclamaba su fidelidad, por la sola razón de que eran musulmanes? ¿O debían continuar viviendo en el país al que tantos lazos les unían y aceptar el riesgo de que sus carreras resultaran afectadas por la creciente animosidad hacia su comunidad?

Uno de estos indios musulmanes que más desgarrado se sentía por esta alternativa era un veterano de El Alamein, el teniente coronel Enaith Habibullah. Pidió permiso para ir a su casa familiar de Luchnow, donde su padre era vicecanciller de la Universidad y su madre una partidaria fanática del Pakistán. Volvió a pasearse por las calles de su ciudad, contempló las mansiones de sus antepasados, barones feudales del reino de Udh, y recorrió las ruinas dejadas por la gran sublevación de 1857. «Mis antepasados murieron por estas piedras —pensó—. Es en la India en quien yo pensaba cuando me encontraba en la escuela en Inglaterra y cuando caían sobre mí los obuses alemanes en el desierto de Libia. Yo pertenezco a mi casa, a esta tierra. Me quedo aquí»
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.

Para el comandante Yacub Khan, joven oficial musulmán que servía en la guardia del virrey, la decisión que debía tomar era la más importante de su vida. Para reflexionar sobre su elección él también regresó al Estado principesco de Rampur, donde su padre era el Primer Ministro de su tío, el nabab. Volvió a contemplar con emoción la bella mansión cercana al suntuoso palacio de su tío. Conservaba muchos y felices recuerdos de esta casa: los banquetes de cien cubiertos servidos en la vajilla dorada, las noches de fiesta, las cacerías y sus cortejos de veinte o treinta elefantes transportando a los tiradores hasta la selva, los fabulosos bailes que duraban hasta el amanecer al son de una docena de orquestas, la procesión de «Rolls-Royce» ante la escalinata, el champaña que corría a mares. Recordaba las jiras campestres bajo las tiendas decoradas con cojines multicolores y preciosos tapices de seda, con grandes mesas rebosantes de manjares. Se fue a soñar a los salones del palacio, volvió a encontrarse con nostalgia en la gran sala de cenas de gala, adornada con los retratos de Victoria y Jorge V, la piscina de mármol blanco, donde había pasado tantos y tan alegres días. Todo aquello pertenecía a otra vida, pensó, una vida llamada a desaparecer en la India socialista que iba a nacer con la Independencia. ¿Qué lugar podía ofrecer esa India a alguien como él, heredero de una familia principesca musulmana?

Yacub Khan sentía que no había para él otra opción que la de emigrar al Pakistán. Trató de explicárselo a su madre:

—Tú has vivido tu vida —dijo—. Yo tengo aún la mía por delante. No creo que los musulmanes tengan un futuro en la India después de la partición.

La anciana le miró, incrédula e irritada a la vez.

—No comprendo lo que quieres decir —se asombró—. Vivimos aquí desde hace tres siglos.
Ham hawaké bankhön davara ayé
. Hemos llegado a las llanuras de la India en alas del viento —continuó en urdu—. Hemos visto el saqueo de Delhi. Tus antepasados lucharon contra los ingleses por esta tierra. Tu bisabuelo fue fusilado durante la Sublevación. Nos hemos batido, rebelado, defendido. Y ahora, hemos encontrado un hogar libre. Nuestras tumbas están aquí.

—Soy vieja —concluyó—. Mis días están contados. No entiendo gran cosa de política, pero experimento los deseos de una madre, y son egoístas. Temo que tu decisión nos separe.

—No —protestó su hijo—. Será tan sencillo como si estuviese de guarnición en Karachi, en lugar de Nueva Delhi.

Salió a la mañana siguiente. Era un hermoso día de verano. Su madre llevaba un
sari
blanco —el color del luto para los musulmanes y para los hindúes—, cuyo resplandor recortaba su silueta sobre la fachada de greda rosa de la casa familiar. Hizo pasar a su hijo bajo un ejemplar del Corán que sostenía sobre su cabeza. Después le hizo tomar en sus manos el libro santo y le pidió que besara su portada.

Recitaron juntos varios versículos a manera de oración de despedida. Luego, la madre sopló suavemente en dirección a su hijo para estar segura de que le acompañaría su oración.

Al abrir la portezuela del gran «Packard» que debía llevarle a la estación, Yacub Khan se volvió para hacer un último gesto con la mano. Erguida y digna en su tristeza, la anciana saludó con la cabeza. Desde las ventanas de la casa, criados tocados con turbantes enviaban sus
salam
. Una de esas ventanas era la de la habitación que Yacub Khan había ocupado de joven, habitación llena de palos de cricket, de álbumes de fotos, de las copas ganadas jugando al polo, de todos los recuerdos de su infancia. No había ninguna prisa, pensó. Una vez que se hubiera instalado en el Pakistán, volvería para buscar todo aquello.

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