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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (9 page)

BOOK: Estado de miedo
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—Oye —dijo Sarah—. ¿Sabes lo que es la guerra de redes?

—¿Cómo? —No la había oído bien por el ruido del viento.

—La guerra de redes.

—No —contestó él—. ¿Por qué?

—Los he oído hablar de eso antes de que llegaseis, a Kenner y ese Sanjong.

Evans negó con la cabeza.

—No me suena de nada. ¿Seguro que has oído bien?

—Quizá no, no lo sé. —Aceleró por Sunset, saltándose un semáforo en ámbar, y redujo la marcha al llegar a Beverly—. ¿Sigues viviendo en Roxbury?

Él dijo que sí. Le miró las largas piernas, que asomaban bajo la corta falda blanca.

—¿Con quién ibas a jugar al tenis?

—No creo que lo conozcas.

—No será, esto…

—No. Eso se acabó.

—Ya.

—Hablo en serio; se acabó.

—De acuerdo, Sarah. Ya te he oído.

—Los abogados sois todos tan recelosos…

—¿Vas a jugar con un abogado, pues?

—No, no es abogado. No juego con abogados.

—¿Qué haces con ellos?

—Lo menos posible, como todo el mundo.

—Lamento oírlo.

—Excepto contigo, claro —añadió Sarah, lanzándole una deslumbrante sonrisa.

Pisó el acelerador a fondo, arrancando un lamento al motor.

Peter Evans vivía en uno de los edificios de apartamentos más antiguos de Roxbury Drive, en la parte llana de Beverly Hills. Se componía de cuatro unidades y estaba situado frente al Roxbury Park. Este era un parque agradable, amplio y verde, siempre bullicioso. Vio a niñeras hispanas charlando en corrillos mientras cuidaban a los hijos de familias ricas. Ya varios ancianos sentados al sol. En un rincón, una madre trabajadora con traje de chaqueta aprovechaba la hora del almuerzo para estar con sus niños.

El coche frenó con un chirrido.

—Hemos llegado.

—Gracias —dijo Evans, y se apeó.

—¿No va siendo hora de que te mudes? Ya llevas aquí cinco años.

—Estoy demasiado ocupado para trasladarme —contestó él.

—¿Tienes las llaves?

—Sí. Pero siempre dejo una debajo del felpudo. —Se llevó la mano al bolsillo e hizo tintinear el metal—. Aquí están.

—Hasta la vista —dijo ella, y alejándose a todo gas, dobló la esquina con un chirrido y desapareció.

Evans atravesó el pequeño patio iluminado por el sol y subió a su apartamento de la segunda planta. Como siempre, la compañía de Sarah le había resultado un tanto inquietante. Era tan guapa y tan coqueta… Evans siempre tenía la sensación de que desconcertaba a los hombres para mantenerlos a distancia. Nunca sabía si Sarah quería que le propusiese una cita o no. Pero, teniendo en cuenta su propia relación con Morton, no le parecía buena idea. Nunca se lo propondría.

En cuanto entró por la puerta, sonó el teléfono. Era su ayudante, Heather. Se marchaba antes a casa porque se encontraba mal. Heather acostumbraba encontrarse mal a primera hora de la tarde, justo a tiempo de evitar el tráfico de hora punta. Tendía a faltar por enfermedad los viernes o los lunes. Sin embargo el bufete se mostraba sorprendentemente reacio a despedida; llevaba años allí.

Algunos rumoreaban que había tenido una relación con Bruce Black, el socio fundador, y que desde entonces Bruce vivía con el continuo temor de que su esposa lo averiguase, ya que todo el dinero era de ella. Otros sostenían que Heather se veía con otro de los socios del bufete, siempre alguien sin especificar. Una tercera versión era que ella estaba ya presente cuando el bufete se trasladó de un rascacielos de Century City a otro, y durante la mudanza descubrió por azar unos documentos comprometedores y los fotocopió.

Evans sospechaba que la verdad era mucho más prosaica: simplemente era una mujer lista que había trabajado allí tiempo de sobra para saberlo todo sobre despidos improcedentes, y ahora calibraba con sumo cuidado sus repetidas infracciones frente al coste y las complicaciones de despedirla para el bufete. Y de este modo trabajaba unas treinta semanas al año.

Invariablemente la asignaban al mejor socio comanditario, en el supuesto de que un buen abogado no se vería obstaculizado por su inconstancia. Evans llevaba años intentando librarse de ella. Le habían prometido una nueva ayudante para el año siguiente. Él lo veía como un ascenso.

—Siento que te encuentres maldijo a Heather con diligencia. Había que seguirle el juego.

—Es solo el estómago —respondió ella—. Tengo que ir al médico.

—¿Irás hoy?

—Bueno, intentaré pedir hora…

—Muy bien.

—Pero quería decirte que han programado una reunión importante para pasado mañana. A las nueve en la sala grande.

—¿Y eso?

—Acaba de telefonear el señor Morton. Por lo visto, han convocado a diez o doce personas.

—¿Sabes a quiénes?

—No. No lo han dicho.

Evans pensó: «Es inútil», y dijo:

—De acuerdo.

—Y no te olvides de la comparecencia de la hija de Morton para la semana que viene. Esta vez es en Pasadena, no en el centro. Y Marga Lane ha llamado por su pleito por el Mercedes, y ese concesionario de BMW insiste en seguir adelante.

—¿Aún quiere demandar a la parroquia?

—Llama día sí, día no.

—Muy bien. ¿Eso es todo?

—No, hay otros diez casos. Intentaré dejarte la lista en tu mesa si no me encuentro muy mal…

Eso significaba que no lo haría.

—Muy bien —dijo.

—¿Vas a venir?

—No, ya es tarde. Necesito dormir un rato.

—Entonces nos vemos mañana.

Cayó en la cuenta de que tenía hambre. En la nevera no había nada excepto un yogur de edad indeterminada, un apio mustio, y media botella de vino de su última cita, unas dos semanas antes.

Había estado viéndose con una chica llamada Carol que trabajaba en el departamento de responsabilidad civil de otro bufete. Se habían conocido en el gimnasio e iniciado una relación intermitente y poco entusiasta. Los dos estaban muy ocupados y, a decir verdad, no sentían gran interés mutuo. Quedaban una o dos veces por semana, hacían el amor apasionadamente y a continuación uno de los dos pretextaba una cita a la primera hora del día siguiente y se marchaba a casa. A veces también salían a cenar, pero muy de vez en cuando. Ninguno de los dos quería dedicarle tanto tiempo a aquello.

Entró en la sala de estar para comprobar el contestador automático. No había ningún mensaje de Carol, pero sí uno de Janis, otra chica a la que veía a veces.

Janis era monitora en el gimnasio, dueña de uno de esos cuerpos de Los Ángeles perfectamente proporcionados y duros como la piedra. Para Janis, el sexo era un acontecimiento atlético que implicaba distintas habitaciones, sofás y sillas, y Evans siempre acababa con la sensación de ser vagamente inadecuado, como si su índice de grasa corporal no fuese lo bastante bajo para ella. Pero seguía viéndola, extrañamente orgulloso de estar con una chica de aspecto tan increíble, aunque el sexo con ella no fuese nada del otro mundo. Ya menudo la encontraba disponible aunque la avisase con poco tiempo de antelación. Janis tenía un novio mayor que ella, un productor de un canal de noticias por cable. Este pasaba mucho tiempo fuera de la ciudad, y entonces ella se sentía inquieta.

Janis le había dejado el mensaje la noche anterior. Evans no se molestó en devolverle la llamada. Con Janis siempre era esa noche o dejémoslo.

Antes de Janis y Carol había habido otras mujeres, más o menos en las mismas condiciones. Evans se dijo que debía encontrar una relación más satisfactoria. Algo más serio, más adulto. Más acorde con su edad y esa etapa de la vida. Pero estaba muy ocupado y tomaba las cosas tal como venían.

Entretanto, tenía hambre.

Volvió a bajar, cogió su coche y se acercó al restaurante de comida rápida más próximo, una hamburguesería de Pico. Allí lo conocían. Tomó una hamburguesa doble con queso y un batido de fresa.

Regresó a casa con la intención de acostarse. Recordó entonces que le debía una llamada a Manan.

—Me alegro de que hayas telefoneado —dijo Morton—. Acabo de revisar ciertas cuestiones con… en fin, ciertas cuestiones. ¿En qué punto nos encontramos ahora respecto a mis donativos a NERF? ¿La demanda de Vanuatu y todo eso?

—No lo sé —contestó Evans—. Los papeles están redactados y firmados, pero creo que no se ha hecho aún ningún pago.

—Bien. Quiero que retengas los pagos.

—Claro, no hay problema.

—Solo por un tiempo.

—De acuerdo.

—No es necesario informar al NERF.

—No, no. Claro que no.

—Bien.

Evans colgó. Entró en su habitación para desnudarse. Volvió a sonar el teléfono.

Era Manis, la monitora.

—Eh —dijo—. Pensando en ti, me he preguntado qué estarías haciendo.

—Para serte sincero, me disponía a acostarme.

—Es muy pronto.

—Acabo de llegar de Islandia.

—Entonces debes de estar cansado.

—Bueno, tampoco tan cansado —contestó él.

—¿Quieres compañía?

—Claro.

Ella se rió y colgó.

BEVERLY HILLS
MARTES, 24 DE AGOSTO
6.04 H

Evans despertó con el sonido de un rítmico jadeo. Extendió el brazo sobre la cama, pero no encontró a Janis junto a él. Sin embargo, su lado seguía caliente. Bostezando, levantó un poco la cabeza. En la tibia luz de la mañana vio una pierna esbelta y perfectamente formada elevarse sobre los pies de la cama; enseguida se le unió la otra pierna. A continuación, las dos piernas descendieron despacio. Una inhalación, y las piernas volvieron a subir.

—Janis, ¿qué haces? —preguntó.

—Tengo que calentar. —Se puso en pie, sonriente, desnuda y relajada, segura de su aspecto, sus músculos bien perfilados—. Tengo una clase a las siete.

—¿Qué hora es?

—Las seis.

Evans dejó escapar un gruñido y hundió la cabeza en la almohada.

—Deberías levantarte ya —aconsejó Janis—. Dormir demasiado acorta la vida.

Él volvió a gruñir. Janis era una continua fuente de información en cuestiones de salud; en eso consistía su trabajo.

—¿Cómo es posible que dormir acorte la vida?

—Han hecho estudios con ratas. No las dejaban dormir, ¿y sabes qué? Vivían más tiempo.

—Ajá. ¿Te importaría encender la cafetera?

—Está bien —contestó ella—, pero deberías dejar el café.

—Salió de la habitación.

Evans apoyó los pies en el suelo y dijo:

—¿No te has enterado? El café previene los derrames cerebrales.

—No es verdad —repuso ella desde la cocina—. El café contiene novecientas veintitrés sustancias químicas distintas, y no es bueno para el organismo.

—Otro estudio —dijo él. Y era cierto.

—Además, provoca cáncer.

—Eso no se ha demostrado.

—Y abortos.

—Eso no me atañe.

—Y tensión nerviosa.

—Janis, por favor.

Ella regresó y, cruzando los brazos ante unos pechos perfectos, se apoyó contra la jamba de la puerta. Evans veía las venas dibujadas en la parte inferior de su abdomen, descendiendo hasta las ingles.

—Pues tú estás nervioso, Peter. Tienes que reconocerlo.

—Solo cuando contemplo tu cuerpo.

Janis hizo un mohín.

—No me tomas en serio. —Volvió a entrar en la cocina, mostrándole sus glúteos prominentes y perfectos. La oyó abrir la nevera—. No hay leche.

—Yo lo tomo solo.

Evans se puso en pie y se dirigió hacia la ducha.

—¿Has tenido algún desperfecto? —preguntó Janis.

—¿Por qué?

—Por el terremoto. Hubo uno ligero mientras estabas fuera.

De alrededor de cuatro coma tres.

—No que yo sepa.

—Pues desde luego movió tu televisor.

Evans su detuvo a media zancada.

—¿Cómo?

Movió tu televisor.

—Míralo tú mismo.

El sol de la mañana que entraba oblicuo por la ventana mostraba claramente el contorno donde la base del televisor había comprimido la alfombra. El aparato se había desplazado unos ocho centímetros respecto a su posición anterior. Era un televisor antiguo de treinta y dos pulgadas y muy pesado. No era fácil moverlo. Al verlo Evans sintió un escalofrío.

—Con todos esos adornos de cristal en la repisa de la chimenea considérate muy afortunado —dijo Janis Siempre se rompen incluso con los temblores más pequeños.

—¿Tienes seguro?

Él no contestó. Inclinado sobre el televisor comprobaba las conexiones de la parte de atrás. Todo parecía en orden. Pero hacía alrededor de un año que no echaba un vistazo detrás del aparato. En realidad no habría detectado ninguna anomalía.

—Por cierto —prosiguió ella—, esto no es café orgánico.

—Como mínimo deberías tomarlo orgánico ¿Me escuchas?

—Un momento.

Agachado frente al televisor Evans lo examinaba para ver si debajo se advertía algo fuera de lo normal. No vio nada.

—¿Y esto qué es? —preguntó Janis.

Ella miró. Janis sostenía un donut en la mano.

—Peter —dijo ella con severidad—, ¿sabes cuánta grasa contiene esto? Lo mismo sería que te comieras un trozo de mantequilla.

—Ya lo sé… debería dejarlos.

—Pues sí, deberías. A menos que quieras acabar con diabetes dentro de unos años. ¿Qué haces en el suelo? —Comprobaba el televisor.

—¿Por qué? ¿Está roto?

—No lo creo. —Se puso en pie.

—Tienes el agua de la ducha abierta —recordó Janis—. Eso demuestra poca conciencia ecológica. —Sirvió café y se lo entregó a Evans—. Ve a ducharte. Yo tengo que ir a mi clase.

Cuando salió del baño, Janis ya se había marchado. Estiró las sábanas (nunca hacía la cama, eso era a lo más que llegaba) y entró en el cuarto ropero para vestirse.

CENTURY CITY
MARTES 24 DE AGOSTO
8.45 H

El bufete de Hassle & Black ocupaba cinco plantas de un bloque de oficinas en Century City. Era un despacho de abogados con tendencia progresista y conciencia social. Representaba a muchas celebridades de Hollywood y activistas acaudalados comprometidos con las causas ecologistas. Menos publicidad se daba al hecho de que también contase entre su clientela con tres de las mayores promotoras inmobiliarias de Orange County. Pero como decían los socios, eso mantenía equilibrado el bufete.

Evans se había incorporado a Hassle & Black atraído por la militancia ecologista de muchos de sus clientes, en especial George Morton. Era uno de los cuatro abogados que trabajaban casi a jornada completa para Morton y para la organización benéfica predilecta de Morton, el NERF, Fondo Nacional de Recursos Medioambientales.

BOOK: Estado de miedo
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