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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (4 page)

BOOK: Estado de miedo
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—¿Está cerca de aquí?

—Sí, en Pudu Raya. Solo a unos kilómetros.

—De acuerdo, pues.

Peterson entró en la terminal después de dirigirle un último gesto de despedida. Ling volvió al coche y se alejó. Pero mientras descendía por la rampa, vio que Peterson se había dejado el móvil en el asiento. Se detuvo en el andén y echó un vistazo por encima del hombro. Peterson ya había desaparecido, y el teléfono que Ling sostenía en la mano era muy ligero, de plástico barato, uno de esos aparatos desechables con tarjeta de prepago. No podía ser el principal teléfono de Peterson.

Se le ocurrió que quizá cierto amigo suyo pudiese seguir el rastro al teléfono y la tarjeta para averiguar más sobre el comprador, y a Ling le apetecía saber más. Así que se metió el teléfono en el bolsillo y enfiló rumbo al norte, hacia la fábrica.

SHAD THAMES
VIERNES, 21 DE MAYO
11.04 H

Richard Mallory, sentado tras su escritorio, levantó la vista y dijo:

—¿Sí?

En el umbral de la puerta había un hombre de tez pálida, cabello rubio y corto, complexión delgada y aspecto americano. Tenía una actitud despreocupada y una indumentaria anodina: zapatillas Adidas sucias y chándal azul marino descolorido. Daba la impresión de que hubiese salido a correr y hubiese pasado un momento por la oficina.

Y puesto que aquello era Design/Quest, una empresa puntera de diseño gráfico situada en Butler’s Wharf, un barrio londinense de almacenes rehabilitados que se extendía por debajo del Puente de la Torre, la mayoría de los empleados vestían de manera informal. Mallory era la excepción. Como era el jefe, llevaba un pantalón de sport y una camisa blanca. Y unos zapatos de puntera estrecha que le hacían daño. Pero eran la última moda.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Mallory.

—He venido a por el paquete —respondió el americano.

—¿Qué paquete? —dijo Mallory—. Lo siento, pero si viene a recoger los envíos de DHL, los tiene la secretaria en recepción.

El americano pareció enojarse.

—¿No cree que exagera un poco? Deme el puto paquete, y acabemos ya.

—De acuerdo, está bien —contestó Mallory, y salió de detrás del escritorio.

Al parecer, el americano consideró que se había excedido, porque con un tono más sosegado dijo:

—Unos carteles muy bonitos. —Señaló la pared detrás de Mallory—. ¿Los hace usted?

—Nosotros —respondió Mallory—. Nuestra empresa.

En la pared colgaban dos carteles, uno aliado del otro, ambos de un globo terráqueo suspendido en el espacio sobre un fondo negro, sin más diferencia que la frase. Uno rezaba:
SALVAD LA TIERRA
, Y debajo:
ES EL ÚNICO HOGAR QUE TENEMOS
. En el otro se leía:
SALVAD LA TIERRA
, Y debajo:
NO HAY OTRO SITIO ADONDE IR
.

A un lado se veía un marco con una fotografía de una modelo rubia en camiseta:
SALVAD LA TIERRA
, Y el lema era:
Y PONEOS GUAPOS AL HACERLO
.

—Esa fue nuestra campaña «Salvad la Tierra» —explicó Mallory—. Pero no la aceptaron.

—¿Quién no la aceptó?

—El Fondo Internacional para la Conservación.

Pasó junto al americano y se encaminó hacia la escalera de atrás, que llevaba al garaje. El hombre lo siguió.

—¿Por qué no? ¿No les gustó?

—Sí, sí les gustó —afirmó Mallory—. Pero consiguieron a Leo como portavoz y prefirieron utilizarlo a él. La campaña se basó en una serie de spots.

Al pie de la escalera, Mallory pasó su tarjeta por el lector de banda magnética y la puerta se abrió con un chasquido. Entraron en el pequeño garaje situado en el sótano del edificio. Estaba a oscuras salvo por el resplandor de la luz del día procedente de la rampa que daba a la calle. Molesto, advirtió que una camioneta obstruía parcialmente la salida de la rampa. Siempre tenían problemas con las camionetas de reparto aparcadas allí.

Se volvió hacia el americano.

—¿Tiene coche?

—Sí. Una camioneta. —Señaló hacia fuera.

—Ah, bueno, así que es suya. ¿Y lo ayuda alguien?

—No. Estoy solo. ¿Por qué?

—Pesa mucho —dijo Mallory—. Quizá solo sea cable, pero hay ciento cincuenta mil metros. Pesa más de trescientos kilos.

—Me las arreglaré.

Mallory se acercó a su Rover y abrió el maletero. El americano silbó, y la camioneta descendió por la rampa. La conducía una mujer de aspecto duro con maquillaje oscuro y el pelo de punta.

—Pensaba que estaba solo —comentó Mallory.

—Ella no sabe nada —aseguró el americano—. Olvídela. Ha traído la camioneta. Solo conduce.

Mallory se volvió hacia el maletero abierto. Contenía pilas de cajas blancas con el rótulo
CABLE ETHERNET (NO BLINDADO)
Y especificaciones impresas.

—Veamos una-propuso el americano. Mallory abrió una caja. Contenía un revoltijo de bobinas de cable muy fino del tamaño de un puño, cada una envuelta en plástico.

—Como ve, es cable guía —dijo—. Para misiles antitanque.

—¿Eso es?

—Eso me dijeron. Por eso viene envuelto así. Una bobina por cada misil.

—Yo no sé nada —contestó el americano—. Solo soy el repartidor. —Fue a abrir la parte de atrás de la camioneta e inició el traslado de las cajas, una por una. Mallory lo ayudó—. ¿Le dijo alguna otra cosa, ese tipo?

—Pues la verdad es que sí —contestó Mallory—. Me contó que alguien compró quinientos misiles de los excedentes del Pacto de Varsovia. Se llamaban Hotfire o Hotwire o algo así. No ojivas ni nada por el estilo. Solo las carcasas de los misiles. Por lo visto, los vendieron con el cable guía defectuoso.

—No estaba enterado.

—Eso me dijo. Los misiles se compraron en Suecia. Concretamente en Gotemburgo, creo. Los mandaron desde allí.

—Lo veo muy preocupado.

—No estoy preocupado —dijo Mallory.

—Como si temiese haberse involucrado en algo.

—Yo no.

—¿Seguro? —insistió el americano.

—Sí, segurísimo.

Ya habían trasladado la mayor parte de las cajas a la camioneta. Mallory empezó a sudar. El americano parecía mirado de reojo, sin ocultar su escepticismo.

—Y dígame, ¿cómo era ese tipo?

Mallory sabía que no le convenía contestar. Se encogió de hombros.

—Un tipo corriente.

—¿Americano?

—No lo sé.

—¿No sabe si era americano o no?

—No le distinguí el acento.

—¿Yeso? —preguntó el americano.

—Quizá fuese canadiense.

—¿Iba solo?

—Sí.

—Porque he oído hablar de una mujer imponente. Una mujer muy sexy con zapatos de tacón y falda ajustada.

—Me habría fijado en una mujer así —dijo Mallory.

—¿No estará… omitiéndola? —Otra mirada escéptica—. ¿Guardándosela para usted solo?

Mallory advirtió un bulto en la cadera del americano. ¿Era una pistola? Podía ser.

—No. Ese hombre estaba solo.

—Quienquiera que fuese.

—Sí.

—Si quiere saber mi opinión —continuó el americano—, yo sentiría curiosidad, ya de entrada, por cualquiera que necesitase ciento cincuenta mil metros de cable para misiles antitanque. O sea, ¿para qué?

—No entró en explicaciones —contestó Mallory.

—¿Y usted simplemente dijo: «Vale, amigo, ciento cincuenta mil metros de cable, déjemelos», sin una sola pregunta?

—Me parece que es usted quien hace todas las preguntas —repuso Mallory, todavía sudando.

—Y tengo mis razones —repuso el americano, adoptando un tono amenazador—. Debo decirle que no me gusta nada lo que estoy oyendo.

Las últimas cajas estaban ya apiladas en la camioneta. Mallory retrocedió. El americano cerró bruscamente la primera puerta y luego la segunda. Al cerrarse la segunda, Mallory vio allí a la conductora, la mujer. Había permanecido oculta detrás de la puerta.

—Tampoco a mí me gusta —declaró ella. Llevaba un traje de faena, un excedente del ejército. Pantalones anchos y botas con cordones de media caña. Una voluminosa cazadora verde. Gruesos guantes, gafas de sol.

—Eh, un momento —protestó el americano.

—Deme su teléfono móvil —dijo la mujer, y tendió la mano.

Tenía la otra mano detrás de la espalda. Como si escondiese un arma.

—¿Porqué?

—Démelo.

—¿Porqué?

—Quiero verlo, solo por eso.

—No tiene nada fuera de lo normal…

—Démelo.

El americano sacó el móvil del bolsillo y se lo entregó a la mujer.

En lugar de coger el móvil, ella lo agarró de la muñeca y tiró de él. El teléfono cayó al suelo. La mujer sacó la otra mano de detrás de la espalda y, con un rápido movimiento, sujetó al americano por el cuello. De inmediato le rodeó el cuello con ambas manos como si fuese a estrangularlo.

El americano quedó atónito por un momento; luego empezó a forcejear.

—¿Qué carajo hace? —dijo él—. ¡Qué carajo…! ¡Eh! —De un golpe, la obligó a apartar las manos y retrocedió de un salto, como si se hubiese quemado—. ¿Qué era eso? ¿Qué ha hecho?

El americano se llevó la mano al cuello. Le corría un hilillo de sangre, apenas unas gotas. Las yemas de los dedos se le mancharon de rojo. Casi nada.

—¿Qué ha hecho? —repitió.

—Nada —contestó ella, quitándose los guantes.

Mallory advirtió que lo hacía con cuidado, como si contuviesen algo. Algo que no deseaba tocar.

—¿Nada? —dijo el americano—. ¿Nada? ¡Hija de puta! —De pronto se dio media vuelta y echó a correr rampa arriba hacia la calle.

Tranquilamente, ella lo observó alejarse. A continuación se agachó, cogió el teléfono móvil y se lo guardó en el bolsillo. Luego miró a Mallory.

—Vuelva a la oficina.

Él vaciló.

—Ha hecho un buen trabajo. Yo nunca lo he visto. Usted nunca me ha visto a mí. Ahora váyase.

Mallory se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la escalera posterior del edificio. A sus espaldas, oyó a la mujer cerrar la puerta de la camioneta, y cuando echó un vistazo atrás, vio la camioneta ascender rápidamente por la rampa hacia el resplandor de la calle. Dobló a la derecha y desapareció.

Ya en la oficina, su ayudante, Elizabeth, entró en su despacho con una maqueta de los anuncios del nuevo ordenador ultraligero de Toshiba. La filmación estaba prevista para el día siguiente. Aquellas eran las pruebas finales. Mallory hojeó las láminas apresuradamente; le costaba concentrarse.

—¿No te gustan? —preguntó Elizabeth.

—Sí, sí, están bien.

—Se te ve un poco pálido.

—Es solo, esto… el estómago.

—Un té de jengibre —dijo ella—. Es lo mejor. ¿Te preparo uno?

Mallory asintió con la cabeza para hacerla salir del despacho.

Miró por la ventana. Tenía una vista espectacular del Támesis, con el Puente de la Torre a la izquierda. El puente había sido repintado de azul pastel y blanco (¿era una tradición o simplemente una mala idea?), pero verlo siempre le proporcionaba satisfacción. En cierto modo seguridad.

Se acercó a la ventana y se quedó allí, contemplando el puente. Pensó que cuando su mejor amigo le preguntó si estaba dispuesto a echar una mano por una causa ecologista radical, se le antojó divertido. Un poco de clandestinidad, un poco de acción y heroísmo. Le prometió que no implicaba ningún tipo de violencia. Mallory en ningún momento imaginó que pasaría miedo.

Pero ahora tenía miedo. Le temblaban las manos. Se las metió en los bolsillos mientras miraba por la ventana. ¿Quinientos misiles?, pensó. Quinientos misiles. ¿En qué se había metido? Gradualmente, tomó conciencia de que oía sirenas y por encima de los pretiles del puente destellaban luces rojas.

Se había producido un accidente en el puente. Y a juzgar por la afluencia de policía y vehículos de emergencia era un accidente seno.

Un accidente en el que había muerto alguien.

No pudo contenerse. Movido por una sensación de pánico, abandonó la oficina, salió al muelle y, con el corazón en un puño, se encaminó apresuradamente hacia el puente.

Desde la plataforma superior del autobús rojo de dos pisos, los turistas miraban hacia abajo tapándose la boca horrorizados. Mallory se abrió paso a empujones a través de la multitud apiñada delante del autobús. Se acercó lo suficiente para ver a media docena de auxiliares médicos y agentes de policía agachados en torno a un cuerpo que yacía en la calle. Junto a ellos, de pie, se encontraba el robusto conductor del autobús, llorando. Decía que no había podido hacer nada por evitado, que el hombre había cruzado por delante del autobús en el último momento. Debía de estar borracho —añadió el conductor— porque se tambaleaba. Casi parecía que se había caído del bordillo.

Mallory no veía el cuerpo; se lo impedían los policías. La multitud estaba casi en silencio, observando. En ese momento se irguió uno de los policías con un pasaporte rojo en las manos, un pasaporte alemán. Gracias a Dios, pensó Mallory, sintiendo una oleada de alivio que duró un momento, hasta que uno de los auxiliares médicos se apartó y Mallory vio una pierna de la víctima: un chándal azul marino y unas Adidas sucias, ahora empapadas en sangre.

Sintió náuseas y se dio media vuelta para abrirse paso otra vez entre la muchedumbre. La gente, impasible o molesta, miraba más allá de Mallory. Pero nadie se fijaba en él. Todos tenían puesta la atención en el cadáver.

Todos excepto un hombre vestido como un ejecutivo, con traje oscuro y corbata. Este sí observaba a Mallory, que cruzó una mirada con él. El hombre movió la cabeza en un ligero gesto de asentimiento. Mallory no respondió. Se limitó a pasar entre las últimas filas de la multitud y huyó. Bajó apresuradamente por la escalera hacia su oficina y supo que, de un modo que no alcanzaba a comprender, su vida había cambiado para siempre.

TOKIO
MARTES, 1 DE JUNIO
10.01 H.

El IDEC, Consorcio Internacional de Datos Medioambientales, tenía su sede en un pequeño edificio de obra vista contiguo al campus de la Universidad de Keio Mita. Para un observador ajeno, el IDEC formaba parte de la universidad e incluso exhibía su escudo de armas (
«Calamus gladio fartiar»
), pero de hecho era una institución independiente. El centro del edificio se componía de una reducida sala de reuniones con un estrado y dos filas de cinco sillas de cara a una pantalla situada al frente.

A las diez de la mañana el director del IDEC, Akira Hitomi, subió al estrado y observó al americano entrar y tomar asiento. Este era un hombre corpulento, no muy alto pero de hombros y pecho robustos, como un atleta. Para su tamaño, se movía con una soltura y un sigilo considerables. El oficial nepalí, alerta, de tez oscura, entró después. Ocupó un asiento detrás del americano y a un lado. En el estrado, Hitomi los saludó con la cabeza sin decir nada.

BOOK: Estado de miedo
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