—Sólo dime si te has registrado.
—Es posible.
—¿Y quién eres?
—Martha Sheridan —dijo ofreciéndole la mano—. Mucho gusto.
—¡Ese chiste ya es viejo!
—Igual que tu conversación.
Kevin la miró a los ojos. Estaba fascinado.
—Guapa, lista, lectora, rápida de reflejos… Seguro que en la escuela no hay quien te aguante.
—No voy a la escuela.
—Ya, yo ahora tampoco —replicó Kevin con paciencia. Aunque seguía fascinado, se preguntó si la alegre despreocupación con la que Martha se tomaba las cosas podría acabar cansando—. Digo a la vuelta del verano. ¿Te has matriculado ya?
—No voy a la escuela —repitió Martha—. Ni mis hermanos tampoco. Mis padres son partidarios de la educación doméstica.
—¿Eso es estudiar en casa?
—Más o menos. Cada vez hay más familias que prefieren encargarse personalmente de la educación de sus hijos. Algunos lo hacen por motivos religiosos, otros por desconfianza hacia la escuela pública…
—¿Por si a algún loco le da por entrar con un fusil y cometer una masacre?
—No sólo por eso, aunque la violencia en las aulas también es un buen motivo. Es simplemente que no creen en la calidad de la enseñanza académica. ¿Has oído que, según un estudio, nada más que un tercio de los alumnos norteamericanos saben cuándo tuvo lugar la Guerra Civil? Imagina lo poco que sabrán de acontecimientos que tuvieron lugar en otros países.
—Ah, pero eso pasa en todas partes. Chema me ha dicho que muchos alumnos españoles no han oído nunca hablar del autor de El Quijote.
—¿De Miguel de Cervantes?
—Veo que tú sí. Pero eso de la escuela doméstica… ¿no provoca problemas de integración? Quiero decir… ¿no es malo que los estudiantes no se relacionen con gente de su edad? Salgan, jueguen, estén juntos… esas cosas.
—¿Problemas de integración? ¿Y lo dice alguien que da con la puerta en las narices a sus amigos, rechaza ir de acampada y no coge i teléfono cuando suena?
—Nathan Addison no cuenta. Él es… no es lo que yo consideraría un amigo.
—¿Y quiénes son tus amigos?
—Bueno, espero que tú lo seas —nada más terminar la frase, Kevin se sonrojó—. Y luego están Chema y Hideki.
—Ya, tus amiguitos de Internet. ¿Hideki es el perrito filólogo?
—Lingüista. Hideki Otuma. Un gran tipo… en todos los sentidos. Pesa ciento diez kilos y tiene sólo veintiún años. Vive en Tokio y él sí que tiene problemas de integración. Es un hikikomori.
—Eso suena a artes marciales.
—Los hikikomori son personas que no salen de casa. Hideki es superdotado, pero sus padres no le dieron la educación especial necesaria y eso le ha traído muchos problemas. Hace meses que cerró con llave la puerta de su habitación.
—¿Y no sale nunca?
—Para ir al baño y poco más. Según me ha contado, tiene en la habitación un microondas y se alimenta a base de sopas instantáneas. Su única vida es la que vive a través de Internet. Trabaja desde casa. Es un aficionado a los códigos ocultos y las claves secretas, y su pasión, además de Fabuland, es colarse en sitios prohibidos sin que le detecten.
Martha estaba alucinando.
—No puedo creer que haya gente así. ¿Ves? La escuela doméstica no produce sensación de encierro, sino todo lo contrario: abre tu mente más allá de las paredes del aula. Como dice mi madre, se trata de utilizar el mundo entero como escuela. Y los resultados, aunque no lo creas, suelen ser mejores que en la escuela pública.
—Entre mil ochocientos sesenta y uno y mil ochocientos sesenta y cinco.
—¿Qué?
—Las fechas de la Guerra Civil. Como ves, no todo lo que sale de la escuela pública tiene el cerebro atrofiado.
—Yo no he dicho eso —Martha se distrajo con el vuelo de un petirrojo antes de retomar el diálogo—. ¿Has leído Eragon?
—¡Claro! ¿Por qué?
—Su autor, Chrístopher Paolini, nunca fue a la escuela pública y su libro se convirtió en un best seller mundial. Y sólo tenía catorce años cuando lo escribió.
—Eso no demuestra nada —dijo Kevin echándose a un lado para permitir el paso a una pareja que hacía footing—. Muchos escritores de éxito tienen una formación académica. Darius Grunion, sin ir más lejos.
—¿Quién?
—El creador de Fabuland.
—Y volvemos al tema —rompió a reír Martha—. ¿Sabes que para pasarte las noches conectado a ese vicio no eres nada tonto?
—Venga, dime qué personaje has elegido.
—No.
—Una pista nada más.
—No.
—¡Martha!
—¡Qué no te lo digo! ¿No eres Rob McBride, el intrépido guerrero baktus? Pues descúbrelo tú mismo.
Una ardilla gris cruzó la pista dando saltitos y se encaramó a un árbol. Kevin la siguió con la mirada antes de volverse hacia Martha, desafiante.
—Como quieras. Pero que sepas que la capacidad detectivesca de un baktus está fuera de toda duda. Esta noche te atraparé.
—¿Ah, sí? —preguntó Martha pedaleando hasta el inicio de un camino de tierra que descendía entre los árboles hasta la orilla del río—. Pues a ver si me atrapas ahora, joven Dexter.
La espesura se la tragó y Kevin rodó en su busca.
Oscurecía cuando Rob McBride y Naj el gregoch terminaron de cruzar el bosque y encontraron, clavado en un árbol del caucho, un letrero que indicaba que a pocos pasos de allí se encontraba la posada del Palantir. A diferencia de Naj, que lo que más deseaba era comer algo caliente y beberse un buen cuenco de leche de cabra, Rob estaba ansioso por localizar al tal Willie Mojama, aunque seguía preguntándose cómo un simple posadero iba a poder ayudarlo en su peligroso viaje a Isla Neblina.
El Sabio Silvestre les había despedido en la puerta occidental de Leuret Nogara, después de entonar un discurso a modo de bendición y entregarles un mapa mágico de Fabuland que incluía la ubicación de Isla Neblina. De ese modo partieron deseosos de culminar con éxito su misión, aunque un poco tristes porque Imi se había negado a acompañarlos.
A Rob esto le escamó. Era normal que Imi no hubiera ido con ellos a buscar el huevo a Jungla Canalla, ya que era una zona peligrosa para un simple perrito lingüista más habituado a las bibliotecas que a las selvas; pero no había sido tan normal que se perdiera el torneo de bolos comestibles que se había celebrado en Attis hacía unas semanas. A decir verdad, ni Rob ni Naj habían visto a Imi en otro lugar que no fuera Leuret Nogara. Había algo extraño en el perrito lingüista, pero como siempre les ayudaba a salir de los laberintos de claves y códigos en los que a veces se metían, nunca le habían dado demasiada importancia.
La posada estaba en el corazón mismo del bosque. Una luz amarilla se filtraba a través de las ramas de los árboles, que ocultaban el edificio construido con tablones de madera. Un cartelón colgaba de una cadena sujeta a una barra de hierro sobre la puerta principal, y por las ventanas se apreciaban claros y sombras en movimiento. En lo alto del tejado, una torcida chimenea escupía un penacho de humo hacia el cielo. Abajo, un montón de tiendas de campaña desperdigadas alrededor del edificio hicieron temer a Rob que la posada estuviera completa.
El ambiente de dentro confirmó sus temores. En el pequeño salón lleno de mesas, sillas y sofás se acumulaban todo tipo de criaturas viajeras llegadas de los cuatro mundos de Fabuland. Algunos comían, otros bebían, otros hacían ambas cosas, pero la mayoría sólo conversaba. Al fondo del todo, junto a la chimenea, un calamar de tierra amenizaba la velada tocando al piano canciones populares que eran coreadas por los de las mesas cercanas. Rob se acercó al mostrador donde un joven elfo con orejas puntiagudas fregaba un vaso sin demasiado afán.
—Buenas noches —saludó con educación.
El elfo se detuvo al escuchar la voz y abrió de par en par sus rasgados ojos oscuros en una mueca de terror.
—¡¿Quién es?! ¡¿Quién habla?!
Rob se dio cuenta de que el mostrador ocultaba la totalidad de su cuerpo, así que se acercó a uno de los taburetes alineados frente a la barra y trepó a él. Cuando quedó a la vista del camarero, volvió a saludar.
—Me llamo Rob McBride. Ésta es mi compañera… mi compañero Naj. Buscamos un lugar donde pasar la noche y…
—Y a Willie Mojama —intervino el gregoch—. Nos han dicho que puede ayudarnos a llegar a Isla Neblina.
Rob dirigió una mirada furiosa a Naj y luego se giró con disimulo para comprobar si alguien les había oído. Afortunadamente, todos los huéspedes se mostraban concentrados en sus propios asuntos y nadie parecía hacerles el menor caso. Nadie excepto la rana roja que ocupaba una mesa del fondo, junto a las cortinas que cubrían la ventana. Estaba sentada sola, con las ancas cruzadas, sosteniendo en la mano una jarra y observando a Rob sin ningún disimulo. Hasta alzó su jarra en señal de brindis cuando éste la miró. Decidió ignorarla y, tras una segunda mirada de advertencia a Naj, se volvió hacia el camarero, que después de haber oído el nombre de Isla Neblina temblaba como un flan.
—Mi amigo el gregoch está de broma —le tranquilizó Rob—. Lo que buscamos es alojamiento y comida.
—¿Vais a comerme? —se horrorizó el elfo—. Mirad, yo no soy bueno para comer. Tengo mucho hueso y mi sangre es insípida. Por favor, si me dejáis vivir puedo ir a la cocina y pedir que os hagan unos pasteles de camarones. Son la especialidad de la casa. ¡Por favor, por favor…! Sólo soy un camarero. Mi ropa está manchada de cerveza, grasa y aceite. No tengo buen sabor. Yo…
Mientras el elfo balbuceaba incoherencias, los dos compañeros permanecían tiesos en el sitio, sin saber muy bien qué hacer. En un momento dado, Naj hizo ademán de ir a comérselo, pero entonces se abrió la puerta de la cocina y salió un hombre rechoncho con una gran barba roja que vestía un traje blanco de cocinero lleno de manchas.
—¿Qué ocurre aquí, Blim? ¿Cómo es que estos vasos todavía no están limpios? Los de la mesa ocho llevan una hora esperando sus bebidas, diablos. ¿Para qué crees que te pago?
Blim bajó la cabeza sumiso y, con manos temblorosas, reanudó su tarea de fregar los vasos.
—¿En qué puedo serviros? —preguntó el hombre barbudo.
—Buscamos una habitación —se apresuró Rob antes de que su enorme compañero volviera a meter la pata.
—Tenéis suerte —resopló el hombre tras echar un rápido vistazo a un tablero lleno de clavos que había en la pared y tomar la única llave que colgaba de él—. Nos queda libre la número uno.
—Siempre queda libre la número uno —lloriqueó el elfo mientras aclaraba un vaso con la bayeta—. No hay otra habitación en la posada y siempre está libre.
—Oh, no le hagáis caso —rogó el hombre—. Tiene un trauma, ¿sabéis? Es buen muchacho, pero todo le preocupa más de lo imprescindible. Una vez nos quedamos sin paté de oca y estuvo a punto de arrojarse al vacío desde el barranco insondable del Arboletum.
—¡No me lo recuerdes! Tardaron más de cuatro días en enviarnos más ocas. Y la gente esperando. ¡Qué experiencia más horrible!
—Normalmente toma infusiones de tranquiflora y está la mar de sereno —explicó el posadero—, pero esta semana no nos ha llegado el suministro y ya lo veis. En fin, caballero y señorita, que disfrutéis de vuestra estancia en el Palantir.
Naj se encaró con el hombre al oír lo de «señorita», pero Rob volvió a adelantarse.
—¿Qué ocurre en esa habitación?
—Oh, no ocurre nada. ¿Por qué lo preguntas?
—¡Hay un fantasma! —chilló Blim al tiempo que soltaba el vaso, que se hizo añicos contra el fregadero.
Irritado, el posadero comenzó a soltar una serie de improperios, momento que Rob y Naj aprovecharon para coger la llave y dirigirse a la habitación, situada en el primer piso. Antes de empezar a subir las escaleras, el baktus se volvió y comprobó que la rana roja seguía mirándolo con descaro. Sintió algo extraño, como la necesidad de ir a hablar con ella, pero al final logró controlarse.
Cuando llegaron ante la puerta de la habitación, Naj vaciló.
—¿Será verdad lo que dice ese elfo trastornado? ¿Habrá un fantasma?
—Eso explicaría la cantidad de tiendas de campaña que hemos visto fuera. ¿Pero a nosotros qué más nos da? Hemos venido a hablar con Willie Mojama, no a quedarnos a vivir aquí.
—¿Crees que Willie Mojama es el barbudo de abajo?
—¿Quién si no? Desde luego el elfo no va a ser.
Abrieron la puerta y entraron. Una gran cama cubierta por un edredón amarillo ocupaba la mayor parte de la habitación con suelo de tablones y paredes revestidas de tela. Al lado derecho de la cama había una palangana con agua, y justo enfrente, un armario. Rob miró bajo el colchón, abrió el armario y dio unos golpecitos tranquilizadores a Naj.
—No te preocupes. Parece que nuestro fantasma ha dejado la habitación.
—¿Estás seguro? —receló el gregoch—. Te advierto que puedo dormir con una tarántula en la cara, pero un fantasma guasón que me dé la noche puede ponerme de muy mala patata.
—Vamos, te conozco y eres capaz de dormir como un tronco hasta en una jaula de monos resinosos.
—Pues dormir es precisamente lo que me hace falta. Esas setas que encontramos de camino no me han repuesto toda la energía que he gastado en el viaje.
—Descansa un poco entonces. Yo bajaré a sondear a Willie. Te avisaré cuando la cena esté lista —Rob se acercó a la puerta, la abrió y, antes de salir del cuarto añadió—: Y no te pases con el rímel.
Cerró la puerta justo en el momento en que una pastilla de jabón se estrellaba contra el marco, y bajó las escaleras riendo. Respetaba a Naj, pero a veces no podía evitar gastarle ese tipo de mofas. Al fin y al cabo, él era el único responsable de tener esa apariencia, y todo cambiaría si lograban culminar con éxito su misión, así que, ¿por qué no bromear de vez en ruando? Él estaba dispuesto a aceptar que le echaran en cara que no era el guerrero norman que le hubiera gustado ser.
Encontró una mesa vacía en el centro del salón y se sentó a observar el ambiente. En las mesas vecinas distinguió una pareja de trolls del queso jugando a las damas, una escolopendra albina, un variopinto grupo formado por un alimoche y dos saurios cabezademazo y, un poco más apartado, un silfo silbante que parecía dormitar al amparo de su pipa de agua. No había ni rastro de Willie Mojama, y tampoco de la rana roja.
Abandonó su tarea de observación cuando el tembloroso Blim se acercó a la mesa con un bloc de notas y un carboncillo.