Estúpidos Hombres Blancos (23 page)

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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

BOOK: Estúpidos Hombres Blancos
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En esa agradable noche de octubre en Lebanon, Tennessee, Jhon Adams, de 64 años, estaba sentado en su poltrona listo para ver las noticias. Junto a él había un bastón, adquirido a raíz de un infarto padecido pocos años antes. Miembro respetado de la comunidad afroamericana de Lebanon, Adams gozaba ahora de un subsidio de discapacidad después de trabajar durante años en la fábrica Precision Rubber.

Los locutores del debate televisado estaban exponiendo su diagnóstico post mórtem. Mientras Adams y su esposa, Lorine, discutían su intención de votar por Al Gore, alguien llamó a la puerta. La señora Adams abandonó la estancia para ver quién era. Dos hombres le exigieron que los dejase entrar. La mujer volvió a pedirles que se identificaran, pero los hombres se negaron y la señora Adams rehusó abrir.

De pronto, dos agentes de narcóticos de la policía de Lebanon forzaron la puerta, agarraron a la señora Adams y la esposaron. Inmediatamente, otros siete agentes irrumpieron en la casa. Dos de ellos se dirigieron al salón con sus pistolas desenfundadas y las descargaron en el cuerpo de John Adams. Tres horas más tarde, fue declarado muerto en el centro médico de la Universidad de Vanderbilt.

El asalto a la casa de los Adams había sido ordenado después de que un informante hubiera adquirido drogas en el 1120 de la calle Joseph. La unidad de narcóticos de Lebanon, financiada junto con otras miles de todo el país como parte de la «guerra contra las drogas» de la administración Clinton, había obtenido de un juez local la orden de detención de los ocupantes de la casa.

El problema es que los Adams vivían en el 70 de la calle Joseph. La policía se había equivocado de casa.

En Nashville, pocas millas al sur, al tiempo que los agentes ejecutaban por error a John Adams, seguidores de Al Gore se afanaban en el cuartel general de campaña. Su máxima preocupación de aquella noche era subsanar los daños y tratar de distraer a los votantes de la estampa vacilante ofrecida por su candidato la noche anterior. Los teléfonos echaban humo, se redirigían los envíos de adhesivos y carteles y los estrategas discurrían atropelladamente para replantear los objetivos del siguiente día de campaña. Sobre una mesa reposaban copias de las propuestas de Gore en la lucha contra el crimen, como la de destinar más fondos para librar la guerra total contra la droga. Nadie sospechaba que sus esfuerzos desquiciados por erradicar el problema acababa de costarles un votante al otro lado de la ciudad.

Y matar a tus simpatizantes no es manera de ganar unas elecciones.

En todo caso, sólo se trataba de uno más de los muchos incidentes de los últimos años en que gente inocente ha muerto por los disparos de policías convencidos de que se encontraban ante «su hombre».

Todavía es peor el modo en que tantos ciudadanos han acabado entre rejas en los pasados años gracias a las políticas de Clinton y Gore. A principios de los años noventa, había cerca de un millón de encarcelados en las prisiones de Estados Unidos. Al final del mandato de Clinton, el número se había duplicado. El grueso de este aumento se debía a la aplicación de leyes que perseguían a los consumidores de drogas más que a los traficantes. De este modo, el 80 % de los que están en la cárcel por delitos relacionados con las drogas lo están simplemente por posesión y no por tráfico. A su vez, las condenas por consumo de crack son tres veces más altas que las que se imponen por consumo de cocaína.

No hay que devanarse mucho los sesos para figurarse por qué la droga preferida por la comunidad blanca se tolera mucho más que la única que se pueden permitir los negros e hispanos de los barrios pobres. Durante ocho años hemos asistido a una auténtica ofensiva para encerrar al mayor número posible de ciudadanos de dichas minorías. En lugar de facilitar el tratamiento que su condición requiere, lidiamos con el problema de esta gente mandándola a pudrirse en una celda.

Hay que olvidarse de asistir a los menos favorecidos. Algún genio de la administración Clinton/Gore nos vendió la idea de ir a por las comunidades hispana y negra —¡plagadas de drogadictos!— y de diezmar el poder de un colectivo que vota por los demócratas en cuatro de cada cinco casos.

¿Qué sentido tiene? ¿Qué clase de campana es esa que se empeña en destruir deliberadamente la propia base electoral? Uno jamás se topa con republicanos conjurados para hallar el mejor modo de encarcelar a directivos de grandes empresas ni a miembros de la Asociación Nacional del Rifle. Nadie puede imaginarse a Karl Rove porfiando por despojar de su derecho a voto a los miembros de la derechista Coalición Cristiana.

Todo lo contrario. El equipo Bush está plenamente comprometido a evitar que uno solo de sus seguidores llegue jamás a pisar la cárcel.

Antes de acabar su legislatura, causó gran conmoción el perdón concedido por Clinton a peces gordos como Marc Rich y demás sinvergüenzas. Parece que el país iba a levantarse en armas por la absolución de un fugitivo que había evadido al fisco. ¡Un millonario que se había librado de pagar impuestos! Estábamos conmocionados.

Sin embargo, no se prestó la menor atención a los «perdones» otorgados a David Lamp, Vincent Mietlicki, John Wadsworth o James Weathers Jr. Nadie propuso que se creara una comisión de investigación para averiguar por qué se habían retirado los cargos contra Koch Industries, la mayor petrolera privada de América, cuyos director general y vicepresidente son los hermanos Charles y David Koch. ¿Por qué?

Pues porque estas «Indulgencias» se concedieron durante el reinado de George W. Bush.

En septiembre de 2000, el gobierno federal presentó 97 cargos contra Koch Industries y cuatro de sus empleados —Lamp, Mietlicki, Wadsworth y Weathers—, responsables medioambientales de la compañía, por soltar deliberadamente en el aire y en el agua 91 toneladas de benceno, una sustancia cancerígena, así como por encubrir la operación letal ante las autoridades federales.

Tampoco era el primer roce de Koch Industries con la ley en aquel año. Anteriormente, le habían impuesto una multa de 35 millones de dólares por contaminación ilegal en seis estados.

Pero una vez decidida la elección de George W. Bush, la suerte de Koch cambió repentinamente. Sus ejecutivos habían contribuido con 800.000 dólares a su campaña presidencial y a otras causas republicanas. En enero, mientras John Ashcroft esperaba entre bastidores, el gobierno retiró 84 de los 97 cargos.

No obstante, Koch Industries aún tenía que pagar multas que sumaban 352 millones. Pero la nueva administración Bush, ya firmemente asentada, se ocupó enseguida de zanjar la cuestión. En marzo retiraron otros dos cargos. Luego, dos días antes de que la causa llegara a los tribunales, el Departamento de Justicia de Ashcroft arregló todo el asunto.

Koch Industries se declaró culpable de falsificación de documentos y el gobierno absolvió a la empresa de todos los cargos relacionados con delitos ecológicos, a la vez que desestimaba todas las imputaciones criminales contra sus cuatro directivos.

La magnanimidad presidencial liberó de cualquier acusación a los ejecutivos de la empresa que podían recibir penas de cárcel. Los 90 cargos más graves se retiraron definitivamente y una multa bastó para expiar los siete cargos restantes. Según el
Houston Chronicle
, “los ejecutivos de la compañía celebraron la resolución del caso” y el portavoz de la misma, Jay Rosser, se jactó de que dicha conclusión dejaba las cosas en su sitio.

No seré yo quien defienda las acciones de Marc Rich, pero corríjanme si me equivoco: soy del parecer de que contaminar el aire y el agua con sustancias químicas cancerígenas (que pueden ocasionar quién sabe cuántas muertes) resulta más grave que zafarse de Rudy Giuliani para completar un curso de ocho años de esquí en Suiza. Sin embargo, estoy seguro de que ninguno de ustedes ha oído hablar de lo que les acabo de contar. Y no es de extrañar: se trata simplemente del modo en que se resuelven los negocios en este país y ante una prensa nacional que lleva años dormida al volante.

Lástima que Anthony Lemar Taylor olvidara mandar su contribución a la campaña de Bush. Taylor es otro reincidente, un ladronzuelo que un día de 1999 decidió hacerse pasar por el as del golf Tiger Woods.

Taylor no se parece en nada a Woods (aunque los negros son todos iguales, ¿no?), pero se sirvió de un carné de conducir falso y tarjetas de crédito que lo identificaban como Tiger Woods para comprar un televisor de 70 pulgadas, varios equipos de música y un coche de lujo de segunda mano.

Finalmente, alguien se enteró de que aquél no era Tiger, y fue arrestado y juzgado por robo y perjurio.

¿La sentencia? DOSCIENTOS AÑOS DE CÁRCEL.

Han leído bien. Doscientos años gracias a la nueva legislación californiana según la cual tras una tercera condena, te cae la perpetua. Hasta la fecha, no hay un solo ejecutivo de una multinacional a quien hayan sentenciado a prisión de por vida después de que lo detuviesen tres veces por contaminar un río o por robar a sus clientes. Ese trato especial está reservado a los pobres, los negros o la gente que no suele contribuir a las campañas de ninguno de los dos partidos.

La apisonadora del sistema judicial anda tan decidida a castigar a los desposeídos que no le importa a quién encierra, ni si es culpable o no.

Kerry Sanders, el menor de nueve hermanos, padecía esquizofrenia paranoide. A la edad de veintisiete años ya llevaba más de siete luchando contra sus demonios y, durante buena parte de ese tiempo, había estado entrando y saliendo de instituciones mentales. Ocasionalmente, cuando olvidaba tomar la medicación, acababa perdido por las calles de Los Ángeles, como le ocurrió un día de octubre de 1993.

Mientras dormía en un banco fuera del centro médico de la Universidad del Sur de Califorma, Kerry fue arrestado por entrar sin autorización en propiedad privada. Su suerte empeoró cuando una comprobación rutinaria mostró que existía un tal Robert Sanders, criminal confeso, que había escapado cinco semanas antes de una prisión estatal de Nueva York en la que estaba recluido por intento de asesinato en 1990.

Naturalmente, Kerry Sanders de California no era Robert Sanders de Nueva York. Pero supongo que «Kerry» y «Robert» son nombres que se confunden fácilmente y que Californía y Nueva York... pues... son dos grandes estados, ¿no?

Para mayor desgracia, las fechas de nacimiento de Kerry y Robert coincidían.

Con esto, la policía de Los Ángeles ya tenía lo que quería, a pesar de que en la orden judicial constaba que Kerry Sanders había sido detenido por cruzar la calle con el semáforo en rojo en Los Ángeles en julio de 1993, antes de que Robert se fugase de la prisión de Nueva York.

A quién le importa: mandaron a Kerry Sanders a Nueva York para cumplir la sentencia de Robert. Kerry permaneció en la penitenciaría de esta ciudad durante dos años, mientras su madre removía cielo y tierra para encontrarlo en Los Ángeles. Los agentes de esta ciudad no se habían molestado en comparar los dos expedientes, un cotejo que habría revelado que las huellas dactilares no coincidían.

En todo el proceso, Kerry sólo contaba con un abogado de oficio para proteger sus intereses. Pero este letrado con treinta años en el ejercicio de su profesión le instó a no oponerse a la extradición, alegando que eso no haría más que prolongar su estancia en la cárcel del condado antes de que lo devolviesen a Nueva York. El defensor en cuestión no se percató de que Kerry era «lento» y mucho menos de que padecía una enfermedad mental grave. Claro que ¿habría cambiado las cosas el que lo supiese?

Por si fuera poco, el abogado dejó de formular preguntas elementales. No pasó más que unos pocos minutos con un cliente indefenso y no se preocupó de averiguar si Kerry tenía familiares cuyo testimonio pudiese resultar útil para su defensa. No examinó los expedientes para comprobar la existencia de antecedentes ni se informó de la situación financiera de su cliente. Ni siquiera se tomó tiempo para cotejar la descripción que figuraba en la orden de detención con el propio Kerry ni para solicitar la comparación de huellas digitales. Al fin y al cabo, los dos tipos eran negros ¡y habían nacido el mismo día!

Eso no es todo. Durante la vista en la que Kerry Sanders renunció a su derecho de recurrir contra el traslado a Nueva York, se le pidió que firmara un formularlo. Decía así: «Yo, Robert Sanders, afirmo voluntaria y libremente que soy el mismo Robert Sanders.» Luego, lo firmó como «Kerry Sanders». También llegó a dibujar unos garabatos en su documento de renuncia.

El abogado defensor se cubrió de gloria.

Finalmente, al aparecer ante el juez, se le preguntó a Kerry si había leído el documento que había firmado. Él respondió que no. El juez detuvo el procedimiento de extradición.

—¿Lo firmó? —preguntó el juez.

—Sí —contestó Kerry.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque me lo dijeron —respondió Kerry Sanders.

El juez ordenó al abogado defensor de Kerry que revisara el formulario con su cliente. En pocos minutos, el juez se dio por satisfecho y tanto el tribunal como el defensor pasaron al siguiente caso.

Tras la traición de su abogado, Kerry Sanders fue trasladado al otro extremo del país para pasar dos años en la prisión de máxima seguridad de Green Haven, cien kilómetros al norte de Nueva York, donde otros internos lo agredieron sexualmente.

En octubre de 1995, después de que unos agentes federales de Cleveland arrestaran al verdadero Robert Sanders, Kerry pudo finalmente reunirse con su madre. De no haberse dado esta “casualidad”, habría seguido en prisión.

Kerry volvió a casa con 48 dólares y 13 centavos, una bolsa de plástico con medicamentos, un refresco y un paquete de cigarrillos. «Me llevaron a Nueva York —le contó a su hermana Roberta—. Hacía mucho frío y me encerraron en un cuarto muy pequeño.»

Éste no es un caso aislado de error garrafal por parte del sistema. En cierto sentido, no se trata siquiera de un error. Es el resultado lógico de una sociedad que encierra temerariamente a cualquiera que pueda ser un criminal, aunque no lo sea, por la única razón de que más vale la seguridad que la justicia. Nuestros tribunales son una suerte de cadena de montaje arbitraria concebida para apartar a los pobres de nuestra vista y de nuestro camino.

Esto es América, y supongo que si está bien visto privar a miles de negros de su derecho a voto en el estado de Florida, nada puede pasar si condenamos injustamente a un negro inocente de la ciudad de Los Angeles.

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