Evans entró en la limusina. Regresaron hacia las luces de San Francisco.
El avión de Morton volvió a Los Ángeles a mediodía. Los ánimos eran sombríos. Iban a bordo las mismas personas, y unas cuantas más, pero permanecían sentadas en silencio. Las últimas ediciones de los periódicos habían publicado la historia de que el filántropo millonario George Morton, deprimido por la muerte de su amada esposa Dorothy, había pronunciado un discurso deshilvanado (calificado de «tortuoso e ilógico» por el
San Francisco Chronicle
) y unas horas después había muerto en un trágico accidente de automóvil mientras ponía a prueba su nuevo Ferrari.
En el tercer párrafo, el periodista comentaba que las muertes en coches conducidos por una sola persona se debían con frecuencia a depresiones no diagnosticadas ya menudo eran suicidios disfrazados. Y esta era, según un psiquiatra interrogado al respecto, la explicación más probable de la muerte de Morton.
Cuando llevaban unos diez minutos en el aire, el actor Ted Bradley propuso:
—Creo que deberíamos brindar en memoria de George y guardar un minuto de silencio.
Y ante el general consenso, se repartieron copas de champán.
—Por George Morton —dijo Ted—. Un gran americano, un gran amigo y un gran defensor del medio ambiente. Nosotros y el planeta lo echaremos de menos.
Durante los siguientes diez minutos las celebridades reunidas a bordo mantuvieron una relativa moderación, pero poco a poco la conversación subió de volumen y al final empezaron a charlar y discutir como de costumbre. Evans viajaba en la parte de atrás, en el mismo asiento que había ocupado en el vuelo de ida. Observó la acción en torno a la mesa situada en el centro, donde Brad ley explicaba que Estados Unidos obtenía solo el dos por ciento de su energía de fuentes sostenibles y que se necesitaba un programa de choque para construir miles de estaciones eólicas costa afuera, como hacían Inglaterra y Dinamarca. La conversación derivó hacia las células de combustible, los coches de hidrógeno y las viviendas fotovoltaicas desconectadas de la red de suministro. Algunos hablaron de lo mucho que les gustaban sus automóviles híbridos, que habían comprado para sus empleados.
Escuchándolos, Evans recobró el ánimo. Pese a la pérdida de George Morton, quedaban aún muchas personas como esas —personas destacadas y famosas comprometidas con el cambio— que guiarían a la siguiente generación hacia un futuro más ilustrado.
Empezaba a vencerle el sueño cuando Nicholas Drake ocupó el asiento contiguo. Drake se inclinó a través del pasillo.
—Oye, te debo una disculpa por lo de anoche —dijo.
—No te preocupes —contestó Evans.
—Me pasé de la raya. Y quiero que sepas que lamento mi comportamiento. Estaba tenso, y muy preocupado. Ya sabes que George actuaba de manera muy rara desde hacía un par de semanas. Dejaba caer comentarios extraños, provocaba discusiones. En retrospectiva, da la impresión de que empezaba a entrar en una crisis nerviosa. Pero yo no lo sabía. ¿Y tú?
—No estoy muy seguro de que haya sido una crisis nerviosa.
—Tiene que haberlo sido —insistió Drake—. ¿Qué podría ser si no? Dios mío, reniega de la obra de su vida, y va y se mata. Por cierto, puedes olvidarte de los documentos que firmó ayer. Dadas las circunstancias, es evidente que no estaba en su sano juicio. Y ya sé —añadió— que ese será también tu planteamiento. Para ti, es ya bastante conflictivo trabajar para él y para nosotros. En realidad, deberías haberte declarado no apto para el trabajo y ocuparte de que cualquier papel fuese redactado por un abogado neutral. No voy a acusarte de negligencia, pero has demostrado un juicio más que discutible.
Evans no dijo nada. La amenaza era muy clara.
—Bueno, en todo caso —continuó Drake, apoyando la mano en la rodilla de Evans—, solo quería disculparme. Sé que hiciste lo que estaba a tu alcance en una situación difícil, Peter, y… creo que vamos a salir bien librados de esta.
El avión aterrizó en Van Nuys. Una docena de limusinas todoterreno negras, la última moda, aguardaban en fila a los pasajeros en la pista. Las celebridades se abrazaron, se lanzaron besos y se separaron.
Evans fue el último en marcharse. No tenía rango para disponer de coche y chófer. Subió a su pequeño Prius híbrido, que había dejado allí aparcado el día anterior, cruzó la verja y salió a la autovía. Pensó que debía ir a la oficina, pero unas imprevistas lágrimas asomaron a sus ojos mientras avanzaba entre el tráfico de mediodía. Se las enjugó y decidió que estaba demasiado cansado para ir a trabajar. En lugar de eso regresaría a su apartamento y dormiría un rato.
Casi había llegado a casa cuando sonó el móvil. Era Jennifer Haynes, del equipo litigante de Vanuatu.
—Siento lo de George —dijo—. Ha sido terrible. Como puedes imaginar, aquí todo el mundo está muy inquieto. Retiró la financiación, ¿verdad?
—Sí, pero Nick luchará por conservarla. Tendréis vuestra financiación.
—Tenemos que quedar para comer —dijo ella.
—Bueno creo…
—¿Hoy?
Algo en su voz lo indujo a contestar:
—Lo intentaré.
—Telefonéame cuando estés aquí.
Evans cortó la comunicación. El teléfono volvió a sonar casi de inmediato. Era Margo Lane, la amante de Morton. Estaba furiosa.
—¿Qué carajo pasa?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Evans.
—¿Iba a avisarme alguien, joder?
—Perdona, Marga…
—Acabo de verlo por televisión. Desaparecido en San Francisco y dado por muerto. Salían imágenes del coche.
—Iba a llamarte al llegar a la oficina —dijo Evans, aunque la verdad era que Marga se le había olvidado por completo.
—¿Y cuándo habría sido eso, la semana que viene? Eres peor que esa ayudante enferma tuya. Eres el abogado de George, Peter. Haz tu puto trabajo. Porque, afrontémoslo, esto no ha sido una sorpresa. Sabía que acabaría pasando. Todos los sabíamos. Quiero que vengas aquí.
—Tengo un día muy ajetreado.
—Solo un momento.
—De acuerdo —dijo Evans—. Solo un momento.
Marga Lane vivía en la decimoquinta planta de un bloque de rascacielos del Wilshire Corridor. El portero tuvo que avisar antes de permitir a Evans entrar en el ascensor. Marga sabía que subía, y aun así abrió la puerta envuelta en una toalla.
—¡Ah! No esperaba que llegases tan pronto. Pasa; acabo de salir de la ducha.
Tendía a hacer esas cosas, a exhibir su cuerpo. Evans entró en el apartamento y se sentó en el sofá. Ella se acomodó enfrente. La toalla apenas le cubría el torso.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿A qué viene todo eso de George?
—Lo lamento —dijo Evans—, pero George se estrelló con su Ferrari a gran velocidad y salió lanzado. Cayó al mar; encontraron un zapato al pie del precipicio. No se ha recuperado el cuerpo, pero prevén que aparezca dentro de una semana más o menos.
Evans esperaba que Margo, con su afición al melodrama, se echase a llorar, pero no fue así. Simplemente se quedó mirándole.
—Tonterías —dijo.
—¿Por qué dices eso, Marga?
—Porque se ha escondido o algo así. Tú lo sabes.
—¿Escondido? ¿Por qué?
—Seguramente por nada en particular. Supongo que te diste cuenta de lo paranoico que andaba.
Mientras hablaba, cruzó las piernas. Evans procuró mantener la mirada fija en su cara.
—¿Paranoico? —repitió.
—No hagas como si no lo supieras, Peter. Era evidente.
Evans negó con la cabeza.
—No para mí.
—Vino aquí por última vez hace un par de días —explicó Marga—. Fue derecho a la ventana y, desde detrás de la cortina, miró la calle. Estaba convencido de que lo seguían.
—¿Había hecho eso antes alguna vez?
—No lo sé. En los últimos tiempos apenas lo veía; estaba de viaje. Pero siempre que le llamaba y le preguntaba cuándo iba a pasarse por aquí, decía que no era seguro venir a esta casa.
Evans se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó a un lado y miró la calle.
—¿También a ti te siguen? —preguntó Margo.
—No lo creo.
En Wilshire Boulevard el tráfico era intenso, el principio de la hora punta de la tarde. Tres hileras de coches avanzaban rápidamente en ambos sentidos. Incluso desde allí arriba se oía el ruido del tráfico. Pero no había sitio donde aparcar, donde dejar de circular. Un Prius híbrido azul había parado junto al bordillo al otro lado de la calle, y los otros coches formaban cola detrás, haciendo sonar sus bocinas. Al cabo de un momento el Prius arrancó de nuevo.
No era lugar para detenerse.
—¿Ves algo sospechoso? —quiso saber Marga.
—No.
—Yo tampoco he visto nunca nada. Pero George sí, o eso pensaba él.
—¿Dijo quién le seguía?
—No. —Marga volvió a cambiar de posición en el sofá—. Pensé que le convenía medicarse, y así se lo dije.
—¿Y qué opinó él?
—Contestó que también yo corría peligro. Me aconsejó que abandonase la ciudad por una temporada, que fuese a casa de mi hermana en Oregón. Pero me negué. —Se le estaba soltando la toalla. Se la ciñó, dejando más a la vista sus pechos firmes y realzados—. Por eso te digo que George se ha escondido. Y creo que mejor será que lo encuentres cuanto antes, porque necesita ayuda.
—Entiendo —respondió Evans—. Pero cabe la posibilidad de que no se haya escondido, de que se estrellase realmente con el coche… y en ese caso, Marga, debes ocuparte de ciertas cosas.
Le explicó que si George seguía desaparecido, podían ordenar la inmovilización de todos sus bienes. Eso implicaba que a ella le convenía retirar el dinero de la cuenta bancaria en la que él le ingresaba una cantidad mensual. Así se aseguraría lo necesario para seguir viviendo.
—Pero eso es una estupidez —objetó ella—. Sé que volverá dentro de unos días.
—Por si acaso —insistió Evans. Marga frunció el entrecejo.
—¿Me ocultas algo?
—No —contestó Evans—. Solo digo que este asunto podría tardar un tiempo en aclararse.
—Oye, George está enfermo. Se supone que eres su amigo. Encuéntralo.
Evans dijo que lo intentaría. Cuando salió del apartamento, Marga, indignada, se dirigía al dormitorio para vestirse dispuesta a ir al banco.
Fuera, bajo el blanquecino sol de la tarde, lo invadió una sensación de fatiga. Su único deseo era volver a casa y acostarse. Entró en el coche y se puso en marcha. Veía ya su apartamento cuando sonó otra vez el teléfono.
Era Jennifer, que quería saber dónde estaba.
—Lo siento, pero hoy no puedo ir —dijo Evans.
—Es importante, Peter. De verdad.
Evans se disculpó y dijo que la telefonearía más tarde.
Después llamó Lisa, la secretaria de Herb Lowenstein, para comunicarle que Nicholas Drake llevaba toda la tarde intentando ponerse en contacto con él.
—Le urge hablar contigo.
—De acuerdo —dijo Evans—, le llamaré.
—Parece que está furioso.
—Muy bien.
—Pero mejor será que antes telefonees a Sarah.
—¿Por qué?
Se cortó la línea. Siempre ocurría en el callejón trasero que daba a su apartamento; allí el móvil no tenía cobertura. Guardó el teléfono en el bolsillo de la camisa con la idea de llamar unos minutos después. Recorrió el callejón y dejó el coche en su plaza del aparcamiento.
Subió por la escalera de atrás hasta su apartamento y abrió la puerta.
Se quedó mirando atónito.
El apartamento estaba patas arriba. Los muebles rotos, los cojines rajados, papeles por todas partes, los libros esparcidos por el suelo.
Permaneció de pie en el umbral de la puerta, estupefacto. Al cabo de un momento entró, enderezó una silla volcada y se sentó. Pensó que debía llamar a la policía. Se levantó, localizó el teléfono en el suelo y marcó. Pero casi de inmediato empezó a sonar el móvil en su bolsillo. Colgó el fijo y contestó.
—¿Sí? —Era Lisa.
—Se ha cortado —dijo—. Mejor será que llames a Sarah enseguida.
—¿Por qué?
—Está en casa de Morton. Han entrado a robar.
—¿Cómo?
—Sí, ya sé. Mejor llámala. Parecía muy alterada.
Evans cerró el teléfono. Entró en la cocina. También allí estaba todo revuelto. La única idea que acudió a su cabeza fue que la mujer de la limpieza no iría hasta el martes siguiente. ¿Cómo iba a poner aquello en orden él solo?
Marcó el número en su teléfono.
—¿Sarah?
—¿Eres tú, Peter?
—Sí. ¿Qué ha pasado?
—Por teléfono no. ¿Estás ya en casa?
—Acabo de llegar.
—¿Y… te ha pasado a ti también?
—Sí, también.
—¿Puedes venir?
—Sí.
—¿Cuánto tardarás? —preguntó Sarah. Parecía asustada.
—Diez minutos.
—De acuerdo. Hasta luego.
Colgó.
Evans accionó la llave de contacto de su Prius y el motor cobró vida. Le complacía tener el híbrido. En esos momentos la lista de espera en Los Ángeles para conseguir uno era de más de seis meses. Se había visto obligado a aceptar uno gris claro, que no era su color preferido, pero el coche le encantaba. Y veía con callada satisfacción que circulaban ya muchos por las calles.
Salió a Olympic desde el callejón. Al otro lado, vio un Prius azul, igual que el que había parado frente al edificio de Margo. Era azul eléctrico, un color chillón. Pensó que le gustaba más su gris. Dobló a la derecha y luego a la izquierda, encaminándose hacia el norte por Beverly Hills. Sabía que a esa hora del día se encontraría con el tráfico de hora punta y le convenía más subir hasta Sunset, donde la circulación era un poco más fluida.
Cuando llegó al semáforo de Wilshire, vio otro Prius azul detrás de él. Del mismo color poco afortunado. Con dos ocupantes, ninguno de ellos joven. Cuando recorrió el trecho hasta el semáforo de Sunset, el mismo automóvil seguía detrás de él. A dos coches de distancia.
Dobló a la izquierda hacia Holmby Hills.
El Prius giró también a la izquierda. Lo seguía.
Evans se detuvo ante la verja de la casa de Morton y pulsó el timbre del portero electrónico. La cámara de seguridad instalada sobre el buzón parpadeó.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Soy Peter Evans. Vengo a ver a Sarah Jones.
Una breve pausa y después un zumbido. La verja se abrió lentamente, revelando una carretera curva. Desde allí aún no se veía la casa.