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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (3 page)

BOOK: Estado de miedo
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Pasaban ya de las doce de la noche cuando, por fin vestido, contempló Notre-Dame desde la ventana. Las calles seguían concurridas.

—¿Por qué no te quedas? —preguntó ella con un precioso mohín—. Quiero que te quedes. ¿No deseas complacerme?

—Lo siento —dijo él—. Tengo que irme. No me encuentro muy bien.

—Yo haré que te sientas mejor.

Marshall negó con la cabeza. La verdad era que no se encontraba bien. A rachas lo asaltaba una sensación de aturdimiento y le flojeaban las piernas. Allí agarrado a la barandilla del balcón, le temblaban las manos.

—Lo siento —repitió—. Tengo que irme.

—Muy bien, pero entonces te llevaré yo.

Corno él sabía, Marisa tenía el coche aparcado en la otra orilla del Sena. Se le antojó demasiado lejos para ir a pie. Pero, en su embotamiento, se limitó a asentir.

—De acuerdo —dijo.

Ella no tenía prisa. Pasearon cogidos del brazo por la orilla del río, como amantes. Dejaron atrás los restaurantes flotantes amarrados al muelle, vivamente iluminados, todavía llenos de gente. Por encima de ellos, al otro lado del río, se alzaba Notre-Dame, envuelta en luz. Durante un rato, ese lento paseo, con la cabeza de Marisa apoyada en el hombro y las tiernas palabras que le susurraba, le sentó bien y empezó a encontrarse mejor.

Pero no tardó en tropezar, invadido por una sensación de debilidad y torpeza. Tenía la boca seca. Se notaba la mandíbula agarrotada. Le costaba hablar.

Ella no pareció darse cuenta. Ya habían quedado atrás las intensas luces, y bajo uno de los puentes Marshall volvió a tropezar. Esta vez cayó en la orilla de piedra.

—Cariño —dijo ella, preocupada y solícita, y lo ayudó a ponerse en pie.

—Creo… creo… —dijo él.

—Cariño, ¿te encuentras bien? —Marisa lo ayudó a llegar a un banco apartado del río—. Siéntate aquí un momento. Enseguida estarás mejor.

Pero su estado no mejoró. Intentó protestar, pero era incapaz de articular palabra. Aterrorizado, se dio cuenta de que ni siquiera podía mover la cabeza. Le pasaba algo grave. Todo su cuerpo se debilitaba por momentos de una manera asombrosa. Trató de levantarse del banco, pero los miembros no le respondieron. La miró, sentada a su lado.

—Jonathan, ¿qué te pasa? ¿Necesitas un médico? «Sí, necesito un médico», pensó.

—Jonathan, no estás bien…

Marshall sentía opresión en el pecho. Respiraba con dificultad. Desvió la mirada y la fijó al frente. Presa del pánico, pensó: «Estoy paralizado».

Intentó mirarla. Pero ya ni siquiera era capaz de mover los ojos. Solo podía mantener la vista al frente. Tenía la respiración poco profunda.

—¿Jonathan?

«Necesito un médico».

—Jonathan, ¿puedes mirarme? ¿Puedes? ¿No? ¿No puedes volver la cabeza?

Por alguna razón la voz de ella no reflejaba preocupación. Parecía objetiva, clínica. Quizá Marshall tenía también afectada la capacidad auditiva. En sus oídos resonaba un rumor tempestuoso. Cada vez le costaba más respirar.

—Muy bien, Jonathan, marchémonos de aquí.

Marisa metió la cabeza bajo su brazo y, con sorprendente fuerza, lo puso en pie. Su cuerpo colgó flácida y desmadejado junto a ella. Era incapaz de controlar la dirección de su mirada. Oyó acercarse unas pisadas y pensó: «Gracias a Dios». Un hombre dijo en francés:


Mademoiselle
, ¿necesita ayuda?

—No, gracias —contestó Marisa—. Es solo que ha bebido demasiado.

—¿Seguro?

—Le pasa continuamente.

—¿Sí?

—Ya me las arreglo sola.

—Ah. Entonces le deseo una
bonne nuit
.


Bonne nuit.

Marisa siguió su camino con él a rastras. Su paso se volvió menos firme. De pronto se detuvo y se volvió a mirar en todas direcciones. Y acto seguido… se dirigió hacia el río.

—Pesas más de lo que pensaba —dijo con toda naturalidad. Marshall experimentó un hondo terror. Estaba paralizado por completo. No podía hacer nada. Sus pies se arrastraban por la piedra.

Hacia el río.

—Lo siento —dijo ella, y lo tiró al agua.

A la breve caída siguió una pasmosa sensación de frío. Se sumergió, rodeado de burbujas y verde, y después de negrura. Ni siquiera en el agua podía moverse. No podía creer que estuviese ocurriéndole aquello, que fuese a morir de esa manera.

Lentamente, sintió subir su cuerpo. Otra vez agua verde, y a continuación asomó a la superficie, cara arriba, girando poco a poco.

Veía el puente, y el cielo negro, ya Marisa, de pie en la orilla.

Encendió un cigarrillo y lo miró. Tenía una mano en la cadera y una pierna un paso por delante de la otra, una pose de modelo. Exhaló y el humo se elevó en la noche.

Marshall volvió a hundirse bajo la superficie, y sintió que el frío y la negrura lo envolvían.

A las tres de la madrugada se encendieron las luces del Laboratoire Ondulatoire del Instituto de la Marina francés en Vissy. El panel de control cobró vida. La máquina empezó a generar olas que recorrían el depósito una tras otra y embestían la costa artificial. Los monitores mostraban imágenes tridimensionales y columnas de datos. Los datos se transmitían a un lugar desconocido en alguna zona de Francia.

A las cuatro se apagaron el panel de control y las luces y en los discos duros.

PAHANG
MARTES, 2 DE MAYO
11.55 H

La tortuosa carretera discurría a la sombra bajo la enramada de la selva tropical malaya. Aunque pavimentada, era muy estrecha, y el Land Cruiser tomaba a toda velocidad las curvas en medio de chirridos de neumáticos. En el asiento del acompañante, un hombre barbudo de unos cuarenta años consultó su reloj.

—¿Cuánto falta?

—Solo unos minutos —contestó el conductor sin aflojar la marcha—. Casi hemos llegado.

El conductor era chino, pero hablaba con acento inglés. Se llamaba Charles Ling y había llegado a Kuala Lumpur procedente de Hong Kong la noche anterior. Había conocido a su acompañante en el aeropuerto esa mañana, y desde entonces habían viajado a todo gas.

El acompañante había entregado a Ling una tarjeta donde se leía: «Allan Peterson, Servicios Sísmicos, Calgary». Ling no se lo había creído. Sabía de sobra que en Alberta existía una empresa, ELS Engineering, que vendía esa clase de equipo. No era necesario viajar hasta Malaisia.

Además, Ling había comprobado la lista de pasajeros del vuelo de llegada, y no constaba ningún Allan Peterson. Así que aquel tipo había entrado en el país con un nombre distinto.

Por otra parte, dijo a Ling que era un geólogo independiente que asesoraba a compañías energéticas de Canadá, básicamente evaluando posibles yacimientos petrolíferos. Pero Ling tampoco se lo creyó. A los ingenieros del petróleo se los distinguía a una hora lejos, y aquel hombre no lo era.

Así pues, Ling no sabía quién era. Pero le traía sin cuidado. El señor Peterson llevaba una tarjeta de crédito válida, lo demás no era asunto de Ling. Ese día le interesaba solo una cosa: vender cavitadores. Y esa parecía una buena venta: Peterson hablaba de tres unidades, más de un millón de dólares en total.

Se desvió de la carretera con un brusco giro y tomó por un camino embarrado. Dando tumbos, avanzaron por la selva bajo árboles enormes y de pronto salieron a un amplio claro bañado por el sol. En el terreno se abría una inmensa brecha semicircular que dejaba a la vista la pared de tierra gris de un precipicio. Abajo se extendía un lago verde.

—¿Qué es esto? —preguntó Peterson torciendo el gesto.

—Fue una mina a cielo abierto, ahora abandonada. Caolín.

—¿Yeso es…?

«Este no es geólogo», pensó Ling. Explicó que el caolín era un mineral presente en la arcilla.

—Se utiliza en la fabricación de papel y cerámica. Hoy día se produce mucha cerámica industrial. Hacen cuchillos de cerámica con un filo increíble. Pronto habrá también motores de automóvil de cerámica. Pero aquí la calidad era muy baja, y por eso abandonaron la mina hace cuatro años.

Peterson asintió con la cabeza.

—¿Y dónde está el cavitador?

Ling señaló un camión grande estacionado al borde del precipicio.

—Allí.

Se dirigieron hacia él en el Land Cruiser.

—¿Es de fabricación rusa?

—El vehículo y el bastidor de matriz de carbono, sí. La parte electrónica viene de Taiwan. Del montaje nos ocupamos nosotros, aquí en Kuala Lumpur.

—¿Y este es el modelo más grande?

—No, este es el intermedio. No tenemos ninguno de los grandes para enseñarle.

Se detuvieron junto al camión. Era del tamaño de una excavadora grande; el techo del Land Cruiser apenas llegaba a lo alto de las enormes ruedas. En el centro, suspendido sobre la tierra, había un generador de cavitación rectangular, una masa cuadrilonga de tubos y cables semejante a un descomunal generador diésel. La placa curva de cavitación colgaba debajo, a algo más de un metro por encima del suelo.

Se apearon del todo terreno y salieron al sofocante calor. A Ling se le empañaron las gafas. Se las limpió con la camisa. Peterson circundó el camión.

—¿Puedo comprar la unidad sin el camión?

—Sí, fabricamos unidades transportables, con contenedores para flete. Pero normalmente los clientes las prefieren montadas en vehículos.

—Yo solo quiero las unidades —aclaró Peterson—. ¿Va a hacerme una demostración?

—Enseguida —dijo Ling. Hizo una seña al operario, instalado en la alta cabina—. Quizá deberíamos apartamos.

—Espere un momento —lo interrumpió Peterson, de pronto alarmado—. Pensaba que estaríamos solos. ¿Quién es ese?

—Mi hermano —respondió Ling tranquilamente—. Es de toda confianza.

—Bueno…

—Apartémonos —insistió Ling—. Veremos mejor a cierta distancia.

El generador de cavitación se encendió con un estruendoso tableteo. Pronto el ruido se mezcló con otro sonido, un zumbido grave que a Ling siempre le parecía sentido en el pecho, en los huesos.

Peterson debió de sentido también, porque se apresuró a retroceder.

—Estos generadores de cavitación son hipersónicos —explicó Ling— y producen un campo de cavitación radialmente simétrico que puede ajustarse a un punto focal, más o menos como una lente óptica, salvo por el hecho de que utilizamos sonido. Dicho en otras palabras, podemos focalizar el haz sonoro y controlar la profundidad de cavitación.

Hizo una seña al operario, que asintió con la cabeza. La placa de cavitación descendió hasta quedar a ras de tierra. El sonido cambió, pasando a ser más grave y mucho menos intenso. La tierra vibró ligeramente donde ellos estaban.

—¡Dios santo! —exclamó Peterson, y volvió a retroceder.

—No se preocupe —dijo Ling—. Esto es solo un reflejo de baja graduación. El principal vector de energía es ortogonal, de trayectoria recta y perpendicular al suelo.

A unos doce metros por debajo del camión, las paredes del precipicio parecieron desdibujarse súbitamente. Pequeñas nubes de humo gris oscurecieron la superficie por un momento y a continuación toda una sección del precipicio cedió y se desmoronó en el lago como un alud gris. Se levantó una gran polvareda alrededor. Cuando el aire empezó a despejarse, Ling dijo:

—Ahora le enseñaremos cómo se dirige el haz.

El retumbo empezó otra vez, y en esta ocasión el precipicio se desdibujó mucho más abajo, a unos sesenta metros o más. Nuevamente la arena gris cedió y esta vez se deslizó sin gran estruendo hacia el lago.

—¿Y puede dirigirse también lateralmente? —preguntó Peterson.

Ling asintió. A unos cien metros al norte del camión, una porción de pared se desprendió y se precipitó.

—Podemos enfocarlo en cualquier dirección y a cualquier profundidad.

—¿A cualquier profundidad?

—Nuestra unidad grande focaliza a unos mil metros. Aunque ningún cliente encuentra utilidad a esas profundidades.

—No, no —dijo Peterson—. No necesitamos nada así. Pero queremos potencia de haz. —Se enjugó las manos en el pantalón. Ya he visto suficiente.

—¿Sí? Tenemos otras cuantas técnicas que demos…

—Quiero regresar ya. —Detrás de las gafas de sol, su mirada era inescrutable.

—Muy bien —dijo Ling—. Si tan seguro está…

—Lo estoy.

En el viaje de regreso, Peterson preguntó:

—¿Lo envían desde Kuala Lumpur o desde Hong Kong?

—Desde Kuala Lumpur.

—¿Con qué restricciones?

—¿A qué se refiere? —dijo Ling.

—En Estados Unidos, la tecnología de cavitación hipersónica es de uso restringido. No puede exportarse sin licencia.

—Como ya le he dicho, utilizamos componentes electrónicos taiwaneses.

—¿Son tan fiables como la tecnología estadounidense?

—Prácticamente idénticos —contestó Ling. Si Peterson conocía su oficio, debía de saber que Estados Unidos había perdido hacía mucho tiempo la capacidad de manufacturar juegos de chips tan avanzados. Los chips estadounidenses se fabricaban en Taiwan—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Planea exportar a Estados Unidos?

—No.

—Entonces no hay problema.

—¿Cuáles son sus plazos de entrega? —quiso saber Peterson.

—Necesitamos siete meses.

—Yo estaba pensando en cinco.

—Es posible. Pero habrá un recargo. ¿Cuántas unidades?

—Tres —contestó Peterson.

Ling se preguntó para qué necesitaba alguien tres unidades de cavitación. Ninguna empresa de prospección geológica del mundo tenía más de una.

—Cursaré el pedido en cuanto cobre la fianza —aseguró Ling.

—La tendrá por transferencia mañana.

—¿Y adónde lo enviamos? ¿A Canadá?

—Ya recibirá instrucciones para el flete —respondió Peterson—, dentro de cinco meses.

Enfrente de ellos se elevaban hacia el cielo los arcos del ultramoderno aeropuerto diseñado por Kurokawa. Peterson se había sumido en el silencio. Mientras subían por la rampa, Ling dijo:

—Confío en que llegue a tiempo para tomar su avión.

—¿Cómo? Ah, sí. Vamos bien.

—¿Vuelve a Canadá?

—Sí.

Ling se detuvo a la entrada de la terminal de vuelos internacionales, salió y estrechó la mano a Peterson. Este se cargó al hombro el bolso de mano. No llevaba más equipaje que ese.

—Bien —dijo Peterson—, mejor será que me vaya.

—Buen viaje.

—Gracias. Lo mismo digo. ¿Regresa ya a Hong Kong?

—No —contestó Ling—. Tengo que ir a la fábrica para asegurarme de que empiezan a trabajar.

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