—No me lo puedo creer —dijo Collins, enderezándose un poco y respirando entrecortadamente a causa del dolor, lo suficientemente furioso como para no hacer caso del brazo de Ryan.
Everett sonrió ligeramente, todo lo que podía llegar a sonreír tras haber sido informado oficialmente de la muerte de Lisa.
—El senador ha dicho que tú sabrías lo que había que hacer.
—¿Se lo comió? —preguntó el oficial superior de la CIA, con las manos apoyadas en las caderas.
Collins se quedó mirando al agente. El sudor le corría por la cara mientras miraba fijamente al comandante y a Ryan con gesto de incredulidad. Collins dio un paso hacia él con intención de intimidarlo.
—Exactamente. Preséntele a su director la más sincera disculpa del jefe del operativo terrestre, pero como ya le he dicho, la madre de esas criaturas se comió al extraterrestre.
El oficial se quitó las gafas de sol y observó a los dos hombres que tenía delante. El sol se estaba empezando a ocultar; ninguno de los presentes olvidaría nunca aquel día.
—¿Dónde está el viejo… ese tal Gus Tilly?
—Se ha ido a casa —contestó Collins, dando otro paso más en dirección hacia el emisario de la CIA, que tenía la camisa blanca cubierta de manchas de sudor.
El oficial retrocedió un paso y miró por un instante directamente a los ojos del demacrado soldado; luego, rápidamente, desvió la mirada.
—Quizá hablemos con él allí entonces. Para que nos informe de todo.
—No, nada de informes. El presidente de los Estados Unidos ha dicho que los deseos del señor Tilly deben cumplirse, esas fueron sus palabras; y el señor Tilly quiere que lo dejen tranquilo. —Jack pegó su cara a la del oficial de la CIA—. Y nadie lo va a molestar. Se encuentra bajo la protección de nuestro departamento, y si es preciso realizar algún informe, lo haremos nosotros.
El responsable de Inteligencia retrocedió y fue andando hasta una de las rocas, allí respiró hondo para mantener la calma y luego se puso derecho. Echó un vistazo a los treinta y un supervivientes de los ciento cincuenta y dos soldados, miembros del Grupo Evento y agentes de policía que habían combatido tanto en el subsuelo como en la superficie. Todos lo estaban mirando. Algunos se encontraban malheridos, tumbados en camillas; los médicos que los atendían también estaban mirando. Otros permanecían de pie, con la cara sucia y heridas de mayor o menor magnitud. Los agentes de policía supervivientes no sabían nada de Palillo, pero se hallaban llenos de rabia y dispuestos a enfrentarse a él o a cualquiera que molestara mínimamente a los soldados. El oficial de la CIA se dio cuenta de que, aunque cada uno de los grupos iba por su lado, había algo que tenían en común en ese instante: todos lo estaban mirando fijamente. Para los supervivientes, los que se habían implicado en la batalla eran ahora una parte de ellos mismos, eran sus camaradas; la mayoría habían caído, solo unos pocos seguían con vida y todos debían protegerse los unos a los otros.
El oficial se puso otra vez las gafas de sol y miró de nuevo a Collins. Asintió con la cabeza y luego se dio la vuelta y se marchó. Ya habría tiempo para que el director de la CIA presentase su propia batalla. En estos momentos, la discreción era la mejor opción.
Everett se quedó con la mirada perdida, observando cómo cargaban en una camilla la bolsa donde estaban los restos mortales de Lisa y los subían a un Blackhawk que estaba allí esperando. Abrió y cerró los ojos varias veces y echó su XM8 con el montón que había ahora en el suelo. Sarah y Collins observaron desde no muy lejos cómo la orgullosa figura de Everett acompañaba respetuosamente a la camilla.
Sarah se enjugó una lágrima y miró al comandante.
—¿Piensas que esto se ha terminado?
—Solo el tiempo podrá contestar eso. Quién sabe qué habría pasado si ese maldito platillo hubiera sido derribado en otra parte del mundo donde no hubiese habido una respuesta así de rápida. —Jack miró al suelo y sonrió con gesto triste—. Supongo que nos tocará seguir mirando dentro del armario o debajo de la cama para ver si hay algún monstruo.
Virginia Pollock los interrumpió, tenía los ojos enrojecidos.
—Jack, ¿has visto al señor Tilly? Al director le gustaría que viniese con nosotros, Niles quiere compartir con él cierta información que poseemos.
Collins dijo que no con la cabeza con gesto triste.
—Ha vuelto a las montañas con Ryan, la señorita Dawes y su hijo. Me temo que el señor Tilly no va a querer saber nada de nosotros, al menos durante una temporada.
—Pero, Jack, él… —dijo Virginia levantando las cejas. Luego se detuvo y agachó la cabeza.
—¿Cómo está el sargento Mendenhall? —preguntó Sarah, intentando romper la tensión.
Collins dejó de mirar a Virginia y volvió la vista hacia Sarah.
—Se pondrá bien. Los médicos dicen que tiene cuatro costillas rotas, el doble que yo, y un buen corte en la cabeza. Pero sigue diciendo que la culpa es de los oficiales, que somos demasiado lentos. —Collins esbozó una sonrisa—. Creo que aún está intentando salir de la Escuela de Aspirantes a Oficial, que es donde lo he enviado.
Virginia se acercó a Collins y a Sarah.
—Jack, aunque solo sea un momento, quiero ver al señor Tilly antes de que nos marchemos. —Hizo una pausa y extendió una mano para protegerse los ojos de las luces que acababan de ser encendidas—. He estado examinando a la madre y… bueno, echad un vistazo a esto.
Virginia extendió la mano en dirección al comandante. Había algo que resplandecía a la luz. Jack y Sarah se quedaron impresionados mirando cómo las partículas de oro se filtraban a través de los dedos.
El último túnel cavado por el Destructor había dejado al descubierto la mina oculta del holandés, apartándola para siempre de los brazos de la leyenda.
Complejo Evento, Base de la Fuerza Aérea de Nellis, Nevada
14 de julio
El presidente de los Estados Unidos había volado para asistir al funeral por los caídos del Grupo Evento. Inmerso en la multitud, fue estrechando manos y dando las gracias por el trabajo realizado. En total, habían perdido a treinta y dos efectivos en el Escenario Uno y a otros cuarenta y un miembros de los equipos de seguridad y de geología en los túneles; todo eso, sin contar los noventa y nueve soldados, pilotos y agentes de policía que habían muerto en este desastroso encuentro con una forma de vida extraterrestre.
Con anterioridad el presidente se había reunido con Lee y con Niles, quienes le habían explicado con todo detalle las informaciones que el Europa había desvelado acerca de la Corporación Centauro, el Grupo Génesis y la familia Hendrix. El presidente había efectuado algunas llamadas y los equipos de Nueva York y Virginia aguardaban los detalles finales para cerrar el último capítulo del incidente Roswell, que llevaba oculto sesenta años. El presidente tenía en su poder una copia del correo electrónico que le había enviado al senador Lee el enemigo número uno del Grupo Evento.
Querido senador Lee, estimada compañía:
Desde hace ya muchos años venimos manteniendo posiciones enfrentadas, pero me temo que todas las cosas buenas en la vida han de tener un final. Debo realizar ahora esta última intromisión, que confío me sirva de ayuda para romper mi relación con un hombre y con una organización que es muy posible que resulten de su interés. En un sótano en forma de caverna situado en la séptima avenida en Nueva York, un sótano que tan solo tiene una puerta de entrada, podrán ustedes encontrar esos objetos que tanto han anhelado desde aquella tormentosa noche, hace muchos años, en Nuevo México.
A cambio de su colaboración para poder partir de este, su maravilloso país, les remito dos regalos de buena voluntad. El primero es para usted, senador Lee: en ese edificio de Nueva York al que me referí con anterioridad podrá usted encontrar entre las viejas reliquias una que le interesará especialmente. El segundo obsequio es una información que he descubierto recientemente.
Debo insistir en que esta información me deja un muy mal sabor de boca, ya que es una espantosa muestra de falta de profesionalidad. En un emplazamiento situado en la granja donde una vez trabajó el señor Mac Brazel, a menos de trescientos pasos al noroeste del lugar exacto donde impactó la nave, enterrado en el suelo, hallarán ustedes el triste final que le fue reservado al incidente Roswell y a la operación Salvia Purpúrea.
He de admitir que me siento tentado de ofrecerles estos presentes de forma gratuita, pero lamentablemente es preciso que abandone el país y ustedes tienen la capacidad necesaria para permitir que eso suceda.
Hasta que volvamos a encontrarnos, reciban mi más profundo agradecimiento.
Un saludo:
Coronel Henri Farbeaux
Nueva York, estado de Nueva York
20 de julio
Charles Phillip Hendrix II se encontraba en medio de una presentación ante varios importantes inversores de Alemania y Taiwán que discurría en la sala de juntas de Centauro. A lo largo de la sala estaban expuestos los distintos sistemas de armamento que la compañía estaba construyendo o en cuyo desarrollo participaba como principal proveedor. El joven Hendrix había guardado en un cajón el incidente Farbeaux a la espera de que los equipos de seguridad de la corporación dieran caza al francés. Después, ese hijo de puta descubriría lo que significaba traicionarlo, puesto que desde su punto de vista, traicionar a Centauro era lo mismo que traicionar a los Estados Unidos de América.
—Caballeros, si son tan amables de observar el índice de crecimiento de nuestros contratos militares periféricos, podrán colegir que Centauro está en condiciones de lograr…
Las puertas de la sala de juntas se abrieron de repente; su secretaria entró caminando de espaldas, se giró e hizo un gesto de disculpa. Tras ella, al menos diez hombres vestidos con cazadoras azul marino entraron en la sala y se desplegaron por el lujoso salón de conferencias. Hendrix pudo ver que a la espalda todos llevaban la insignia del FBI cosida en letras amarillas.
—Lo siento, señor Hendrix, dicen que tienen una orden…
—Charles Phillip Hendrix II, soy el agente especial Robert Martínez, estoy al mando de esta operación. Queda usted detenido bajo la acusación de conspiración para cometer un asesinato, espionaje industrial y traición
contra
el pueblo de los Estados Unidos. —El agente cogió a Hendrix por el
brazo
y amablemente le hizo colocar las manos sobre la mesa.
Los posibles inversores se levantaron lentamente y fueron apartándose hacia una de las esquinas de la sala, la más lejana de la mesa de reuniones.
—Tiene derecho a permanecer en silencio…
Hendrix no escuchaba cómo le leían los derechos, su atención estaba puesta en el hombre que había de pie junto a la puerta; se preguntaba qué pintaba allí un oficial de la marina.
El capitán de corbeta Carl Everett, con su gorra de plato bajo el brazo roto, vio cómo Hendrix era detenido. Del cabestrillo del que colgaba el brazo extrajo un teléfono móvil, marcó uno de los números que había grabados en la agenda y esperó.
—Everett —dijo cuando la llamada fue contestada, luego le acercó el teléfono a Hendrix.
—¿Sí? —dijo este de forma brusca.
—Hendrix, ¿reconoce mi voz?
—Sí, señor presidente —contestó mientras dejaba caer los hombros y el tono de su voz indicaba el abandono de toda esperanza.
—Doy por hecho entonces que ya ha sido detenido.
—Por el momento. Durante el juicio, apelaré directamente al pueblo estadounidense —contestó Hendrix con toda la petulancia de la que fue capaz.
—Por lo pronto, vamos a dejarnos de juicios. Desde ya, se le retiran todos los negocios que tiene en los Estados Unidos. Todos los bienes a su nombre, tanto a título personal como el de su empresa serán congelados. A partir de ahora es usted un asesor sin sueldo al servicio del gobierno federal; informará de todos los conocimientos que su compañía haya recopilado acerca de la tecnología extraterrestre y de las intenciones que puedan tener hacia nosotros los habitantes de otros planetas. Nos ofrecerá esa información a cambio de su vida. Si en algún momento incumple usted este acuerdo, será llevado ante un tribunal y será declarado culpable de traición en tiempos de guerra. Más le vale ser diligente y que su información sea provechosa, su inútil vida depende de ello.
Everett vio que Hendrix cerraba los ojos y daba signos de que la llamada había terminado, así que le arrebató el teléfono y le hizo un gesto a una mujer que estaba esperando al otro lado de la puerta.
—Esta es la señora Celia Brown; en el futuro próximo ella será la encargada provisional de dirigir Centauro, al menos hasta que el Servicio de Impuestos Internos y la Oficina General de Cuentas la saquen a subasta.
Celia Brown, miembro del Grupo Evento, entró en la sala y pasó junto a Hendrix. A continuación, se acercó y les tendió la mano a dos de los inversores, que se habían quedado atónitos y habían ido a sentarse a uno de los sofás del fondo.
Everett se acercó a Hendrix y le susurró en el oído.
—Un saludo de parte del Grupo Evento.
Hendrix no contestó ni tampoco presentó resistencia cuando el FBI se lo llevó hacia su nuevo destino como huésped del país al que tanto amaba, y en el que iba a tener que dar por perdido todo aquello por lo que, hasta la fecha, había estado trabajando.
Despacho Oval, Casa Blanca
El presidente cortó la comunicación con Everett, se puso en pie y se desperezó. Bostezó, volvió a sentarse en la silla, excesivamente forrada, y se quedó mirando a los directores del FBI, la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional. Dirigió la vista al otro extremo del Despacho Oval e hizo un gesto con la cabeza a los dos agentes del servicio secreto, que escoltaban a un tercero.
El presidente pasó por alto su presencia y centró su atención en el teléfono al tiempo que presionaba el intercomunicador.
—Marjorie, pásame la llamada.
—Collins.
—Collins, aquí ya hemos hecho el trabajo, y lo de la empresa de Nueva York ya está resuelto también. Dígale al senador Lee que puede estar contento —transmitió el presidente.
—Sí, señor.
—Oye, Jack, quiero que sepas que me equivoqué totalmente al intentar apartarte del servicio. El trabajo en el desierto ha sido impresionante: te informo de que tienes a tus órdenes cualquier agrupación de combate que elijas.