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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (10 page)

BOOK: Estado de miedo
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No obstante, aún era socio comanditario, y tenía un despacho pequeño, con una ventana que daba directamente a la uniforme pared de cristal del rascacielos situado en la acera de enfrente.

Evans examinó los papeles de su escritorio. Era el material que solía llegar a los abogados de su rango: un subarriendo residencial, un contrato de trabajo, interrogatorios por escrito en relación con una quiebra, un impreso para la Agencia Tributaria de California, y dos borradores de cartas con amenazas de demanda en nombre de sus clientes, una de una artista dirigida a una galería que se negaba a devolverle los cuadros no vendidos y otra de la amante de George Manan, que sostenía que el mozo de aparcamiento del Sushi Roku le había rayado el Mercedes descapotable al aparcarlo.

La amante, Margaret Lane, era una actriz con mal carácter y propensión a los pleitos. Siempre que George la desatendía —cosa que ocurría cada vez más a menudo en los últimos meses— encontraba motivos para demandar a alguien. E inevitablemente la demanda acababa en la mesa de Evans. Tomó nota de que debía telefonear a Marga; no consideraba recomendable seguir adelante con esa demanda, pero le costaría convencerla.

El siguiente asunto era una hoja de cálculo de un concesionario de BMW sito en Beverly Hills que sostenía que la campaña con el lema «¿Qué coche conduciría Jesús?». había sido perjudicial para su negocio porque denigraba a los automóviles de lujo. Al parecer, su establecimiento estaba a una manzana de una iglesia y algunos parroquianos se habían acercado por allí después de los servicios y habían sermoneado a sus vendedores. Al concesionario no le gustaba, pero Evans tenía la impresión de que sus cifras de ventas eran superiores a las del año anterior. También tomó nota para telefonearlo.

Consultó su correo electrónico, abriéndose paso entre veinte ofertas de agrandamiento de pene, diez de tranquilizantes y otras diez para solicitar una nueva hipoteca antes de que los índices empezasen a subir. Solo tenía media docena de mensajes importantes, el primero de Herb Lowenstein anunciándole que quería verlo, Lowenstein era el socio principal de la cuenta de Morton; se dedicaba sobre todo a la gestión inmobiliaria, pero también se ocupaba de otros aspectos del apartado de inversiones. En el caso de Mortan, la gestión inmobiliaria era un trabajo a jornada completa.

Evans se encaminó por el pasillo hacia el despacho de Herb.

Lisa, la ayudante de Herb Lowenstein, escuchaba por el teléfono. Colgó con cara de culpabilidad cuando entró Evans.

—Está hablando con Jack Nicholson.

—¿Qué tal está Jack?

—Bien. Acabando una película con Meryl. Ha habido algún que otro problema.

Lisa Ray era una mujer de veintisiete años y mirada despierta, y vivía plenamente dedicada al cotilleo. Desde hacía tiempo Evans dependía de ella para toda clase de información referente al bufete.

—¿Para qué quiere verme Herb?

—Algo relacionado con Nick Drake.

—¿Para qué es la reunión de mañana a las nueve?

—No lo sé —dijo ella con aparente asombro—. No he podido enterarme de nada.

—¿Quién la ha convocado?

—Los contables de Morton. —Lisa echó un vistazo al teléfono de su escritorio—. Ah, ya ha colgado. Puedes entrar directamente.

Herb Lowenstein se puso en pie y estrechó la mano a Evans con ademán mecánico. Era un hombre un poco calvo, de rostro agradable, trato cordial y un tanto propenso a los convencionalismos. Tenía el despacho decorado con docenas de fotografías de su familia, en fila de a tres y cuatro en su mesa. Se llevaba bien con Evans, aunque solo fuese porque en la actualidad siempre que la hija de treinta años de Morton era detenida por posesión de cocaína, era Evans quien iba al centro de la ciudad en plena noche a depositar la fianza. Lowenstein lo había hecho él mismo durante muchos años, y ahora se alegraba de poder dormir la noche entera.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué tal por Islandia?

—Bien. Mucho frío.

—Todo en orden.

—Sí.

—Entre George y Nick, quiero decir. ¿Todo en orden por lo que a eso se refiere?

—Eso creo. ¿Por qué?

—Nick está preocupado. Me ha llamado dos veces en una hora.

—¿Para qué?

—¿De qué lado estamos en cuanto a la donación de George al NERF?

—¿Nick ha preguntado eso?

—¿Hay algún problema en ese sentido?

—George quiere retenerla por un tiempo.

—¿Por qué?

—No me lo dijo.

—¿Tiene que Ver con ese tal Kenner?

—George no me lo dijo. Solo me pidió que retuviese la donación.

—Evans se preguntó cómo se había enterado Lowenstein de la visita de Kenner.

—¿Qué le digo a Nick?

—Dile que está en marcha pero aún no tenemos fecha.

—Pero no hay ningún problema, ¿no?

—A mí nadie me ha dicho que lo haya —respondió Evans.

—Muy bien. Pero entre tú y yo, ¿hay algún problema o no?

—Podría haberlo. —Evans estaba pensando que George rara vez retenía una donación benéfica y había percibido cierta tensión en la breve conversación que habían mantenido la noche anterior.

—¿Para qué es la reunión de mañana? —quiso saber Lowenstein—. En la sala grande.

—Ni idea.

—George no te lo ha dicho.

—No.

—Nick está muy alterado.

—Bueno, eso no es raro en Nick.

—Nick ha oído hablar de ese Kenner. Cree que es una persona conflictiva, una especie de antiecologista.

—Lo dudo —contestó Evans—. Es profesor del MIT, de alguna disciplina relacionada Con el medio ambiente.

—Nick cree qué es conflictivo.

—No sabría decirte.

—Os oyó a Morton y a ti hablar de Kenner en el avión.

—Nick debería dejar de escuchar a escondidas.

—Le preocupa la opinión que George pueda formarse de él.

—No me sorprende —dijo Evans—. Nick la pilló con un cheque por una suma considerable. Lo ingresó en la cuenta que no correspondía.

—Ya estoy al corriente de eso. Fue el error de un voluntario. No se puede culpar a Nick de eso.

—No contribuye a crear confianza.

—Ingresó a favor de la Sociedad Internacional para la Conservación de la Naturaleza, una gran organización. En este mismo momento están devolviendo el dinero mediante transferencia.

—Estupendo.

—¿De qué lado estás tú en esto?

—De ninguno. Solo hago lo que me dice mi cliente.

—Pero tú lo asesoras.

—Si me lo pide, y no me lo ha pedido.

—Parece que tú mismo has perdido confianza.

Evans negó con la cabeza.

—Herb, no estoy enterado de ningún problema; yo solo tengo constancia de un retraso. Eso es todo.

—Muy bien —dijo Lowenstein, y alargó la mano hacia el teléfono—. Tranquilizaré a Nick.

Evans regresó a su despacho. Sonaba el teléfono. Contestó.

—¿Qué haces hoy? —preguntó Morton.

—No gran cosa. Papeleo.

—Eso puede esperar. Quiero que vayas a ver cómo marcha la demanda de Vanuatu.

—Por Dios, George, aún está en los preliminares. Creo que faltan varios meses para presentarla.

—Hazles una visita —insistió Morton.

—De acuerdo. Están en Culver City, los llamaré y…

—No, no llames; ve.

—Pero si no esperan…

—Así es. Eso es lo que quiero. Hazme saber lo que averigües, Peter.

Y colgó.

CULVER CITY
MARTES, 24 DE AGOSTO
10.30 H

El equipo litigante de Vanuatu se había instalado en un viejo almacén al sur de Culver City. Era una zona industrial, con socavones en las calles. Desde la acera, no había mucho que ver; una simple pared de obra vista y una puerta con el número de la calle en abollados guarismos metálicos. Evans pulsó el botón del portero electrónico y le dieron paso a una pequeña zona de recepción delimitada con mamparas. Oía al otro lado un murmullo de voces pero no veía nada.

En la puerta del fondo, que daba al almacén en sí, había apostados dos guardias armados, Una recepcionista ocupaba un pequeño escritorio. Le dirigió una mirada poco cordial.

—¿Y usted es?

—Peter Evans, de Hassle & Black.

—¿Y viene a ver?

—Al señor Balder.

—¿Le espera?

—No.

Ella lo miró con expresión de incredulidad.

—Avisaré a su ayudante.

—Gracias.

La recepcionista habló por teléfono en voz baja. Evans la oyó mencionar el nombre del bufete. Echó una ojeada a los dos guardias. Eran de una empresa de seguridad privada. Le devolvieron la mirada; sus rostros eran adustos e inexpresivos.

La recepcionista colgó y dijo:

—La señorita Haynes saldrá dentro de un momento. —Dirigió un gesto de asentimiento a los guardias. Uno de ellos se acercó.

—Es solo una formalidad, caballero, pero ¿me permite ver algún documento de identificación? —preguntó a Evans. Evans le entregó el carnet de conducir.

—¿Lleva encima alguna cámara o equipo de grabación?

—No —contestó Evans.

—¿Algún tipo de disco, un extraíble, una tarjeta de memoria u otro equipo informático?

—No.

—¿Va armado?

—No.

—¿Le importaría levantar las manos un momento? —preguntó el guardia. Al ver que Evans lo miraba con extrañeza, añadió—: Considérelo como el control de seguridad de un aeropuerto.

Lo cacheó, pero era evidente que también buscaba cables. Recorrió con los dedos el cuello de su camisa y la cinturilla del pantalón, palpó las costuras de la chaqueta, y luego le pidió que se descalzase. Por último, lo examinó de arriba abajo con una varita electrónica.

—Se lo toman ustedes muy en serio —comentó Evans.

—Sí, así es, Gracias.

El guardia retrocedió y volvió a ocupar su puesto junto a la pared. No había dónde sentarse, así que Evans se quedó allí de pie y esperó. La puerta tardó un par de minutos en abrirse. Una mujer atractiva pero austera de cerca de treinta años, de cabello corto y oscuro y ojos azules, con vaqueros y camisa blanca, dijo:

—¿Señor Evans? Soy Jennifer Haynes. —Le estrechó la mano con firmeza—. Trabajo con John Balder. Acompáñeme.

Entraron.

Accedieron a un pasillo estrecho con una puerta cerrada en el extremo opuesto. Evans comprendió que se trataba de un compartimento de seguridad: dos puertas para entrar.

—¿A qué se debe todo eso? —preguntó, señalando hacia los guardias.

—Hemos tenido algún pequeño problema.

—¿Qué clase de problema?

—La gente quiere saber qué hacemos aquí.

—Hemos aprendido a actuar con cautela.

Jennifer Haynes sostuvo una tarjeta contra la puerta, y ésta se abrió.

Entraron en un viejo almacén, un enorme espacio de techo alto dividido mediante mamparas de cristal. Inmediatamente a su izquierda, detrás de los cristales, Evans vio una sala llena de terminales de ordenador, cada uno manejado por una persona joven con una pila de documentos junto al teclado. Fuera se leía en grandes letras:
DATOS EN BRUTO
.

A su derecha había una sala de reuniones del mismo tamaño con el cartel:
SATÉLITES/RADIOSONDA
. Evans vio a cuatro personas dentro de esa sala; hablaban acaloradamente ante enormes ampliaciones de un gráfico colgadas en la pared, líneas irregulares en una cuadrícula. Más allá, otra sala había sido asignada a
MODELOS DE CIRCULACIÓN GENERAL (MCG)
, Allí las paredes estaban cubiertas de grandes mapas del mundo, representaciones gráficas en muchos colores.

—¡Guau! —exclamó Evans—. Una operación por todo lo grande.

—Una demanda por todo lo grande —repuso Jennifer Haynes—. Estos son nuestros equipos temáticos. En su mayoría son estudiantes de postgrado de las ciencias del clima, no abogados. Cada equipo investiga un tema distinto para nosotros. —Empezó a señalar los diversos espacios del almacén—. El primer grupo se ocupa de los datos en bruto, es decir, los datos procesados procedentes del Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la Universidad de Columbia, en Nueva York, de la Red de Climatología Histórica de Estados Unidos en Oak Ridge, Tennessee, y del Centro Hadley en East Anglia, Inglaterra. Esas son las principales fuentes de datos sobre temperaturas en todo el mundo.

—Entiendo —dijo Evans.

—Aquel otro grupo trabaja con los datos recibidos vía satélite. Los satélites en órbita registran las temperaturas de las capas superiores de la atmósfera desde 1979, así que hay datos desde hace más de veinte años. Nos proponemos averiguar qué puede hacerse con eso.

—¿Qué puede hacerse con eso? —repitió Evans.

—Los datos vía satélite son un problema.

—¿Por qué?

Como si no lo hubiese oído, Jennifer Haynes señaló la siguiente sala.

—Ese equipo realiza análisis comparativos de los MCG, es decir, los modelos climáticos generados por ordenador, desde los años setenta hasta el presente. Como sabe, estos modelos son de gran complejidad, ya que exigen la manipulación de un millón de variables o más al mismo tiempo. Son, con diferencia, los modelos informáticos más complejos creados por el hombre.

Esencialmente trabajamos con modelos estadounidenses, británicos y alemanes.

—Entiendo… —Evans empezaba a sentirse abrumado.

—Y aquel equipo de allí estudia situaciones a nivel del mar.

Por ese pasillo, al doblar el recodo, está el grupo de paleoclima, que naturalmente realiza estudios por representación, y el último equipo se encarga de la radiación solar y los aerosoles. Tenemos también un equipo externo en la Universidad de California, en Los Ángeles, que analiza los mecanismos de retroalimentación atmosférica, centrándose básicamente en las variaciones experimentadas en las capas de nubes como consecuencia de los cambios de temperatura. Y poco más o menos eso es todo.

—Viendo la cara de confusión de Evans, guardó silencio por un instante. Disculpe. Como colabora con George Morton, he dado por supuesto que estaba usted familiarizado con todo esto.

—¿Quién ha dicho que colaboro con George Morton?

Ella sonrió.

—Conocemos nuestro trabajo, señor Evans.

Pasaron frente a una última sala acristalada sin rótulo. Estaba llena de gráficos y enormes fotografías, además de tres maquetas tridimensionales del globo terráqueo dentro de cubos de plástico.

—¿Y esto qué es? —preguntó Evans.

—Nuestro equipo audiovisual. Preparan material para el jurado. Algunos de los datos son en extremo complejos, y buscamos la manera más simple e impactante de presentarlos.

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