Estado de miedo (5 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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La sala, revestida de paneles de madera, se oscureció lentamente para permitir que la vista se acostumbrase al cambio de luz. En todas las paredes, los paneles de madera se deslizaron silenciosamente, dejando a la vista enormes pantallas planas. Algunas de las pantallas se desplazaron hasta quedar separadas de las paredes.

Al final, la puerta principal se cerró y el pestillo se corrió con un chasquido. Hitomi no habló hasta ese momento.

—Buenos días, Kenner-san. —En la pantalla principal se leía «Hitomi Akira» en inglés y japonés—. Buenos días, Thapa-san. —Hitomi abrió un ordenador portátil plateado muy pequeño y delgado—. Hoy les presentaré los datos de los últimos veintiún días, exactamente hasta hace veinte minutos. Son los hallazgos de nuestro proyecto conjunto, el Árbol de Akamai.

Los dos visitantes asintieron con la cabeza. Kenner sonrió con expectación. Y no era raro, pensó Hitomi. En ningún lugar del mundo vería una presentación como aquella, ya que la agencia de Hitomi era la líder mundial en acumulación y manipulación de datos electrónicos. En las pantallas se sucedió una imagen tras otra. Mostraron lo que parecía el lago tipo de una empresa: un árbol verde sobre fondo blanco y el rótulo
SOLUCIONES DE RED DIGITAL ÁRBOL DE AKAMAI
. El nombre y la imagen se habían elegido por su similitud con los lagos y los nombres de empresas auténticas que operaban en internet. Durante los dos últimos años, la red de servidores de Árbol de Akamai se componía en realidad de trampas cuidadosamente proyectadas. Incorporaban redes trampa multinivel de cuádruple verificación constituidas tanto en dominios empresariales como académicos. Ello les permitía seguir el rastro desde los servidores hasta el usuario con un índice de acierto del ochenta y siete por ciento. Venían cebando la red desde hacía un año, primero con carnaza corriente y luego con bocados cada vez más suculentos.

—Nuestros sitios duplicaron. Webs establecidas de geología, física aplicada, ecología, ingeniería civil y biogeografía —explicó Mitomi—. Para atraer buceadores, los datos típicos incluían información sobre el uso de explosivos en registros sísmicos, ensayos de estabilidad de estructuras ante la vibración y daños provocados por terremotos, y en nuestros sitios oceanográficos datos sobre huracanes, olas gigantes, tsunamis y demás. Ya están ustedes familiarizados con todo esto.

Kenner asintió con la cabeza.

—Sabíamos que teníamos un enemigo disperso —continuó Hitsami— e inteligente. Los usuarios a menudo actúan desde detrás de programas con filtros de contenido para navegación infantil o utilizan cuentas AOL con clasificación de adolescente, para inducirnos a pensar que son bromistas o scripters aficionados menores de edad. Sin embargo, no lo son, ni mucho menos. Están bien organizados, tienen mucha paciencia y son implacables. En las últimas semanas hemos empezado a comprenderlos mejor.

En la pantalla apareció una lista.

—En una mezcla de sitios y foros de discusión, nuestros programadores de sistemas descubrieron que los buceadores se agrupaban en las siguientes categorías:

Aarhus, Dinamarca

Argón/oxígeno, transmisores

Aislantes de alto voltaje

Cavitación (sólida)

Centro Nacional de Información Sísmica (NEIC)

Demolición controlada

Diarios misioneros del Pacífico

Diques de cajón hidráulico

Encriptación celular

Encriptación de datos en red

Explosivos modelados (temporizados)

Fondo Nacional de Recursos Medioambientales (NERF)

Fundación para las Enfermedades en las Selvas Tropicales (RFDF)

Hidróxido de potasio

Hilo, Hawai

Historia militar australiana

Mitigación de inundaciones

Prescott, Arizona

Propergol sólido para misiles

Proyectiles guiados por cable

Red de repetidores marinos

Shinkai 2000

Signaturas sísmicas, geológico

Toxinas y neurotoxinas

—Una lista impresionante, aunque misteriosa —dijo Hitomi—. Sin embargo, tenemos filtros para identificar a expertos y clientes de gran rendimiento. Estos son individuos que atacan los cortafuegos, plantan troyanos, robots y demás. Muchos de ellos buscan listas de tarjetas de crédito. Pero no todos. —Tecleó en su pequeño ordenador y las imágenes cambiaron—. Añadimos cada uno de estos temas a la red trampa con creciente pegajosidad e incluimos finalmente indicios de inminentes datos de investigación, que presentamos como cruces de mensajes por correo electrónico entre científicos de Australia, Alemania, Canadá y Rusia. Atrajimos una multitud y observamos el tráfico. Al final, aislamos un nódulo complejo en Norteamérica (Taranta, Chicago, Ann Arbar, Montreal) con ramificaciones en las dos costas de Estados Unidos, así como en Inglaterra, Francia y Alemania. Se trata de un importante grupo extremista Alfa. Es posible que hayan matado ya a un investigador en París. Esperamos datos. Pero las autoridades francesas pueden ser, lentas.

Kenner habló por primera vez.

—¿Y cuál es el actual incremento celular?

—El tráfico celular se está acelerando. Los mensajes de correo electrónico están considerablemente encriptados. El índice de transferencia va en aumento. Es evidente que hay un proyecto en marcha, de alcance mundial, sumamente complicado, en extremo caro.

—Pero no sabemos de qué se trata.

—Todavía no.

—Entonces mejor será que sigan el rastro del dinero.

—En eso estamos. En todas partes. —Hito mi esbozó una sombría sonrisa—. Es solo cuestión de tiempo que uno de esos peces muerda el anzuelo.

VANCOUVER
MARTES, 8 DE JUNIO
16.55 H.

Nat Damon firmó el papel con un gesto afectado.

—Nunca me habían pedido que firmase un acuerdo de confidencialidad.

—Me sorprende —dijo el hombre del traje reluciente a la vez que cogía el papel—. Pensaba que era el procedimiento de rigor. No queremos que nuestra información interna salga a la luz. —Era abogado y acompañaba a su cliente, un hombre barbudo con gafas que vestía vaqueros y camisa de trabajo. Este se presentó como geólogo especializado en petróleo, y Damon lo creyó. Desde luego, se parecía a los otros geólogos petroleros con los que había tratado.

La compañía de Damon se llamaba Canada Marine RS Technologies; desde una reducida oficina de las afueras de Vancouver, Damon alquilaba submarinos de investigación y sumergibles de control remoto a clientes de todo el mundo. Damon no era el dueño de esos submarinos; simplemente los alquilaba. Los aparatos se encontraban distribuidos por todo el mundo: Yokohama, Dubai, Melbourne, San Diego. Abarcaban desde sumergibles de quince metros plenamente equipados con una tripulación de seis hombres capaces de dar la vuelta al globo, hasta pequeñas máquinas de inmersión para un solo hombre, e incluso vehículos robotizados, aún menores, que se manejaban por control remoto desde una gabarra en la superficie.

Los clientes de Damon eran compañías mineras y energéticas que utilizaban los sumergibles para realizar prospecciones submarinas o para comprobar el estado de torres de prospección y plataformas petrolíferas mar adentro. Era un negocio especializado y su pequeña oficina, al fondo de un taller de carenado, no recibía muchos visitantes.

Sin embargo, esos dos hombres habían entrado por su puerta poco antes de la hora de cierre. Solo había hablado el abogado; el cliente se había limitado a entregar a Damon una tarjeta de visita donde se leía «Servicios Sísmicos», con una dirección de Calgary. Tenía lógica; Calgary era uno de los principales centros para las compañías de hidrocarburos. Allí tenían sede Petro-Canada, Shell, Suncor y muchas más, razón por la cual habían surgido docenas de pequeñas empresas privadas de consultaría que ofrecían prospecciones e investigación.

Damon cogió una pequeña maqueta del estante situado a sus espaldas. Era un diminuto submarino de morro chato y blanco con cabina de cristal. Lo colocó en la mesa frente a los dos hombres.

—Este es el vehículo que recomiendo para sus necesidades —dijo—. El
RS Scorpion
, construido en Inglaterra hace solo cuatro años. Lleva una tripulación de dos hombres. Funciona con energía eléctrica y gasoil con transmisión de argón de ciclo cerrado. Sumergido, consume un veinte por ciento de oxígeno y un ochenta por ciento de argón. Una tecnología sólida y probada: aspirador-neutralizador de hidróxido de potasio, componentes eléctricos a doscientos voltios, profundidad operativa de seiscientos metros y tres coma ocho horas de autonomía de inmersión. Es el equivalente al Shinkai 2000 japonés, si ustedes lo conocen, o el DownStar 80, del que hay cuatro unidades en todo el mundo, pero están todas alquiladas a largo plazo. El
Scorpion
es un submarino excelente.

Los dos hombres asintieron y cruzaron una mirada.

—¿Y qué clase de manipuladores externos lleva? —preguntó el hombre de la barba.

—Eso depende de la profundidad —contestó Damon—. A menor profundidad…

—Digamos a seiscientos metros. ¿De qué manipuladores externos dispone en ese caso?

—¿Desean recoger muestras a seiscientos metros?

—En realidad, colocamos dispositivos de control en el lecho marino.

—Entiendo. ¿Dispositivos radiofónicos? ¿Para enviar datos a la superficie?

—Algo así.

—¿De qué tamaño son esos dispositivos?

El hombre de la barba separó las manos algo más de cincuenta centímetros.

—Así de grandes más o menos.

—¿Y cuánto pesan?

—Ah, no lo sé exactamente. Quizá unos cien kilos.

Damon disimuló su sorpresa. Normalmente los geólogos de la industria petrolera sabían con toda precisión qué iban a colocar. Dimensiones exactas, peso exacto, gravedad específica exacta, todo eso. Aquel tipo hablaba con mucha vaguedad. Pero quizá era simple paranoia por parte de Damon.

—¿Yesos sensores son para trabajos geológicos? —prosiguió.

—En última instancia. En primer lugar necesitamos información sobre corrientes marinas, índices de flujo, temperaturas en el fondo, esas cosas.

Damon pensó: ¿Para qué? ¿Por qué necesitaban conocer las corrientes? Podían estar instalando una torre, desde luego, pero nadie haría eso a seiscientos metros de profundidad.

¿Qué se proponían aquellos tipos?

—Bueno —dijo—, si quieren colocar dispositivos externos, deben fijados al exterior del casco antes de la inmersión. Va provisto de repisas laterales a ambos lados con ese fin. —Señaló la maqueta—. Una vez sumergidos, pueden elegir entre dos brazos de control remoto para colocar los dispositivos. ¿Cuántos dispositivos son?

—Bastantes.

—¿Más de ocho?

—Ah, sí. Probablemente.

—Bueno, entonces tendrían que hacer múltiples inmersiones. En cada una pueden transportarse solo ocho o a lo sumo diez dispositivos externos.

Continuó hablando durante un rato, escrutando sus rostros e intentando averiguar qué ocultaban sus afables expresiones. Querían alquilar el submarino durante cuatro meses a partir de agosto de ese año. El submarino y la gabarra debían transportarse a Port Moresby, Nueva Guinea. Lo recogerían allí.

—Según adónde vayan, son necesarias ciertas licencias navales…

—Nos ocuparemos de eso más tarde —lo interrumpió el abogado.

—En cuanto a la tripulación…

—También de eso nos ocuparemos más tarde.

—Forma parte del contrato.

—Entonces inclúyalo. Lo que tenga por norma.

—¿Devolverán la gabarra en Moresby al final del período de arrendamiento?

—Sí.

Damon se sentó frente al ordenador de sobremesa y empezó a rellenar la hoja de presupuesto. En total había que introducir datos en cuarenta y tres casillas, sin contar el seguro. —Quinientos ochenta y tres mil dólares —dijo cuando obtuvo la cifra final.

Los dos hombres, sin inmutarse, se limitaron a asentir con la cabeza.

—La mitad por adelantado. Volvieron a asentir.

—El resto en depósito antes de la entrega en Port Moresby.

—Eso nunca lo exigía con clientes asiduos, pero por alguna razón estos dos le inquietaban.

—No hay problema —aseguró el abogado.

—Más el veinte por ciento para cubrir cualquier eventualidad, pagadero por adelantado.

Eso era simplemente innecesario. Pero ahora intentaba ahuyentar a aquellos dos individuos. No surtió efecto.

—No hay problema.

—De acuerdo —dijo Damon—. Bueno, si necesitan consultar con la empresa que los ha contratado antes de firmar…

—No. Estamos en situación de hacerla ya. —Y entonces uno de ellos sacó un sobre y se lo entregó a Damon—. Dígame si le parece correcto.

Era un cheque por valor de 250.000 dólares. Extendido por Servicios Sísmicos a nombre de Canada Marine. Damon movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Dejó el cheque y el sobre en su escritorio, junto a la maqueta del submarino.

—¿Le importa si anoto un par de cosas? —dijo uno de ellos, y cogiendo el sobre, escribió en él.

Y solo cuando ya se habían ido, Damon cayó en la cuenta de que le habían entregado el cheque y se habían llevado el sobre. Así no dejaban huellas. ¿O era paranoia suya? A la mañana siguiente prefirió pensar que era eso. Cuando fue al Scotia Bank a ingresar el cheque, pasó a ver a John Kim, el director del banco, y le pidió que averiguase si la cuenta de Servicios Sísmicos tenía fondos suficientes para cubrir el cheque.

John Kim se comprometió a comprobarlo de inmediato.

STANGFEDLIS
LUNES, 23 DE AGOSTO
3.02 H

«Dios, qué frío hace», pensó George Morton al bajarse del Land Cruiser. El filántropo multimillonario golpeó el suelo con los pies y se puso los guantes para entrar en calor. Eran las tres de la madrugada y el cielo presentaba un resplandor rojo, surcado por franjas amarillas del sol todavía visible. Un viento cortante barría Sprengisandur, la llanura oscura y desigual del interior de Islandia. Planas nubes grises flotaban a baja altura sobre la lava que se extendía a kilómetros a la redonda. A los islandeses les encantaba aquel lugar. Morton no entendía por qué.

En cualquier caso habían llegado a su destino: justo enfrente se alzaba un muro enorme y armado de nieve y roca cubiertas de polvo que se prolongaba hasta las montañas. Aquello era el Snorrajkul, un brazo del gigantesco glaciar Vatnajökull, el mayor casquete de hielo de Europa.

El conductor, un estudiante de posgrado, salió y batió palmas con entusiasmo.

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