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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (4 page)

BOOK: Fabuland
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—¿Estás bien? —se interesó Rob.

—Un poco aturdido, pero lo conseguiré.

—Me alegro, porque creo que hemos llegado. Fíjate.

Se encontraban al final del túnel y al inicio de una gigantesca sala circular repleta de cristales que devolvían la luz de las linternas multiplicándola en una secuencia infinita de destellos de acción hipnótica. Cuando su visión se acostumbró al espectacular efecto, decidieron abrirse paso a través del estrecho sendero que flanqueaban los cristales.

Allí estaba, al final del todo: un impresionante retablo de piedra que se alzaba hasta el techo de la cámara, decorado con escenas del Génesis, la Caída y la Resurrección del Gran Mono Resinoso, mítico propietario de aquellas tierras selváticas.

Rob señaló el panel central del retablo, que representaba una bestia cuyos ojos, rojos y malignos, refulgían como el fuego del Infierno; pero lo que helaba la sangre era la cruel sonrisa llena de puntiagudos dientes.

Naj tragó saliva.

—Hay que estar muy enfermo para adorar a un bicho así —logró decir.

—Los que lo adoraban lo convirtieron en el centro de sus vidas. Andaban como los monos, se comportaban como los monos, vivían en los árboles como los monos, se despiojaban los unos a los otros igual que los monos. Con los años, acabaron transformándose en auténticos simios. Para tenerlos sometidos, él les ofreció el Gran Sauce. Y una vez que probaron su resina, no pudieron desengancharse de ella.

—¿Y qué representa esa escena? ¿La de los monos pequeños metiéndole al mono grande un tronco de palmera en el ojo?

—Es la Rebelión de los monos resinosos, también conocida como la Caída del Gran Mono Resinoso. Cuando los monos descubrieron que la resina les daba una fuerza excepcional, decidieron convertirse a sí mismos en dioses. Para ello embriagaron al Gran Mono, lo ataron y lo asesinaron. Sin embargo han seguido rindiéndole culto hasta hoy.

—Es una buena historia —comentó Naj sin poder ocultar su temblor—. ¿Pero qué tiene que ver con el huevo áureo que estamos buscando?

—Mucho, amigo mío —dijo Rob. Su voz sonaba solemne en el eco de la cueva—. Según otra leyenda mucho más reciente, la Gran Dragona Áurea se detuvo en esta jungla para hacer su última puesta. Y, por lo que se ve, la leyenda es cierta porque tienes el huevo áureo justo delante de tu afeminado hocico.

I esta vez Naj no se mostró ofendido por el comentario. Se limitó a mirar en la dirección que el baktus señalaba, justo en la parte baja del retablo, donde dos estatuas de monos enfrentadas en actitud reverencial sostenían un objeto ovalado.

—Pero eso no es un huevo. Es sólo la escultura de un huevo.

—¿Ah, sí? Míralo más de cerca.

Al hacerlo, Naj confirmó que lo que parecía la escultura de un huevo era en realidad la escultura de un huevo.

—Esto es absurdo.

Rob no hizo caso. Se acercó al grupo escultórico y, tras estudiarlo durante un instante, agarró las cabezas de los dos monos y las giró en el sentido de las agujas del reloj de manera que dejaron de mirar el huevo para posar su mirada en el retablo. Entonces, el huevo de piedra empezó a vibrar, y así estuvo un buen rato hasta que se abrió como una cápsula, revelando en su interior un huevo dorado tan brillante que parecía haber sido bruñido por todo el gremio de pulidores de Leuret Nogara. Un crescendo coral anegó la cueva mientras el huevo áureo se duplicaba en las alucinadas pupilas del baktus y el gregoch. Los dos sabían que su belleza material era lo de menos. Ese pequeño objeto significaba su pasaporte a una existencia más plena.

En cuanto se recuperó de la impresión, Naj alargó la mano, agarró el huevo y lo metió en su zurrón. Era hora de largarse de allí antes de que los monos resinosos volvieran para adorar a su horripilante dios.

Sin mirar atrás, echaron a correr por el túnel; pero no habían dado ni veinte pasos cuando Rob se despegó del suelo y empezó a dar vueltas sobre sí mismo dentro de una burbuja de color morado. Antes de que Naj se diera cuenta de lo que estaba pasando, el huevo áureo salió del zurrón y se elevó en el aire dentro de otra burbuja más pequeña, ésta de color verde. El tercer acontecimiento extraño se pareció mucho a los otros dos: el propio Naj salió despedido, se golpeó en la cabeza contra el techo y empezó a girar en el interior de una enorme burbuja que, para su humillación, era de color rojo con manchitas blancas, a juego con el lazo. El tiempo se detuvo para los dos amigos mientras contemplaban impotentes cómo la burbuja que contenía el huevo se desplazaba unos metros y empezaba a descender lentamente hasta depositarse en una mano peluda. Podían haber pensado que era un mono resinoso si no hubiera sido por la túnica roja que lo envolvía y los malvados ojillos que brillaban dentro de un rostro negro y velludo del que no se distinguía facción alguna. Sólo pelo, ojos y túnica. Aun dentro de sus burbujas, Rob y Naj lo reconocieron como un miembro de la Hermandad de los Magos Hirsutos.

—Muchas gracias a los dos —dijo el mago con una voz grave y burlona—. Me habéis entregado el último huevo áureo. El gran Kreesor estará contento.

El mago concluyó su breve monólogo con una risa malévola antes de explotar con su mente la burbuja que contenía el huevo áureo y atrapar éste al vuelo. A continuación se dio la vuelta y echó a correr por el túnel, dejando a Rob y Naj girando en una dimensión jabonosa y atemporal en la que todo parecía fluir a medias. Allí permanecieron no supieron cuánto tiempo hasta que un estruendo atroz reverberó en la cueva y las dos burbujas empezaron a chocar la una contra la otra.

Desde aquel dinámico centrifugado fueron testigos del salvaje espectáculo que se desarrollaba en la cueva. El mago hirsuto estaba arrodillado tras una estalagmita, lanzando bolas de energía psíquica en dirección a la entrada del túnel, donde un grupo de monos resinosos en estado de máxima euforia hacía lo posible por avanzar. Los primates daban palmas, gritos y saltos antes de caer fulminados por las bolas de colores que salían de los dedos del mago. Dos de ellos lograron ocultarse tras una formación rocosa en forma de seta v aguardaron allí a que el mago hirsuto atacara. Cuando dos bolas de energía psíquica cruzaron el túnel a velocidad de vértigo, los monos salieron de su escondite y tomaron posiciones. Uno de ellos alzó sobre su cabeza un pesado tronco mientras el otro alargaba las manos para recuperar el huevo áureo.

El mago hirsuto fue más rápido, y eso desequilibró la balanza a favor de quienes menos lo esperaban. Al girarse, lanzó dos bolas sin tiempo para apuntar. Una de ellas desintegró al mono del tronco y la otra dio de lleno a la burbuja que contenía el cuerpo de Naj, haciéndola estallar y liberando a su ocupante. La misma explosión provocó un efecto en cadena que liberó a Rob, de manera que los dos amigos se vieron de pronto golpeando el suelo con sus cabezas, en medio de una cruenta batalla entre un mago que lanzaba letales bolas de energía y una manada de monos que trataban de defender su lugar de culto, sus tradiciones y su identidad a leñazo limpio.

—Creo que estábamos mejor antes —murmuró Naj aún conmocionado—. ¿Y ahora qué se supone que vamos a…?

Por toda respuesta, Rob blandió su hacha, soltó un alarido impropio de alguien de su tamaño y empezó a abrirse camino entre los monos, más concentrados en protegerse de los ataques del mago que en impedir que un baktus y un gregoch salieran del túnel. Naj lo siguió, haciendo lo propio con el machete. En toda aventura hay momentos para la reflexión, momentos para la deducción y momentos para la pura acción. Aquél era de los últimos. En cuestión de segundos habían alcanzado la salida de la cueva, incapaces de saber a cuántos monos resinosos habían eliminado por el camino. A sus espaldas sonó el angustiado grito del mago al ser atrapado por los monos, pero Rob y Naj no estaban en condiciones de apiadarse de él. Ahora eran libres y todo daba igual. O casi todo.

—¡El huevo! —gritó Naj—. El huevo áureo. ¡Tenemos que volver!

—Déjalo —pidió Rob—. Ahora es de ellos.

—¿De ellos?

—De los monos —el baktus miró a su compañero con una expresión que delataba alivio más que preocupación—. Lo han recuperado, y te apuesto lo que quieras a que no volverán a ponerlo en el mismo sitio. Tardaríamos horas o días en encontrarlo… si es que no nos hacen pedazos antes.

—¡Pero era nuestro!

—Lo era, amigo. Y volverá a serlo. Te doy mi palabra.

Capítulo 3

El timbre de la puerta le hizo abrir los ojos. Había dormido vestido sobre la cama y las arrugas de la colcha se le clavaban en la espalda. Algo no le había dejado conciliar el sueño y había pasado la noche entre nieblas, dando vueltas mientras a su cerebro en duermevela iba y venía la imagen de una muchacha guapa y dulce que parecía en peligro. Miró los números rojos del reloj digital de la mesilla: las 10:47. Tarde para el periódico y demasiado pronto para la señorita Avila. ¿Quién podía ser? Corrió a la habitación de su padre y se asomó sigilosamente a la ventana. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando vio a Nathan Addison apretando el timbre como si pretendiera agujerearlo.

De haberse celebrado un concurso de certezas absolutas, Kevin tenía muy claro que ganaría con la suya: la certeza absoluta de que no abriría la puerta a ese pesado. Seguro que venía a intentar convencerlo de que se uniera a la dichosa excursión de pesca y acampada junto al lago Columbia. Al menos debía agradecerle que no hubiera traído con él a su padre, a Johnny, a Carla y a los insufribles mellizos Bryson. Kevin pensaba quedarse allí, agazapado tras la ventana hasta que Nathan se diera por vencido y se largara.

Entonces sucedió algo horrible y maravilloso. Desde el lado derecho de la calle, por la acera donde el señor Crocker seguía luchando contra su cortacésped, se acercaba una bicicleta roja conducida por Martha Sheridan. Vio que se detenía justo al lado de Nathan y le hacía una pregunta a la que éste respondía con un gesto negativo. Antes de que Marha se encogiera de hombros y empezara a pedalear en dirección contraria, Kevin bajó las escaleras de tres en tres, salió al jardín y corrió como una exhalación hacia la verja (la única verja que había en toda la calle, cortesía de un padre paranoico que pensaba que todos los grupos terroristas del mundo querrían secuestrarlo por un dineral). Abrió la puerta y se quedó mirando a Martha con una cara de bobo que él pensó que era de alegría. No miró a Nathan, ni siquiera le oyó decir:

—Anda, si sí que estás. Pues llevo un buen rato apretando el timbre y no…

Kevin invitó a Martha a pasar y se apresuró a cerrarle a Nathan la puerta en las narices, ignorando las protestas y los mensajes naturistas que éste recitó mientras tanto.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Kevin escoltando a Martha hasta su habitación en el piso de arriba. Notó que su voz temblaba y se esforzó por corregirse—. Quiero decir…

—Quieres decir que a qué debes el honor de mi visita —sonrió ella—. Sólo quería saber cómo estabas.

—Bien, bien. Ya no sangro casi… —Kevin plantó ante los ojos de Martha la mano derecha, en la que se había formado una buena costra de plaquetas y sangre reseca.

—Eh… sí, tiene muy… muy buena pinta. Vaya, así que éste es tu santuario de magia y artes defensivas…

Habían entrado en el dormitorio, posiblemente el único lugar en la faz de la Tierra sobre el que Kevin tenía poder absoluto. Se sintió complacido por la muestra de asombro de Martha. La verdad es que hasta a él le impresionaba. La cama en un rincón y un armario con ropa eran las únicas concesiones a un simple lugar donde habitar y dormir. El resto era un auténtico museo. Las paredes estaban cubiertas de pósteres y dibujos con personajes y lugares de Fabuland. El sitio de honor lo ocupaba un gran mapa desplegable de Mundomediano, a todo color y con los puntos más destacados: Leuret Nogara, Jungla Canalla, el río Nudoso, el yacimiento fosilífero de Esnas e incluso la fortaleza de Efatel, residencia de los magos hirsutos. De la pared colgaba también una gorra con el logotipo de Fabuland (un castillo y dos banderolas), a juego con un par de camisetas que se arrugaban en el fondo de un cajón.

—Sí que te gusta, sí —comentó Martha mientras se dirigía a un mueble con cajones cuya cima estaba conquistada por una legión de figuritas articuladas. Cogió una al azar—. ¿Quién es éste?

—Es Griswuf, el gran guerrero norman. Y ésa de ahí al lado es la princesa Skartha. A su lado está Kawpyin, cabecilla de la Resistencia Élfica. ¡Ah, y mira! El de detrás es Jars Patuk, comandante de la Liga de los Cuatro Reinos…

—¿Y quién es este tan gracioso? —preguntó Martha sosteniendo en la mano una figura con túnica y capucha azules cuyo rostro estaba cubierto por una tupida masa de pelo negro—. Parece un osito de peluche.

—No es un osito de peluche. Es Kreesor, el líder de la Hermandad de los Magos Hirsutos. Su poder está creciendo en Fabuland y ahora mismo representa uno de sus mayores peligros.

—Parece que te lo tomas en serio.

—Es que es serio —replicó Kevin muy digno.

Martha dejó el muñeco en su sitio y contempló la seguridad en la mirada del pelirrojo.

—Creo que tienes razón. Siempre he pensado que la verdadera vida comienza en el momento en que abres un libro. Lo que hay antes no es más que… bueno, una especie de sueño de transición. Esta serie no la conocía. ¿Es buena?

—Es mejor que buena. Toda la fantasía épica, medieval, mágica, marítima y galáctica en un solo universo.

Martha hizo una mueca que indicaba que la explicación de Kevin le había impresionado menos de lo que él había pretendido. Se acercó a la estantería y estudió durante un rato los lomos de los libros, extrañada de que fuera el objeto que menos abundaba en la habitación.

—Para abarcar tantos temas como dices, hay pocos episodios, ¿no? Imaginaba una serie de esas interminables, con sagas y subsagas, y subsagas de las subsagas.

—Pero es que Fabuland no son sólo libros —el móvil de Kevin sonó. Era Nathan Addison. Rechazó la llamada—. Como te dije ayer, es algo mejor.

—¿Qué puede haber mejor que los libros? ¿Una película? Ninguna de las películas fantásticas que he visto logra crear un universo tan rico y completo como El señor de los anillos. Ni siquiera El señor de los anillos.

—Mucho mejor que una película —replicó Kevin buscando algo en uno de los huecos de la mesa del ordenador. Cuando lo encontró, lo puso en la mano de Martha, sonriendo con excitación—: Esto.

Era una caja rectangular del tamaño de un libro. En su frente estaba dibujado el mismo mapa que había en la pared, y arriba, con letras de cuento, el título:

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