Estado de miedo (13 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Pero el nivel del mar no puede ser un dato discutible —dijo Evans—. Es demasiado sencillo. Se pone una marca en un muelle durante la marea alta, se mide año tras año, se ve subir… o sea, ¿cómo puede ser eso tan difícil?

Balder suspiró.

—¿Piensa que el nivel del mar es algo sencillo? Pues no lo es, créame. ¿Ha oído hablar alguna vez del geoide? ¿No? El geoide es la superficie equipotencial del campo gravitacional de la tierra que se aproxima a la superficie media del mar. ¿Eso le aclara algo?

Evans negó con la cabeza.

—Bien, es un concepto básico en la medición de los niveles del mar. —Balder hojeó la pila de papeles que tenía delante—. ¿Y los modelos glacio-hidro-isostáticos? ¿Los efectos eustáticos y tectónicos en la dinámica de las costas? ¿Las secuencias sedimentarias del Holoceno? ¿La distribución de foraminíferos entre mareas? ¿Los análisis de carbono de los paleoambientes costeros? ¿La aminostratigrafía? ¿No? ¿No le suenan? El nivel del mar es una especialidad sometida a un debate feroz, se lo aseguro. —Echó a un lado el último de los artículos—. Eso estoy revisando ahora. Pero las disputas dentro de esta área dan una importancia añadida al hecho de encontrar datos irrefutables.

—¿Y están obteniendo esos datos?

—Esperamos que lleguen, sí. Los australianos cuentan con varias bases de datos. Los franceses tienen al menos una en Moorea y quizá otra en Papeete. Hay una financiada por la Fundación V. Allen Willy, pero puede que sea de duración demasiado corta. Y lo mismo ocurre con otras bases de datos. Habrá que ver.

Sonó el intercomunicador.

—Señor Balder —dijo la ayudante—, el señor Drake al teléfono, del NERF.

—Muy bien. —Balder se volvió hacia Evans y le tendió la mano—. Ha sido un placer hablar con usted, señor Evans. Reitero nuestro agradecimiento a George. Dígale que puede pasarse por aquí cuando quiera echar un vistazo. Siempre trabajamos intensivamente. Buena suerte. Cierre la puerta al salir. Balder se dio la vuelta y cogió el teléfono. Evans lo oyó decir:

—¿Y bien, Nick? ¿Qué carajo pasa en el NERF? ¿Vas a resolverme esto o no?

Evans cerró la puerta.

Salió del despacho de Balder con una persistente sensación de inquietud. Balder era uno de los hombres más persuasivos del planeta. Sabía que Evans estaba allí en representación de George Morton. Sabía que Morton estaba a punto de hacer una gran aportación para financiar la demanda. Balder debería haber mostrado un total optimismo, una confianza palpable. Y en realidad así había sido al principio.

«Yo no tengo la menor duda de que ganaremos el caso».

Pero después Evans había oído:

«Los desafíos son significativos».

«Hasta el momento no contamos con un solo perito que no pueda desmentirse».

«Este caso dependerá de los niveles del mar registrados…» «Creo que es necesario dorar la píldora».

«El nivel del mar es una especialidad sometida a un debate feroz».

«Habrá que ver».

Desde luego no era una conversación calculada para aumentar el nivel de confianza de Evans. Como tampoco lo había sido, de hecho, la sesión de vídeo con Jennifer Haynes para hablar de los problemas científicos a los que se enfrentaba la demanda.

Pero, pensando en ello, decidió que esas manifestaciones de duda eran en realidad una señal de confianza por parte del equipo legal. Evans era también abogado; conocía las circunstancias que rodeaban el proceso, y habían sido francos con él. Era un caso que iban a ganar, aunque no sería fácil, debido a la complejidad de los datos y el escaso margen de atención del jurado.

Así pues: ¿Recomendaría a Morton que siguiese adelante?

Por supuesto.

Jennifer lo esperaba frente al despacho de Balder.

—Peter, en la sala de reuniones aguardan tu regreso —dijo.

—Lo siento mucho, pero no me va a ser posible —respondió Evans—. Mis horarios…

—Lo comprendo —lo interrumpió ella—. Otra vez será. Me pregunto si realmente vas muy mal de horarios o si quizá tendrías un rato para comer conmigo.

—Ah, no —respondió Evans, sin alterarse—, no voy tan mal de horarios.

—Bien —dijo ella.

CULVER CITY
MARTES, 24 DE AGOSTO
12.15 H

Comieron en un restaurante mexicano de Culver City. Era un sitio tranquilo: solo había unos cuantos montadores cinematográficos de la cercana sede de Sony Studios, un par de adolescentes besuqueándose y un grupo de ancianas con pamela.

Se sentaron en un reservado de un rincón y los dos pidieron el menú del día.

—Según parece —comentó Evans—, Balder opina que los datos sobre el nivel del mar son la clave.

—Eso es lo que él piensa. Para serte sincera, yo no estoy tan segura.

—¿Y eso por qué?

—Nadie ha visto todos los datos. Pero incluso si son fiables, tienen que mostrar un aumento del nivel considerable para impresionar a un jurado, y puede que no sea así.

—¿Cómo no va a ser así? —dijo Evans—. Si los glaciares se están fundiendo y la Antártida disgregándose…

—Aun así puede que no lo sea —insistió ella—. ¿Conoces las islas Maldivas, en el océano Índico? Les preocupaba el riesgo de inundación, así que un equipo de investigadores escandinavos fue a estudiar los niveles del mar. Según descubrieron, no se había producido el menor aumento en varios siglos, y sí un descenso en los últimos veinte años.

—¿Un descenso? ¿Se publicó?

—El año pasado —contestó ella. Llegó la comida. Jennifer hizo un gesto de hastío: ya estaba bien de hablar de trabajo por el momento. Comió su burrito con fruición, limpiándose la barbilla con el dorso de la mano. Evans le vio una cicatriz blanca e irregular que iba desde la palma hasta la cara interna del antebrazo—. Dios, me encanta esta comida. En Washington es imposible probar una comida mexicana aceptable.

—¿Tú eres de allí?

Jennifer asintió con la cabeza.

—He venido para ayudar a John.

—¿Te lo pidió él?

—No podía negarme. —Se encogió de hombros—. Veo a mi novio un fin de semana sí, uno no. Viene él aquí o yo voy allí. Pero si el juicio sigue adelante, se prolongará durante un año, quizá dos. No creo que nuestra relación lo resista.

—¿A qué se dedica? Me refiero a tu novio.

—Es abogado.

Evans sonrió.

—A veces pienso que todo el mundo es abogado.

—Todo el mundo lo es. Se dedica al derecho del mercado financiero. No es mi terreno.

—¿Cuál es tu terreno?

—Preparación de testigos y selección de jurados. Análisis psicológico de los recursos humanos. Por eso estoy a cargo de los grupos temáticos.

—Entiendo.

—Sabemos que la mayoría de la gente que podríamos incluir en el jurado habrá oído hablar del calentamiento del planeta, y probablemente casi todos estarán predispuestos a creer que es real.

—Eso cabe esperar —dijo Evans—. Al fin y al cabo, es un hecho establecido desde hace quince años.

—Pero necesitamos determinar qué creerá la gente al someterlos a pruebas en sentido contrario.

—¿Como cuáles?

—Como los gráficos que te he enseñado antes. O los datos de los satélites. ¿Conoces los datos de los satélites?

Evans negó con la cabeza.

—La teoría del calentamiento del planeta predice que las capas superiores de la atmósfera se calentarán debido al calor condensado, igual que un invernadero. En la superficie terrestre, las temperaturas subirán después. Pero desde 1979 hay satélites en órbita que miden continuamente la atmósfera a ocho mil kilómetros de altitud. Demuestran que las capas superiores se calientan mucho menos que la tierra.

—Quizá haya algún problema con los datos…

—Créeme, los datos de los satélites se han analizado docenas de veces —aseguró Jennifer—. Con toda certeza son los datos sometidos a un escrutinio más riguroso en el mundo. Además, los datos de los globos sonda coinciden con los de los satélites. Muestran un calentamiento mucho menor al que prevé la teoría. —Se encogió de hombros—. Ese es otro problema para nosotros. Estamos trabajando en ello.

—¿Cómo?

—Pensamos que resultará demasiado complejo para un jurado. Los detalles de las sondas de microondas y los escanógrafos de desplazamiento lateral con análisis de radiancia de cuádruple canal; las dudas sobre si el Canal Dos ha sido rectificado para desviaciones diurnas y variaciones entre satélites; respuestas instrumentales no lineales variables en función del tiempo… Esperamos que eso los disuada. Pero ya está bien de todo esto. —Se enjugó la cara con la servilleta, y Evans vio otra vez la cicatriz blanca que le bajaba por el brazo.

—¿Cómo te hiciste eso? —preguntó. Jennifer se encogió de hombros.

—En la facultad de derecho.

—Y yo que pensaba que mi facultad era peligrosa.

—Daba clases de karate en el campus —aclaró ella—. A veces acababan tarde. ¿Vas a comer más patatas fritas?

—No —contestó Evans.

—¿Pedimos la cuenta?

—Cuéntamelo —insistió él.

—No hay mucho que contar. Una noche entré en el coche para volver a casa, y un chico subió de un salto al asiento del acompañante y sacó un arma. Me ordenó que arrancase.

—¿Un chico de tu clase?

—No. Un chico mayor. De casi treinta años.

—¿Qué hiciste?

—Le dije que saliese. Él me ordenó que pusiese el coche en marcha. Así que arranqué, y le pregunté adónde quería ir. Y él fue tan estúpido que señaló la dirección con la pistola, así que le di un golpe en la tráquea. No le golpeé con fuerza suficiente, y él disparó a bulto; hizo añicos el parabrisas. Entonces le golpeé otra vez con el codo. Dos o tres veces.

—¿Qué le pasó? —preguntó Evans.

—Murió.

—Dios mío —dijo Evans.

—Hay personas que toman decisiones equivocadas. ¿Por qué me miras así? Medía un metro ochenta y cinco y pesaba más de cien kilos y tenía antecedentes de aquí a Nebraska. Atraco a mano armada, agresión con arma mortífera, intento de violación… lo que quieras. ¿Crees que debería sentir lástima por él?

—No —se apresuró a responder Evans.

—Sí lo crees, lo veo en tu mirada. Mucha gente piensa así. Dicen: «Era solo un chico. ¿Cómo pudiste hacerlo?». Te diré una cosa: la gente no sabe de qué habla. Esa noche uno de los dos iba a morir. Me alegro de no haber sido yo. Pero naturalmente me causa malestar.

—No lo dudo.

—A veces me despierto bañada en un sudor frío. Veo dispararse el arma contra el parabrisas delante de mi cara. Me doy cuenta de lo cerca que estuve de morir. Fui una estúpida. Debería haberlo matado del primer golpe.

Evans guardó silencio. No sabía qué decir.

—¿Te han apuntado alguna vez con un arma a la cabeza? —preguntó ella.

—No…

—Entonces no tienes la menor idea de qué se siente, ¿verdad?

—¿Tuviste problemas después? —Quiso saber Evans.

—Claro que tuve problemas. Durante un tiempo pensé que no podría ejercer derecho. Alegaron que lo induje a hacerlo. ¿Puedes creer semejante gilipollez? No había visto a ese individuo en mi vida. Pero un excelente abogado vino en mi rescate.

—¿Balder?

Jennifer asintió con la cabeza.

—Por eso estoy aquí.

—¿Y lo del brazo?

—Ah, el coche se estrelló y me corté con los cristales rotos —contestó Jennifer. Hizo una seña a la camarera—. ¿Qué te parece si pedimos la cuenta?

—Pago yo.

Minutos después estaban otra vez fuera. Evans parpadeó bajo la blanquecina luz del mediodía. Caminaron calle abajo.

—Así pues, supongo que se te da bien el karate.

—Bastante bien.

Llegaron al almacén. Él le estrechó la mano.

—Me gustaría comer contigo alguna otra vez —dijo ella. Lo planteó de manera tan directa que Evans se preguntó si era un deseo personal o si quería tenerlo al corriente de cómo evolucionaba la demanda, porque, como había ocurrido con Balder, la mayor parte de lo que había dicho no era muy alentador.

—Me parece buena idea.

—No dejemos que pase mucho tiempo.

—De acuerdo.

—¿Me llamarás?

—Cuenta con ello —dijo Evans.

BEVERLY HILLS
MARTES, 24 DE AGOSTO
17.04 H

Casi había anochecido cuando llegó a casa y aparcó en el garaje situado frente al callejón. Subía ya por la escalera de atrás cuando la casera asomó la cabeza por la ventana.

—Se le han escapado por muy poco —dijo la mujer.

—¿Quiénes?

—Los técnicos del cable. Acaban de marcharse.

—Yo no he llamado a ningún técnico del cable —dijo Evans—. ¿Los ha dejado entrar?

—Claro que no. Han dicho que le esperarían. Se han ido hace un momento.

Evans no sabía de ningún técnico del cable que esperase a nadie.

—¿Cuánto tiempo han esperado?

—No mucho. Quizá diez minutos.

—Muy bien, gracias.

Llegó al rellano de la segunda planta. Un cartel colgaba del picaporte: «Lo sentimos pero no le hemos encontrado». Contenía una marca en la casilla: «Vuelva a llamar para solicitar otra hora». Entonces advirtió el problema. La dirección que constaba era el 1219 de Roxbury. La suya era el 2129 de Roxbury. Pero la dirección estaba en la puerta delantera, no en la trasera. Simplemente se habían equivocado. Levantó el felpudo para comprobar que allí seguía guardada la llave. Estaba exactamente donde la había dejado. No se había movido. Incluso se veía el contorno del polvo alrededor.

Abrió la puerta y entró. Fue a la nevera y vio el yogur caducado. Tenía que ir al supermercado pero estaba muerto de cansancio. Verificó el contestador para ver si había algún mensaje de Janis o Carol. No habían llamado. Ahora, claro, estaba la perspectiva de Jennifer Haynes, pero tenía novio, vivía en Washington y… Evans sabía que no saldría bien.

Pensó en telefonear a Janis, pero descartó la idea. Se duchó y contempló la posibilidad de pedir una pizza por teléfono. Se tendió en la cama para relajarse un momento antes de llamar. Y le venció el sueño de inmediato.

CENTURY CITY
MIÉRCOLES, 25 DE AGOSTO
8.59 H

La reunión se celebró en la gran sala de reuniones de la planta decimocuarta. Estaban presentes los cuatro contables de Morton; Sarah Jones, su ayudante; Herb Lowenstein, responsable de la gestión inmobiliaria; un tal Marty Bren, que se ocupaba de la asesoría fiscal del NERF, y Evans. Morton, que detestaba las reuniones para asuntos financieros, se paseaba inquieto.

—Empecemos ya —dijo—. Se supone que voy a donar diez millones de dólares al NERF, y hemos firmado los papeles, ¿no es así?

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