Estúpidos Hombres Blancos (25 page)

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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

BOOK: Estúpidos Hombres Blancos
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A todos nos alivió que la era Reagan/Bush hubiera terminado y molaba tener a un presidente que había fumado hierba en su Juventud y que se presentaba como el «primer presidente negro de Estados Unidos». Con tales virtudes, decidimos hacer la vista gorda ante gestos como su veto de las disposiciones clave del Protocolo de Kyoto, unas semanas antes de las elecciones de noviembre de 2000.

No queríamos saberlo. Después de todo, ¿cuál era la alternativa? ¿El niño Bush? ¿Pat Buchanan? ¿Ralph Nader?

Oh, por Dios, Ralph Nader no. ¿Por qué querríamos votar por alguien con quien estamos plenamente de acuerdo? Qué rollo.

Nader es ahora la víctima de la ira personal y reconcentrada de la generación de la posguerra, que lo culpa de la derrota de Al Gore (aunque Gore no perdió). Miro a estos individuos de entre cuarenta y cincuenta años y me pregunto por qué Nader les parece tan amenazador.

Mi impresión es la siguiente: Nader representa todo aquello que fueron pero ya no son. Él nunca cambió. Nunca perdió la confianza, nunca cedió ni abandonó. Por eso lo odian. No se mudó a los suburbios residenciales blancos para proyectar su existencia alrededor de las expectativas de acumular todo el dinero del mundo. No se vendió para acaparar poder y no es de extrañar que millones de alumnos de secundaria y universitarios lo adoren. Es lo contrario de sus padres, que los criaron entregándoles una llave de la casa, instalándoles una línea de teléfono independiente y poniendo un televisor en su dormitorio. Nader no se pasó de los Beatles a Richard Clayderman. Lleva la misma ropa arrugada de siempre. Los que tanto lo critican son los clásicos chulos de instituto que no cesarán de acosarlo hasta que vista, piense y huela como ellos.

Lo sentimos. Nader no tiene intención de cambiar. De modo que ahorren su saliva, aumenten su dosis de Prozac y concierten una consulta semanal con un terapeuta. O simplemente relájense y siéntanse agradecidos porque aún existan personas como él. Pueden seguir sorbiendo su martini mientras Nader hace el trabajo sucio en su lugar.

Ya sé que es una píldora difícil de dorar: levantarse cada mañana para alimentar al monstruo financiero, estar en la nómina de unos gánsters y tener que poner ambas mejillas cada vez que ellos se preparan para propinarle una bofetada.

Pero en alguna de las circunvoluciones más recónditas de su cerebro se activa una terminación nerviosa por unos breves instantes. Se trata de su banco de memoria, que le recuerda los tiempos en que era joven, cuando creía en la posibilidad de cambiar el mundo, antes de que las hordas de adultos lo reprogramasen para que volviese al redil bajo la amenaza de dejarlo al margen del festín de los años ochenta.

Así fueron las cosas. Aprendió a renunciar a sus valores creyendo que los seguía preservando («sí, tengo un cuatro por cuatro para gozar mejor de la naturaleza»). Aprendió a aplacar su conciencia respecto de su trabajo de mierda, por miedo a la única alternativa que se le ocurría: una vida de privaciones y miseria. Interiorizó la naturaleza opresiva de su iglesia porque Jesús dijo cosas tan valiosas como «ama a tu enemigo», de modo que si el dinero que dona a la beneficencia acaba en manos de un club homófobo, ¿qué le vamos a hacer? Aprendió a callar cuando amigos o colegas hablaban en velados términos racistas porque sabe que usted no es racista y que, en el fondo, ellos tampoco. En cualquier caso, está bien que cada cual se quede en su barrio.

Y —¿cómo no?— siguió votando a los demócratas. De hecho, ellos dicen que llevan sus esperanzas en el corazón..., y usted les cree. Además, ¿quién puede ser tan inútil como para votar al candidato de un tercer partido? ¿Por qué molestarse en revivir su juventud, esa época en que estaba dispuesto a que le abrieran la cabeza por luchar en favor de aquello que le parecía justo? En el mundo adulto es mejor olvidarse de lo que es justo: hay que ganar. Ganar es lo que importa, bien se trate de sus acciones, sus fondos de inversión o el talento de su hijo respecto del de sus compañeritos.

Hacer lo correcto? ¡Bah! Hay que sumarse a las filas del ganador, por más que éste (Clinton) respalde la ejecución de personas, no prohíba las minas antipersonas, dicte órdenes de restricción de la información, impida la financiación de clínicas abortistas, eche a los pobres a la calle, duplique la población carcelaria, bombardee países, mate a inocentes (en Sudán, Afganistan, Irak y Yugoslavia), permita que unos pocos conglomerados controlen casi todos los medios de comunicación (antaño repartidos entre casi un millar de empresas) y no deje de aumentar los presupuestos del Pentágono. Todo eso sigue siendo mejor que... que... bueno, que algo muy malo.

¿Cuándo vamos a dejar de engañarnos? Clinton y la mayoría de los demócratas de hoy en día no han hecho ni harán lo que se supone que es mejor para nosotros ni para este mundo. Nosotros no pagamos sus facturas, lo hace el 10 % más rico de la población, v esta visto que así debe seguir. La mayoría de ustedes ya lo saben, pero no se animan a reconocerlo porque la alternativa tiene cara de Dick Cheney.

Antes de que los benditos demócratas empiecen a conjeturar la temperatura a la que arden los libros, permítanme que deje algo muy claro: George W. Bush es peor que Al Gore o Bill Clinton. De eso no cabe la menor duda.

Pero ¿qué significa eso exactamente? Si uno se encuentra frente a dos humanos y alguien le pide que escoja al peor de los dos, se decantará seguramente por el más cabrón. Hitler era «peor» que Mussolini, un Chevrolet es «peor» que un Ford y yo soy sin duda peor que mi esposa. Esas distinciones son un juego de niños. La verdad es que la elección entre el «conservadurismo compasivo» de Bush y el clintonismo no tiene mucho más sentido que elegir entre el aceite de ricino y el jarabe para la tos. La administración del pimpollo Bush empezó por revocar una serie de órdenes ejecutivas de Clinton. Acto seguido, los demócratas lo pintaron como una especie de bestia negra. Simbólicamente, era un momento importante para ellos. Necesitaban que el pueblo creyera que Bush estaba envenenando el agua con arsénico para matarnos a todos. Querían que todos pensásemos que Bush iba a asolar los bosques del país, recortar los fondos destinados a planificación familiar y desertizar Alaska porque sólo estaba interesado en deshacer las cosas buenas logradas por Clinton.

Lo que jamás se mencionó es que Clinton había pasado ocho años sin intervenir prácticamente en tales asuntos y, entonces, cuando le quedaban pocas horas al mando, decidió retirarse del cargo luciendo su mejor palmito para hacer quedar a Bush como un corsario. La treta funcionó estupendamente.

En realidad, George W. Bush ha hecho poco más que proseguir con la política de los ocho años de la administración Clinton/Gore. Durante ese período, el dúo desestimó todas las recomendaciones para reducir la cantidad de dióxido de carbono en el aire y la de arsénico en el agua. Un mes antes de las elecciones de 2000, el líder demócrata del Senado Tom Daschle y otros dieciséis representantes del mismo partido consiguieron detener cualquier tentativa de reducción de arsénico en el agua. ¿Por qué? Porque Clinton y los demócratas se debían a los capullos que habían financiado sus campañas y a los que no les convenía ver reducidos los niveles de arsénico en el agua.

Basta recordar que el equipo Clinton/Gore fue la primera administración en veinticinco años que no impuso a las tres grandes firmas automovilísticas normas más estrictas de consumo energético. Con su beneplácito, millones de barriles adicionales de petróleo fueron innecesariamente refinados para contaminar el aire. Aquel gran icono del conservadurismo llamado Ronald Reagan obtuvo mejor nota en ese campo, pues su administración mandó que los coches consumieran menos. Posteriormente, Bush I estableció normas más severas. Clinton no hizo nada. ¿Cuánta más gente morirá de cáncer y hasta qué punto se acelerará el calentamiento global gracias a la camaradería de Bill y Al con Andrew Card, uno de sus mayores clientes? Se trata de uno de los activistas más aguerridos de los grupos de presión de la industria automovilística que, curiosamente, es ahora jefe de gabinete del sucesor natural de Clinton, George W. Bush.

¿Hay diferencia entre republicanos y demócratas? Los demócratas dicen una cosa («salvemos el planeta») y hacen otra, estrechando entre bastidores la mano de los sinvergüenzas que han hecho del mundo un lugar más sucio y cruel. Los republicanos se limitan a habilitar un despachito para esos sinvergüenzas en el ala oeste de la Casa Blanca. En eso radica la diferencia.

Prometer tu protección a alguien para luego robarle es peor que atracarlo sin más preámbulos. El mal al descubierto, el que no se esconde bajo una piel de cordero, puede resultar bastante más fácil de combatir y erradicar. ¿Preferimos una cucaracha a la que vemos pasear regularmente por el baño o una casa repleta de termítas ocultas tras las paredes? Las termitas nos llevan a pensar que tenemos la sala de estar más acogedora del mundo hasta que la estructura entera se desmorona y nos sepulta bajo el serrín.

Bill Clinton esperó hasta sus últimos días en la presidencia para firmar un montón de decretos y normas, muchos de los cuales prometían mejorar el medio ambiente y crear condiciones de mayor seguridad laboral. Fue la expresión última de su cinismo irrefrenable: esperar a las últimas 48 horas de mandato para hacer lo debido, de modo que todos volviésemos la vista atrás y dijéramos «él sí que fue un gran presidente». Pero Bill sabía que estas disposiciones de última hora durarían lo que tardara la nueva administración en asumir el poder. Ninguna de ellas llegaría a hacerse efectiva.

No era más que un truco de imagen.

¿Siguen creyendo que Clinton limpió nuestra agua de arsénico? No sólo no hizo nada en ese sentido en los últimos ocho años de su legislatura, sino que estipuló que no se eliminase el arsénico del agua hasta el año 2004. Ahí lo tienen. El gran gesto ecológico de Clinton garantizaba que seguiríamos bebiendo los mismos niveles de arsénico que habíamos estado tomando desde 1942, año en que un demócrata serio tuvo, por última vez, las agallas de enfrentarse a los intereses de las industrias mineras para reducir el nivel de veneno al que nos exponemos. Los canadienses y europeos ya tomaron medidas hace tiempo, pero Clinton hizo caso omiso de la ley que lo obligaba a seguir el mismo camino. Ello condujo a una querella contra su administración promovida por el Consejo de Defensa de los Recursos Naturales. En su última semana, Clinton cedió, pero no antes de modificar el enunciado de modo que postergase cuatro años más la aplicación de la ley. De este modo, oficializó los niveles de veneno que beberíamos durante toda la legislatura de Bush.

¿Y las regulaciones sobre las emisiones de dióxido de carbono que Bush II anuló? De hecho, Bush no anuló nada. No hizo más que mantener el statu quo de Clinton. Básicamente, se limitó a decir: «Voy a contaminar el aire en la misma medida en que lo hizo Clinton, y ustedes beberán la misma cantidad de arsénico en el agua que durante su mandato.»

Al igual que la demora de cuatro años establecida para la reducción del nivel de arsénico en el agua, las órdenes de Clinton respecto de las emisiones tóxicas especificaban que éstas no debían reducirse de inmediato. A mediados de noviembre, presintiendo la debacle electoral, anunció la estricta reducción de cuatro gases invernadero, entre los que se incluía el dióxido de carbono. Bonitas palabras, pero si uno iba más allá descubría que los nuevos niveles no entrarían en vigor hasta el año 2010. La guinda fue la introducción de una cláusula que impedía que se estableciese una nueva normativa durante los siguientes quince años.

La lista sigue. Clinton no hizo nada acerca del síndrome del túnel carpiano que afecta a los usuarios de teclados. La noche del 19 de enero, poco antes del fin de su carrera presidencial y mientras se dedicaba a perdonar a cuatro millonarios, decidió hacer algo por esas mujeres que se pasan todo el día sentadas ante el teclado y cuyas manos lisiadas acudieron a votarlo dos veces para convertirlo en presidente.

Amigos, les está engañando un puñado de «progres» de oficio que no movió un dedo en ocho años para deshacer estos entuertos. Y ahora no pueden dejar de atacar a Ralph Nader, que ha dedicado su vida a todas y cada una de estas causas. Qué cara más dura. Culpan a Nader de la victoria de Bush. Yo los culpo a ellos por haberse convertido en el mismo Bush. Maman de la misma tetina financiera, apoyando acuerdos como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que, según el Sierra Club, ha duplicado la contaminación a lo largo de la frontera mexicana gracias a las fábricas estadounidenses que se trasladaron allí.

Si Clinton hubiera hecho aquello por lo que lo votamos en 1992, no nos encontraríamos con estos problemas. Habría bastado con que en su primer día de ejercicio ordenara la reducción de los niveles de arsénico en el agua potable para que los americanos bebiésemos agua más limpia y sana durante los últimos ocho años. Dado el caso, habría sido imposible para Bush decir: «Queridos conciudadanos, ya llevan demasiado tiempo bebiendo agua limpia y es hora de regresar a los tragos de arsénico para todos.» No se hubiera atrevido a dar marcha atrás. Pero dado que Clinton esperó hasta el último minuto para hacer lo que debía, su decisión no contó con apoyo político ni popular y Bush lo tuvo extremadamente fácil para revocarla. Dio por sentado que nadie iba a echar de menos algo de lo que jamás había gozado.

Pero Bush había olvidado algo: la mayoría de nosotros ni siquiera sabía que, bajo el gobierno de Clinton, estaba bebiendo agua con los mismos niveles de arsénico que en 1942. Como Bush quiso darse aires en su primer día al cargo invalidando las decisiones de Clinton, todos nos enteramos de que nuestra agua estaba contaminada. Y ahora, debemos formular esta dolorosa pregunta: habida cuenta de que nunca conocimos ni denunciamos los elevados niveles de arsénico que padecíamos durante la legislatura de Clinton, ¿cree que Gore se hubiera molestado en resolver el asunto? ¿Por qué iba a hacer una cosa así? El pueblo nunca supo nada al respecto ni se quejó a la Casa Blanca. Además, las industrias responsables de buena parte de ese arsénico forman parte del entramado que financió la campaña de Gore. Por más que repaso todas sus declaraciones preelectorales, no he hallado una sola mención del problema.

Seamos francos: el mentado nivel de arsénico disminuirá únicamente a causa de la metedura de pata de Bush. El asunto pasó a sumarse al cúmulo de preocupaciones de los ciudadanos y allí se quedó. Hay diecinueve congresistas republicanos que, al calor del debate y deseosos de aprovechar la oportunidad de cara al publico, se han unido a los demócratas en la batalla contra el arsénico de modo que todos nosotros acabaremos bebiendo agua más limpia y segura. Estos diecinueve republicanos, junto a los demócratas, aprobaron un proyecto de ley que no sólo prohíbe a Bush revocar la orden de Clinton sino que lo insta a reducir aún más los niveles de arsénico. Clinton no lo hizo y —créanme—Gore tampoco lo habría hecho. Es triste decirlo, pero tener un pardillo en la Casa Blanca en lugar de un listillo fue lo que cambió las cosas.

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