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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (8 page)

BOOK: Estado de miedo
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Así que podía tratarse de cualquier cosa.

Pero por algún motivo Evans presentía que no se trataba de cualquier cosa.

Morton regresó.

—Los pilotos dicen que ya no hay problema.

Se sentó solo en la parte delantera del avión, cogió sus auriculares y cerró la puerta corredera para tener mayor privacidad.

Evans volvió a concentrarse en su revista.

—¿Crees que está bebiendo más que de costumbre? —preguntó Drake.

—En realidad no —contestó Evans.

—Estoy preocupado.

—Yo no me preocuparía —dijo Evans.

—Piensa que faltan solo cinco semanas para el banquete en su honor en San Francisco. Es nuestro mayor acto de recaudación de fondos de este año. Generará una publicidad considerable y nos ayudará a lanzar el Congreso sobre el Cambio Climático Abrupto.

—Ajá —dijo Evans.

—Querría asegurarme de que la publicidad se centra en cuestiones medioambientales, no en otra cosa. En algo de carácter personal, no sé si me entiendes.

—¿No deberías mantener esta conversación con George?

—Ya lo he hecho —respondió Drake—. Solo te lo menciono porque pasas mucho tiempo con él.

—La verdad es que no es así.

—Sabes que le caes bien, Peter. Eres el hijo que nunca ha tenido o… demonios, yo qué sé. Pero el caso es que le caes bien, y sólo te pido que nos ayudes en la medida de lo posible.

—No creo que te avergüence, Nick —aseguró Evans.

—Por si acaso… no lo pierdas de vista.

—De acuerdo.

En la parte delantera del avión, se abrió la puerta corrediza.

—¿Peter, por favor? —llamó Morton.

Evans se levantó y fue hacia allí.

Cerró la puerta al entrar.

—He hablado con Sarah por teléfono —dijo Morton. Sarah Jones era su ayudante en Los Ángeles.

—¿A estas horas?

—Es su trabajo. Está bien pagada. Siéntate —indicó. Evans se sentó enfrente—. ¿Has oído hablar de la NSIA?

—No.

—¿La Agencia de Inteligencia para la Seguridad Nacional?

Evans negó con la cabeza.

—No. Pero existen veinte agencias de seguridad.

—¿Conoces a John Kenner?

—No…

—Por lo visto, es profesor del MIT.

—No —dijo Evans—. Lo siento. ¿Tiene algo que ver con el medio ambiente?

—Es posible. A ver qué puedes averiguar.

Evans se volvió hacia el ordenador portátil que había junto al asiento y lo abrió. Estaba conectado a internet vía satélite. Empezó a teclear.

Al cabo de un momento, observaba la fotografía de un hombre en buena forma física con el cabello prematuramente cano y gruesas gafas de concha. La biografía adjunta era breve. Evans leyó en voz alta.

—Richard John Kenner, profesor de ingeniería geoambiental en el departamento William T. Harding.

—Sea lo que sea eso —dijo Morton.

—Tiene treinta y nueve años. Se doctoró en ingeniería civil por Caltech a la edad de veinte. El tema de su tesis fue la erosión del terreno en Nepal. No entró en el equipo olímpico de esquí por muy poco. Licenciado en derecho por Harvard. Trabajó cuatro años para la administración. Departamento del Interior, Oficina de Análisis Político. Asesor científico de la Comisión Negociadora lntergubernamental. Su mayor afición es el alpinismo; se lo dio por muerto en la cima del Naya Kanga en Nepal, pero no lo estaba. Intentó escalar el K2, pero tuvo que abandonar a causa del mal tiempo.

—El K2 —repitió Morton—. ¿No es el monte más peligroso?

—Creo que sí. Parece alpinista en serio. En cualquier caso, luego fue al MIT, donde, por lo que se ve, ha tenido una trayectoria meteórica. Profesor adjunto en 1993. Director del Centro de Análisis de Riesgos en 1995. Profesor en el departamento William T. Harding en 1996. Asesor de la EPA, el Departamento del Interior, el Departamento de Defensa, el gobierno nepalí, y sabe Dios quién más. De muchas empresas, por lo que se ve. Y en excedencia desde 2002.

—¿Yeso qué significa?

—Aquí solo dice eso.

—¿Dos años? —Morton se acercó y miró por encima del hombro de Evans—. Esto me escama. Ese hombre asciende a marchas forzadas en el MIT, pide la excedencia y ya no vuelve. ¿Crees que se metió en algún problema?

—No lo sé. Pero… —Evans calculaba las fechas—. El profesor Kenner se doctoró en Caltech. Obtuvo el título de derecho en Harvard en dos años en lugar de tres. Profesor en el MIT a los veintiocho…

—Muy bien, muy bien, ya veo que es inteligente —dijo Morton—. Aun así, quiero saber por qué continúa en excedencia. Y por qué está en Vancouver.

—¿Está en Vancouver? —preguntó Evans.

—Ha llamado a Sarah varias veces desde Vancouver.

—¿Para qué?

—Quiere verme.

—Bueno —dijo Evans—, pues mejor será que lo recibas.

—Lo recibiré —contestó Morton—. Pero ¿qué crees que puede querer?

—No tengo la menor idea. ¿Financiación? ¿Un proyecto?

—Dice Sarah que quiere que la reunión sea confidencial. Prefiere que no se entere nadie.

—Bueno, eso no es muy difícil. Estás a bordo de un avión.

—No —repuso Morton señalando con el pulgar—. No quiere que se entere Drake en concreto.

—Quizá convenga que yo esté presente en esa reunión —sugirió Evans.

—Sí —convino Morton—. Quizá sí.

LOS ÁNGELES
LUNES, 23 DE AGOSTO
16.09 H

La verja de hierro se abrió, y el coche ascendió por el sombreado camino hacia la casa, que asomó a lo lejos lentamente. Aquello era Holmby Hills, la zona más rica de Beverly Hills. Los multimillonarios vivían allí, en residencias ocultas tras altas verjas y denso follaje. En esa parte de la ciudad todas las cámaras de seguridad estaban pintadas de verde y discretamente escondidas.

La casa se vio por fin íntegramente. Era una villa de estilo mediterráneo, de color crema, con espacio suficiente para una familia de diez miembros. Evans, que había hablado con su bufete, cerró el teléfono móvil y salió del coche cuando se detuvo.

Los pájaros gorjeaban en los ficus. En el aire flotaba el olor de las gardenias y los jazmines que bordeaban el camino. Ante el garaje había un colibrí suspendido sobre una buganvilla morada. Era uno de esos momentos propios de California, pensó Evans. A él, que había crecido en Connecticut y estudiado en Bastan, aquel lugar aún le resultaba exótico pese a que vivía allí desde hacía cinco años.

Vio que había otro coche aparcado frente a la casa: una berlina de color gris oscuro. Llevaba matrícula oficial.

Por la puerta delantera salió la ayudante de Morton, Sarah Jones, una rubia alta de treinta años, tan espectacular como cualquier actriz de cine. Sarah vestía una falda blanca de tenis y una camiseta rosa y llevaba el cabello recogido en una cola. Morton la besó en la mejilla.

—¿Estás jugando hoy?

—Lo estaba. Mi jefe ha vuelto antes de lo previsto. —Estrechó la mano a Evans y se volvió de nuevo hacia Morton—. ¿Ha ido bien el viaje?

—Estupendo. Drake está taciturno. Y no bebe. Al final resulta aburrido.

Cuando Morton se dirigía hacia la puerta, Sarah dijo:

—Debo decirte que ya están aquí.

—¿Quiénes?

—El profesor Kenner, y lo acompaña otro hombre) un extranjero.

—¿Ah, sí? Pero ¿no les has dicho que tenían que…?

—¿Pedir una cita? Sí, se lo he dicho. Según parece, piensan que eso no va con ellos. Simplemente se han sentado y han dicho que esperarían.

—Deberías haberme llamado…

—Llevan aquí cinco minutos.

—Ah. Muy bien. —Se volvió hacia Evans—. Vamos, Peter.

Entraron. El salón de la casa de Manan daba al jardín de la parte trasera. Estaba decorado con antigüedades asiáticas, entre ellas una gran cabeza de piedra de Camboya. Sentados en el sofá con la espalda erguida, había dos hombres. Uno era norteamericano, de estatura media, con el pelo corto y cano y gafas. El otro era muy moreno, robusto, y muy atractivo pese a la fina cicatriz que descendía por el lado izquierdo de su cara, cerca de la oreja. Vestían pantalones de algodón y chaquetas de sport ligeras. Los dos permanecían en el borde del sofá, muy alertas, como si fuesen a levantarse de un brinco de un momento a otro.

—Parecen militares, ¿no? —comentó Morton en un susurro cuando entraron en el salón.

Los dos hombres se pusieron en pie.

—Señor Morton, soy John Kenner, del MIT, Y este es mi colega, Sanjong Thapa, estudiante de posgrado de Mustang, en Nepal.

—Y este es
mi
colega, Peter Evans —respondió Morron.

Los cuatro se estrecharon las manos) Kenner con un apretón firme y Sanjong Thapa con una ligera inclinación de cabeza. Hablaba en voz baja, con acento británico.

—Encantado.

—No lo esperaba… tan pronto —dijo Marton.

—Trabajamos deprisa.

—Eso veo. ¿De qué se trata?

—Me temo que necesitamos su ayuda, señor Morton. —Kenner dirigió una afable sonrisa a Evans y Sarah—. Y sintiéndolo mucho, esta conversación es confidencial.

—El señor Evans es mi abogado —informó Marton—, y no tengo secretos para mi ayudante…

—No me cabe duda —respondió Kenner—. Puede ponerles al corriente de todo cuando guste. Pero nosotros debemos hablar con usted a solas.

—Si no les importa, me gustaría que se identificasen —exigió Evans.

—Naturalmente —contestó Kenner. Los dos sacaron sus carteras y mostraron a Evans permisos de conducir de Massachusctts, los carnets de miembros del MIT Y los pasaportes. A continuación le entregaron sus tarjetas de visita.

John Kenner, doctor

Centro de Análisis de Riesgos

Massachusetts Institute of Technology

454 Massachusetts Avenue

Cambridge, MA 02138

Sanjong Thapa, licenciado

Adjunto de investigación

Departamento de Ingeniería Geoambiental

Edificio 4-C 323

Massachusetts Institute of Technology

Cambridge, MA 021 38

Incluían número de teléfono) fax y dirección de correo electrónico. Evans examinó las tarjetas. Todo parecía en orden.

—Ahora, si usted y la señorita Jones nos disculpan… —dijo Kenner.

Estaban los dos fuera, en el pasillo, observando el salón a través de las grandes puertas de cristal. Morton se había sentado en un sofá. Kenner y Sanjong ocupaban el otro. La conversación transcurrió en calma. De hecho, a Evans le pareció una más de las interminables reuniones financieras que sobrellevaba Morton.

Evans cogió el teléfono del pasillo y marcó un número.

—Centro de Análisis de Riesgos —contestó una mujer.

—Con el despacho del profesor Kenner, por favor.

—Un momento. —Se oyó un chasquido. Otra voz—. Centro de Análisis de Riesgos, despacho del profesor Kenner.

—Buenas tardes —dijo Evans—. Me llamo Peter Evans y busco al profesor Kenner.

—Lo siento, pero no está en su despacho.

—¿Sabe dónde está?

—El profesor Kenner está en excedencia indefinida.

—Es importante que me ponga en contacto con él —insistió Evans—. ¿Sabe cómo puedo localizarlo?

—No debería resultarle muy difícil, porque está usted en Los Ángeles y él también.

Así que la mujer había visto el número de teléfono en su visor, pensó Evans. Habría imaginado que Morton tenía bloqueado el identificador de llamada. Obviamente no era así, o tal vez la secretaria de Massachusetts podía desbloquearlo.

—Bueno —dijo Evans—, ¿puede decirme…?

—Perdone, señor Evans, pero no puedo ayudarle más.

Un chasquido.

—¿A qué ha venido eso?

Antes de que Evans pudiese responder, sonó un teléfono móvil en el salón. Vio a Kenner llevarse la mano al bolsillo y contestar brevemente. Luego se volvió, miró a Evans y lo saludó con la mano.

—¿Lo han llamado de su oficina? —dijo Sarah.

——Eso parece.

—Supongo, pues, que es el profesor Kenner.

—Supongo que sí —admitió Evans—. Y nosotros ya no tenemos nada que hacer aquí.

—Vamos —propuso Sarah—. Te llevo a casa.

Pasaron ante el garaje abierto. Dentro la hilera de Ferraris resplandecía al sol. Morton tenía nueve Ferraris antiguos, que guardaba en varios garajes. Incluían un Spyder Corsa de 1947, un Testa Rossa de 1956 y un California Spyder de 1959) cada uno valorado en más de un millón de dólares. Evans lo sabía porque revisaba la póliza del seguro cada vez que Morton compraba uno. Al final de la fila se hallaba el Porsche negro de Sarah, un descapotable. Echando marcha atrás, lo sacó, y Evans subió a su lado.

Incluso para Los Ángeles, Sarah Jones era una mujer de gran belleza: alta, de melena rubia hasta los hombros, ojos azules, facciones perfectas, dientes muy blancos y un bronceado de color miel. Era atlética a la manera despreocupada en que lo era la gente en California, y generalmente se presentaba a trabajar con chándal o falda corta de tenis. Jugaba al golf y al tenis; practicaba el submarinismo, el ciclismo de montaña, el esquí, el snowboard y sabía Dios qué más. Evans sentía cansancio solo de pensarlo.

Pero también sabía que Sarah tenía «conflictos», por emplear el término al uso en California. Era la hija menor de una familia acaudalada de San Francisco. Su padre era un influyente abogado que había ocupado un cargo político; su madre había sido una modelo importante. Los hermanos y hermanas mayores de Sarah estaban todos felizmente casados, eran personas de éxito y esperaban que ella siguiese sus pasos. Para Sarah, el éxito colectivo de su familia era una carga.

Evans siempre se había preguntado por qué había decidido trabajar para Morton, otro hombre rico y poderoso, o por qué se había trasladado a Los Ángeles cuando su familia consideraba de irremediable mal gusto cualquier lugar al sur del puente de la Bahía. Pero hacía bien su trabajo y sentía gran aprecio por Morton, y como George decía a menudo, su presencia era un placer desde el punto de vista estético. Y los actores y celebridades que asistían a las fiestas de Morton estaban de acuerdo; Sarah había salido con varios de ellos, hecho que desagradaba aún más a su familia.

A veces Evans se preguntaba si todo lo que hacía era una rebelión. Como su manera de conducir: avanzó a gran velocidad, casi temerariamente, por Benedict Canyon en dirección a Beverly Hills.

—¿Quieres que te lleve a la oficina o a tu apartamento?

—A mi apartamento —contestó él—. Tengo que recoger el coche.

Sarah asintió, giró bruscamente para esquivar a un Mercedes lento y dobló a la izquierda por una calle adyacente. Evans respiró hondo.

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