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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

Estúpidos Hombres Blancos (28 page)

BOOK: Estúpidos Hombres Blancos
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Creo que puedo burlar a los sicarios de Halliburton y de Enron (los denominados «asesores especiales del vicepresidente»). A esos los atarán cortos, los pondrán en cuarentena y acabarán con su sufrimiento.

Pero no hay contrición que pueda satisfacer a la Gorestapo, enfurecida con toda razón porque a su hombre se le impidó acceder al cargo que ganó. Rebosan de ira. Debo decir que no he visto a los progres tan enojados desde... desde que, bueno, la verdad es que jamás he visto a los progres realmente indignados por nada. No son como la derecha fundamentalista que —con Dios y la demencia de su lado— siempre se las apaña para ver realizados sus sueños.

Ahora, sin embargo, todos estos izquierdistas han decidido levantarse contra la infamia y nos culpan a Ralph Nader y a mí ¿Por qué a mí? Hay algo que no saben: Ralph Nader me despidió en 1988. Me echó a la calle, sin un duro.

Y ahora, con el fin de sobrevivir, de proteger a mis seres queridos y de escribir este libro para aquellos lo bastante afortunados como para encontrarlo entre lo último de la literatura heroica, me he retirado a lo más profundo de la espesura con mi portátil y mi brújula, para vivir de la tierra tal como manda la naturaleza, apuntando mis últimos pensamientos con la esperanza de que se pueda extraer de ellos alguna lección.

La semana pasada, mientras cambiaba de avión en Detroit, un tipo se me acercó con la mejor de sus sonrisas, me dio la mano y me saludó de la siguiente manera: «Todos dicen que eres un gilipollas, así que quería conocerte.» Se volvió y se alejó corriendo, sin esperar a oír mi respuesta: «¡Pues tienen razón!»

El estado de Michigan está repleto de gente así. Honesta y educada. Es como la carta que recibí hoy, parecida a muchas otras que me han enviado recientemente:

“Querido capullo —decía—. Espero que estés contento de lo que has hecho. Tú y el ególatra de Ralph Nader nos tendréis a todos bebiendo arsénico durante otros cuatro años. Hazme un favor: muérete.”

Podría responderle y decir que Ralph Nader sólo es responsable de animar a un millón de votantes a acercarse a las urnas, porque es el único que cuenta la verdad de lo que sucede en este país. Los ricos hicieron su agosto como auténticos bandidos durante el decenio demócrata de los noventa. No se hizo nada para aliviar los apuros de los 45 millones de estadounidenses que no cuentan con asistencia médica, y el salario mínimo se ha mantenido en una tasa esclavista de 5,15 dólares por hora.

También podría decirle que gracias a que Nader figuraba en las listas del estado de Washington, la mayoría de los 101.906 ciudadanos que votaron por él también lo hicieron por la candidata demócrata al Senado. Gracias a los votos de Nader, Maria Cantwell se convirtió en senadora por Washington con un margen de solo 2.229 votos. Si van a culpar a Nader por quitarle votos a Gore en Florida, también deberían agradecerle que miles de nuevos votantes se decidieran a acudir a las urnas y permitieran la elección de Cantwell, que, a su vez, forzó un empate en el Senado. A partir de ese empate, un senador de Vermont se apercibió repentinamente del poder que le caía del cielo y se sirvió de él para entregar el Senado a los demócratas, tras abandonar el Partido Republicano. Nada de eso habría sucedido sin Nader.

Debo recordar a mi corresponsal que la única gente que le robó las elecciones a Gore, quien ganó con todas las de la ley, fueron los magistrados del Tribunal Supremo que no permitieron finalizar el recuento de votos. Tampoco está de más apuntar que Gore no se habría encontrado en ese aprieto si hubiera ganado en su propio estado o el de Clinton, o si hubiera vencido en alguno de los tres debates televisados. Gore no consiguió nada de eso, y así le fueron las cosas. Hay que decir en su defensa que a él no se le ha ocurrido culpar a Ralph Nader, sino a la cremallera de los pantalones de Clinton. Podría responder todo eso a mi cariñoso corresponsal, pero no lo haré. En cambio, me gustaría contarle a él y a todos ustedes una historia que sólo conocen unos pocos amigos: mis catorce horas en el infierno de un lugar llamado Tallahassee.

Suelo evitar el estado de Florida. Es tan húmedo y pegajoso que uno debe andar con la manguera a cuestas. Está plagado de bichos y mosquitos. Secuestran niños cubanos y no los devuelven a sus padres. Cada día se abre la veda para los turistas alemanes que conducen coches alquilados. También tienen Disney World y a Gloria Estefan. Los Kennedy se pasean por West Palm Beach con sus bermudas recién estrenadas. Por no hablar de los huracanes, Bebe Rebozo, Ted Bundy, Anita Bryant, los pantanos, el bajo preció de las armas de fuego y el
National Enquirer
. Odio Florida.

No obstante, algo muy dentro de mí me decía que debía bajar hasta allí cuando se acercaban las elecciones. Quizá fue algo que había comido.

Me habían pedido que fuese a hablar con los estudiantes de la Universidad del Estado de Florida. Al principio dije que sí, pero luego me vi obligado a cancelarlo debido al plan de rodaje de mi última película.

Fue entonces cuando Al Gore no logró ganar su último debate contra George W Bush. En mi pueblo, el chico listo gana los debates, y el burro los pierde. Es así de simple. Pero esta vez no. No podía creer lo que veía. Al Gore estaba haciendo todo lo posible para perder las elecciones.

Llamé al personal de la Universidad en Tallahassee para preguntarles si seguía siendo bienvenido, y estuvieron encantados de buscarme un sitio. Fijaron una fecha para la semana siguiente, a quince días de las elecciones. Decidí convocar también una conferencia de prensa ante los medios de ámbito estatal y emitiría un comunicado. Tenía algo que decir acerca de Ralph Nader.

Nuestra relación es más bien compleja. A finales de los ochenta trabajé para él. Me ofreció un trabajo cuando yo estaba desempleado, y su acto de generosidad fue algo que me propuse no olvidar.

Desde mi cubículo, contiguo al despacho de Ralph en el segundo piso de un edificio construido por Andrew Carnegie, me dedicaba a publicar un boletín sobre los medios de comunicación, titulado modestamente
Moore's Weekly
. Y también empecé a filmar lo que luego sería
Roger & Me
.

Todo iba estupendamente hasta el día en que firmé un contrato para escribir un libro sobre General Motors. Cuando Ralph se enteró de mi buena fortuna, no se puso a pegar brincos de alegría.

«¿Qué te hace pensar que estás capacitado para escribir un libro sobre General Motors?», inquirió. También quería saber con qué derecho pretendía realizar mi documental, por qué pasaba más tiempo en Flint que en Washington D. C. y por qué ya no publicaba mi boletín con la misma regularidad. Por fin, bajando la vista hacia mí, sacudió compasivamente la cabeza: «Parece que el desastre laboral de Flint te sigue a donde vas.» Me pidió que recogiera mis bártulos y me largara.

Me quedé hecho polvo. Luego, encontré un lugar donde montar mi película y seguí adelante con mi vida.

Cuando se estrenó el documental, como muestra de apoyo y buena Voluntad, llamé a Ralph y me ofrecí a donar a su causa los beneficios de la exhibición en Washington. Rechazó la oferta y, por añadidura, me dejó a la altura del betún en el
New York Times
. Quedé hecho polvo otra vez. Capté por fin el mensaje y no le dirigí la palabra durante ocho años.

A finales de los noventa, se me ocurrió que ya era hora de hacerle una llamada. Quizá la experiencia del rechazo no había cuajado debidamente. Lo invité a él y a su plantilla a asistir al estreno de mi última película,
The Big One
. Vinieron. Desde el fondo de la sala, vi que Ralph pasaba un buen rato y no dejaba de reírse. Al final, le pedí que se levantara y saludara, gesto que fue recibido con una ovación entusiasta. Al salir le di un abrazo. Ralph no es de los que abrazan a todo el mundo (de hecho, yo tampoco). Seguro que vi algo así en una peli y me pareció enrollado.

Dos años después, sentado en el porche de mi casa en Michigan ocupado con mis cosas, recibí una llamada de Ralph, que me pidió que apoyase su candidatura a la presidencia de Estados Unidos. Soy de los que procuran no respaldar a políticos por las mismas razones que ustedes: son relamidos, medio calvos y no pronuncian dos frases sin soltar un embuste. Ralph no es ninguna de esas cosas; se trata sólo de un genio algo irritable. En otras palabras, no es material presidenciable. En 1996, se había registrado como candidato y prácticamente no había hecho campaña. Fue una gran desilusión para todos los que lo apoyaban ¿Iba a tomarlo en serio esta vez? Sí, dijo, esta vez iba en serio. Iba a recaudar un buen dinero, y se comprometía a visitar los cincuenta estados. Contaba con personal a tiempo completo para su campaña.

Me dieron ganas de alejarme del teléfono para regresar a mi inactividad. No quería verme mezclado en el tinglado que iba a montarse. Pero ¿qué otra opción tenía? ¿Permitirme el lujo de creer que el país estaba en buena forma? ¿Confiar en uno de los candidatos de los dos partidos financiados por los mismos peces gordos contra los que luchaba? ¿Quedarme en Michigan y dar de comer a las ardillas?

No podía abandonar a Ralph. Él me había echado una mano tiempo atrás y llevaba toda una vida tratando de ayudar a este país. Si su voz no se hacía oír durante las elecciones, nadie pondría sobre la mesa los temas que más nos preocupaban.

Entonces llegaron los debates. A Ralph no le fue permitido intervenir, de modo que el país hubo de tragarse tres sesiones de noventa minutos en las que Gore y Bush se mostraron más de acuerdo que en desacuerdo. En el segundo debate, ambos coincidieron en treinta y siete cuestiones distintas. Era de juzgado de guardia.

Gore la cagó. Falló a la hora de desenmascarar la ignorancia y estupidez de Bush. Falló a la hora de distanciarse de él y mostrar al país que representaba una alternativa distinta a aquel nabo. Tuvo tres ocasiones de noquear al risueño hijo de Bush y no lo consiguió en ninguna de ellas. Mensaje para la nación: si así es como lidia con junior, ¿qué será de nosotros cuando le toque negociar con los rusos, por no hablar de los canadienses?

Las implicaciones no podían ser más ominosas. La cosa pintaba del color de la derrota. Gore iba a perder en su estado natal, y en el de Clinton. No pudo convencer al decano demócrata del Senado, Robert Bytd, de Virginia, de que lo respaldara sino hasta cinco días antes de las elecciones (lo que acarreó la pérdida de dicho estado, un tradicional baluarte demócrata). Cualquiera de esos estados le habría bastado para llegar a la Casa Blanca.

Gore se estaba quemando, y los votantes de Nader abandonaban el barco como ratas (ratas simpáticas, como de peluche). Las expectativas de voto para Ralph se redujeron a la mitad, y no parecía que pudiera llegar al 5 % necesario para recibir fondos federales de cara a las siguientes elecciones.

La central de Nader devino un manicomio. Se decidió desestimar el plan de Molly Ivins y organizar una segunda gira por estados en los que Gore podía ganar o perder por un estrecho margen para que su presencia marcase la diferencia. (En algunos de estos estados, las encuestas otorgaban a Nader hasta un 12 % de los votos.) Se trataba de una estrategia aguerrida y desafiante que pretendía decir a los demócratas: «Habéis abandonado a vuestras bases. Habéis dejado de ser demócratas. Ya es hora de que os demos una lección.» Nada mejor que una patada en el culo por parte del patrón Nader.

Todos sabemos que lo único que realmente asusta a un político es verse despojado de su confortable despacho con sus becarias y su cuenta de gastos de representación (aparte de la perspectiva de tener que buscarse un trabajo de verdad). Sí no pende esa amenaza sobre sus cabezas, jamás se comportan ni nos escuchan ni se levantan de la cama para dejarse caer por la oficina. Ralph Nader representaba la única esperanza del país para obligar a Gore a hacer las cosas bien.

Todo el mundo sabía que este segundo recorrido por los estados indecisos podía costarle la elección y mandar a Bush a la Casa Blanca. Pero cuando uno ha visto a la administración por la que votó alinearse más a menudo con los republicanos que con los demócratas tradicionales; cuando uno sabe que estos demócratas han empeorado las condiciones de vida de los pobres y allanado el camino para que los ricos disfrutaran de la mayor orgía de la historia, cuando mi ciudad natal acaba perdiendo más trabajos de General Motors en los ocho años de Clinton/Gore que en los doce de Reagan/Bush, sólo queda la disyuntiva de dejar que te joda alguien que promete que va a joderte o bien elegir a uno que disimula para luego darte por saco.

Perdonen la expresión, pero quizá sea la manera más amable de explicar cómo nos sentíamos yo y millones de ciudadanos del país ante estas elecciones. No tiene por qué estar de acuerdo ni tiene por qué gustarle; limítese a releer la frase para formarse una idea simplemente de la impotencia que nos embargaba.

Conozco a cantidad de buena gente que no veía otro remedio que votar por los demócratas. Preferirían oír «te quiero» mientras les dan por saco a tener que mirar a la cara a la bestia que se les va a montar encima durante los próximos cuatro años. Conozco esa sensación. Dime que me quieres y hazme lo que quieras..., incluso ponerme verde en las páginas del
New York Times
.

En realidad estos demócratas renuentes de Gore eran nuestros aliados. Deseaban muchas de las mismas cosas que nosotros. Mí actitud era que si Bush ganaba, íbamos a tener que colaborar con estos progres bienintencionados para salvar al mundo de George W. No se trataba de mandarlos al demonio.

Así que le dije al personal de Nader que no había motivo para mosquear a esta gente, pues eran nuestros amigos potenciales. Debíamos concentrarnos en luchar contra los que se habían apropiado la etiqueta de «demócrata»: los mercenarios del partido, los abanderados de grupos de presión, los calzonazos que no acababan de acomodarse al partido republicano porque tampoco tendrían las agallas para cargarse un parque nacional o para cerrar mil bibliotecas ni para negar desayunos gratuitos a los niños mal nutridos de nuestros centros urbanos más degradados. Hay que tener huevos para hacer algo así, además de la capacidad de disfrutar con ello. Quienes no acaban de pasarlo bien de ese modo consiguen su plaza en el Partido Demócrata.

Nuestros adversarios no eran aquellos que todavía sentían cierto vínculo desesperado con el llamado «Partido Demócrata». El hecho de que millones de estadounidenses sigan albergando la esperanza de que los demócratas representen sus intereses mejor que los republicanos refleja más bien nuestro fracaso a la hora de mostrar al país hasta qué punto se asemejan los dos grandes partidos y de convencerlos de que los demócratas van a seguir vendiendo su alma al diablo.

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