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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

Estúpidos Hombres Blancos (29 page)

BOOK: Estúpidos Hombres Blancos
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Los responsables de la campaña de Nader me pidieron que lo acompañara en esta gira final antes de las elecciones. Decliné la invitación. Les dije que prefería seguir trabajando en aquellos estados en los que Ralph podía obtener un mayor número de votos sin sentirme responsable de la posible victoria de Bush. ¿Por qué no gastar las energías en estados como Nueva York o Texas, donde los resultados se conocen de antemano? Podíamos decirle a la gente que no tirase su voto dándoselo a Gore, pues su impacto sería nulo. Por el contrario, lanzarían un mensaje claro y firme si conseguían que Nader se hiciera con un 10 % de los votos.

Ésa no era la estrategia que habían decidido, pero respetaron mi decisión y me desearon buena suerte.

Aterricé en Tallahassee la tarde del 23 de octubre de 2000. Un estudiante de la Universidad del Estado de Florida, su hermano y su cuñada me recogieron en el aeropuerto y, mientras nos encaminábamos hacia el coche, empezaron a comentar la «invitación» que, según parecía, yo había formulado a Jeb Bush.

—No hacen más que hablar de eso —me dijeron.

—¿De qué invitación estáis hablando? —pregunté.

—De la que publicaron ayer en el periódico.

Me pasaron una copia del
Tallahassee Democrat
, el periódico local, y en la primera plana de una de las secciones aparecía una entrevista que me habían hecho por teléfono la semana anterior. Había una gran foto mía y una cita en la que yo desafiaba al gobernador a subirse al estrado. «Qué duro soy —me dije—. Qué fácil lanzar el guante cuando estás a dos mil kilómetros de distancia.» Otra cosa bien distinta es encontrarte solo en un estado donde cuecen a fuego lento a los listillos del Norte. Eso no se me había ocurrido en su momento.

Llegué a la universidad y comenzó la rueda de prensa. Estaba nervioso. No quería que lo que pretendía decir se prestase a malentendidos.

Ante los medios presentes expliqué que había que detener a Bush. Apelé a la gente de Florida para que, si Gore era su hombre, no dejaran de votar por él, pero les recomendé que, si pretendían votar por Nader, meditasen largo y tendido sobre las implicaciones de su voto. Sentía que en Florida había algo más en juego y que, por tanto, si para ellos era más importante detener a Bush, quizá deberían votar por Gore. Yo entendía y respetaba su decisión.

Los periodistas quedaron algo sorprendidos. ¿Iba yo a votar finalmente por Gore? No, yo votaría por Ralphi, pero para mí eso era fácil de decir, pues vivo en un estado donde Gore iba a arrasar. Sin embargo, en Florida las cosas eran distintas.

Por todo el estado corrió como reguero de pólvora la noticia de que uno de los «seguidores célebres» de Nader daba luz verde para votar a Gore en Florida si eso era lo que la que debía hacer. Cuando terminó la conferencia de prensa, me fui al baño a vomitar. Ahora tocaba subir al estrado. Una multitud de dos mil personas atestaba el auditorio. La organizadora golpeó la puerta del lavabo.

—Es hora de empezar —gritó.

—Déme cinco minutos —rogué. Me entraron más náuseas. Cuando ella volvió a aporrear la puerta, le sugerí:

—Páseles un episodio de mi serie de televisión. Salgo en un minuto.

No sabía si me sentía así de mal por la terrible presión o por la Whataburger (especialidad de Tallahassee) que me había zampado de camino al centro. Quizá intuía que las elecciones y el país entero se iban al carajo y que no había escapatoria.

Veinte minutos después, me subí al estrado. Los verdes estaban sentados en las primeras filas, sosteniendo carteles de apoyo a Nader. Les dije a ellos y al resto de la audiencia que no había salida fácil: «Tienen que hacer uso de su mejor capacidad de juicio y votar por quien les dicte su conciencia. Yo no voy a despreciar a nadie porque decida votar por Gore. En todo caso, yo pienso votar a Nader», dije, y enumeré una serie de motivos personales para ello: nunca votaría por alguien que cree en la ejecución de otros seres humanos, que considera que debe proseguir el bombardeo semanal de poblaciones civiles de otros países, que opina que el salario mínimo debería incrementarse sólo en un dólar por hora, que pretende firmar otros tratados comerciales como el TLC, que dejarían sin empleo a varios miles de ciudadanos estadounidenses.

Les expliqué que no podía dar el visto bueno a Gore, alguien que planeaba gastar más en el ejército que el propio Bush, que no pretendía garantizar asistencia médica universal en todo el país, que pensaba que Janet Reno se había equivocado al devolver al pequeño Elián González a Cuba. Ése era Al Gore.

No obstante, aclaré que entendía el dilema ante el que se hallaban en Florida. Que no tenían necesidad de escucharme si no querían, que hicieran lo que les pareciera mejor, que luego ya veríamos. Y que Dios bendijese a esos chicos seguidores de Nader por su valentía y dedicación, algo a lo que muchos de sus padres de la generación de los sesenta renunciaron mucho tiempo atrás.

Durante la sesión de preguntas que siguió a la ponencia y el coloquio organizado con unos doscientos estudiantes y otros activistas políticos (algunos de los cuales habían conducido durante tres horas para estar presentes) se llevó a cabo un intercambio de fondo sobre el modo de manejar la catástrofe inminente. Para cuando terminó el debate, era la 1.30 de la madrugada, y hacía cinco horas que había zanjado mi conflicto con la hamburguesa. Partí con la sensación de que se estaba incubando una tormenta en Florida y de que resultaría imprudente no buscar refugio.

Me llevaron en coche al hotel, un rincón pintoresco en la avenida peatonal que conduce al edificio del congreso del estado. Encendí la televisión y vi la repetición de las noticias de las once. «Un importante seguidor de Nader dice que hay que detener a Bush, sea como sea», dijo el locutor. Apagué las luces y me acosté.

Me desperté a las 6.30 para tomar mi vuelo de regreso. Un estudiante me esperaba abajo para llevarme hasta el aeropuerto. Mientras liquidaba mi cuenta en el mostrador, el chico exclamó:

—El gobernador Bush acaba de pasar.

—Deténganlo —grité, casi sin pensar (Debe de tratarse de un reflejo. Cuando estoy en Texas o Florida y oigo las palabras «gobernador Bush», instintivamente respondo « ¡DETÉNGANLO! ».) El chico abrió la puerta.

—Gobernador Bush —lo llamó—, aquí hay alguien que quiere conocerle.

Yo ya había salido del hotel y, efectivamente, en la avenida desierta y oscura a aquellas horas de la madrugada, estaban el gobernador Bush y su guardaespaldas, encaminándose al trabajo. Un deportivo utilitario negro, con otros gorilas en su interior, avanzaba por el paseo unos diez metros por detrás del gobernador.

Bush se volvió para ver quién preguntaba por él y, entonces, me divisó. Sonrió con el clásico mohín Bush y se dirigió hacia mí, mientras yo daba un paso hacia él y el guardaespaldas adoptaba una actitud de «vas a morir».

—Señor Moore —dijo Bush, sacudiendo la cabeza como si acabaran de servirle la misma ración de chile con carne por tercer día consecutivo. Le tendí la mano y él la estrechó.

—Sólo quería saludarle, gobernador —dije, educadamente. Jeb apretó fuertemente, sin la intención de aflojar hasta haber dicho lo que pretendía. Sus ojos se clavaron en mí como alfileres. El gorila se acercó más.

—¿Qué? ¿Le han pagado lo suficiente para venir hasta aquí? —me soltó aviesamente, como diciendo «eres un mierda, Moore». Me quedé sin saliva y mi corazón empezó a latir con tal violencia que temí que él alcanzara a oírlo.

—Nunca es suficiente, gobernador, ya lo sabe —repliqué con las primeras palabras que fui capaz de musitar ¿Qué le importaba a él quién o cuánto me pagaban? Entonces, caí en ello ¡él era quien pagaba, a través de la Universidad del Estado de Florida! No era de extrañar que se hubiera cabreado: el tipo pagaba mi cuenta y yo, a cambio, les había dicho a miles de floridanos (especialmente a los votantes de Nader) que lo importante era batir a Bush. Y éste no era el planteamiento que los Bush esperaban por parte de un seguidor de Nader. ¿Habría visto las noticias de la noche anterior? Bush fijó en mí la mirada y me soltó la mano.

—¿Está Kevin con usted? —Inquirió de pronto. ¿Quién? ¿Kevin? ¿Se trataba de una señal para que el gorila me dejara el cuello como el de la niña de
El exorcista
? De nuevo tardé un poco en comprender: me estaba preguntando por su primo Kevin Rafferty, el cineasta que me había ayudado con
Roger & Me
. No había trabajado con Kevin desde hacía doce años..., ¿por qué me lo preguntaba?

—Eh, no, no está aquí —farfullé.

—Bueno, salúdelo de mi parte —dijo.

—Claro —respondí.

—¿Ya se va? —preguntó.

—Sí —dije—. Ya mismo.

—Bien.

Volvió a sonreírme con el acostumbrado mohín Bush, asintió con la cabeza como diciendo «menos lastre», se volvió y se marchó. Mientras se alejaba calle abajo, traté de pensar en alguna réplica ingeniosa, pero ya estaba a veinte pasos de mí. El vehículo negro bajó una de sus ventanillas; el patrullero que iba al volante me echó una ojeada y pasó de largo. Ya despuntaba el día por detrás de la cúpula del edificio del congreso. No volvería a verlo hasta dos semanas después (y a partir de entonces sería prácticamente lo único que se vería en las pantallas de televisión).

Cada encuentro mío con alguno de los chicos Bush ha supuesto una experiencia desalentadora y castrante. Siempre parecen llevar las de ganar conmigo. Cuando me topé con George W. en Iowa traté de hacerle unas preguntas para mi programa de televisión y me gritó «búscate un trabajo de verdad». El gentío que nos rodeaba se partió de risa. Tampoco supe qué decir. Tenía razón: esto no es un trabajo.

El día en que tropecé con Neil Bush, uno de los conspiradores del escándalo de Silverado Savings & Loan que había quedado libre de acusación, me hallaba en el vestíbulo de General Motors en Detroit haciendo una entrevista radiofónica. Lo vi entrar con cuatro asiáticos (banqueros de Taiwan, según me aclaró más tarde). Al divisarme, le entró el pánico. Yo era la última persona a la que esperaba ver en General Motors.

—¿Dónde está tu cámara? —Inquirió, paseando frenéticamente la mirada.

—Eh... Es que hoy no la he traído —dije tímida y pesarosamente. Su rostro se iluminó con una sonrisa.

—¡Vayaaa! ¿Mikey no se ha traído su cámara? —Alargó el brazo y me pellizcó la mejilla—. ¡Qué lástima! —Se alejó riendo y explicando a los chinos quién era yo y cómo me había ganado la partida.

Debo reconocer para mi vergüenza que al único Bush al que he podido reducir es a la chica, Dorothy. Es una mujer dulce, una mamá. Y no tuvo idea de qué responder cuando le pregunté cuál de sus dos hermanos creía que ganaría el concurso de «Veamos quién ejecuta a más internos en el corredor de la muerte», George o Jeb. Reaccionó visiblemente ofendida, herida de verdad por la insinuación de que sus hermanos eran asesinos despiadados. Parecía a punto de echarse a llorar y yo me sentí como un capullo. Qué machote estás hecho, Mike, por fin has noqueado a un Bush.

En realidad, existe otro hermano Bush, Marvin, pero nunca oirán hablar de él en los medios de comunicación. Yo no lo conozco. Ustedes no lo conocen. Nadie conoce a Marvin. Dios sabe dónde está o qué andará haciendo..., aparte de planear qué gracia me soltará cuando se tope conmigo. Después del glacial encuentro con Jeb, embarqué en mi avión hacia Los Ángeles, sin poder quitarme el episodio de la cabeza.

Entonces, mientras trataba de abrir la bolsita de cacahuetes tostados, tuve una iluminación. Conseguí uno de esos costosísimos teléfonos aéreos, llamé a Ralph y hablé con las tres personas que gestionaban su campaña, consciente de que quizá Nader también estaba a la escucha.

—Chicos —dije—, ¿se os ha ocurrido pensar que hoy día el hombre más poderoso del país es... Ralph Nader? Silencio al otro extremo de la línea.

—En serio. Su 5 % va a marcar la diferencia. Bush necesita desesperadamente que a Ralph le vaya bien para poder ganar. Y Gore necesita que Nader se quite de en medio para salir elegido. Si Ralph no estuviera en liza, Gore ganaría. Sólo hay un hombre que pueda cortar el bacalao. Y ése es Ralph Nader. Pero después del 7 de noviembre ya no contaremos con esa ventaja. Sólo nos queda esta próxima semana. Mientras Gore y Bush sigan dependiendo de los actos de Nader, ¿por qué no nos aprovechamos de esta posición privilegiada?

—¿Qué es lo que tenías pensado? —preguntó uno de ellos.

—Ralph tiene el futuro de Gore en sus manos. ¿Qué os parece si lo llama para decir: «Oye, tú quieres ser presidente, ¿no? Pues esto es lo que debes hacer mañana mismo»? Entonces, le entregamos una bonita lista de la compra: asistencia médica universal, fin de esta falsa guerra contra la droga, nada de recortes impositivos para los ricos, etcétera. Y Ralph no le pide nada a cambio, ni un puesto en el gabinete ni financiación para sus proyectos. Se limita a pedir a Gore que se comprometa públicamente a seguir nuestras propuestas. Luego, Ralph sale por televisión y dice: «Tenemos lo que queremos. Hemos convencido a Gore de la necesidad de hacer 1, 2 y 3. Él se ha comprometido a cumplirlo todo. Así que, el próximo martes, si usted vive en alguno de los estados indecisos, pero me apoya a mí, necesito que vote por Gore. En cuanto al resto de ustedes, en los otros cuarenta estados, sigo necesitando su voto de modo que podamos construir un tercer partido viable que no pierda de vista a Gore.»

En otras palabras, sería como cantar victoria. Y éso, después de todo es el objetivo de Ralph: decantar el programa político hacia nuestras posiciones. ¿Qué os parece?

—No alcanzaremos el 5 % a menos que cosechemos todos los votos que podamos en cada uno de los estados —repuso el director de campaña—. En este momento, no podemos renunciar a un solo voto.

—Pero después de conseguir ese 5 % —replique—, eso es todo lo que tendréis: 5 % de los votos, 0 % del poder. Ahora Mismo, en cambio, tenemos todo el poder. Uno de los candidatos necesita que Nader continúe, el otro, que abandone. Estas elecciones se decidirán por un porcentaje de uno o dos. Ralph tiene entre el 2 y el 5 % ahora mismo y puede decidir quién va a ser el próximo presidente. No volveréis a tener esta cota de poder en vuestras vidas.

Un colega de Nader de toda la vida que estaba escuchando entendió lo que yo trataba de decir.

—Pero ahora no va a haber manera de que Ralph se retire —dijo—. Daría la impresión de que renuncia en el momento en que la cosa se pone al rojo vivo. Además, los demócratas le han tratado con una falta de respeto absoluta. Nunca lo convencerás de que los ayude. Además —prosiguió—, ¿qué te hace pensar que Gore mantendría sus promesas? Esta gente no respeta sus compromisos.

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