Fantasmas (16 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—¿Mamá? —preguntó Rudy completamente desconcertado.

—Es para un trabajo del colegio. Nos preguntaron que si tuviéramos que escribir una carta a alguien, a quién sería. La señora Louden ha dicho que puede ser alguien imaginario o un personaje histórico. Alguien muerto.

—¿Y piensas entregar eso y dejar que lo lea la señora Louden?

—No lo sé, aún no lo he terminado.

Pero, conforme hablaba, Max se daba cuenta de que había sido un error, de que se había dejado llevar por las fascinantes posibilidades de aquel trabajo de clase, el irresistible «y si»..., y había escrito cosas demasiado personales para enseñárselas a nadie. Cosas tales como
«tú
eras la única con la que sabía cómo hablar y a veces me siento tan solo»... Se había imaginado a su madre leyendo la carta de alguna manera, desde algún lugar, tal vez en forma de figura astral flotando sobre él, mirando su pluma garabatear el papel, sonriendo serena. Había sido una fantasía cursi y absurda, y sólo por pensar que se había dejado llevar por ella sintió una intensa vergüenza.

Su madre ya estaba débil y enferma cuando el escándalo obligó a su familia a abandonar Ámsterdam. Durante un tiempo vivieron en Inglaterra, pero el rumor de aquella cosa terrible que había hecho su padre (Max la ignoraba y dudaba de que llegara a saberlo nunca) los siguió hasta allí. Así que siguieron camino hacia Estados Unidos. Su padre estaba convencido de que le habían dado una plaza en la facultad de Vassar, hasta el punto de que había invertido casi todos sus ahorros en comprar una hermosa granja cercana. Pero cuando llegaron a Nueva York el decano los recibió y le dijo a Abraham Van Helsing que su conciencia le impedía contratarlo para que trabajara sin supervisión con muchachas menores de edad. Max no habría estado más convencido de que su padre había matado a su madre si le hubiera visto ahogarla con una almohada en su lecho de enferma. No fue el viaje lo que acabó con ella, aunque sin duda contribuyó, demasiado esfuerzo para una mujer débil y embarazada que además sufría de una infección crónica de la sangre que le provocaba cardenales al más mínimo roce. Fue la humillación. Mina no pudo sobrevivir a la vergüenza de lo que había hecho su padre, aquello que los obligó a todos a huir.

—Vamos —dijo Max—. Limpiemos esto y salgamos de aquí.

Volvió a poner la mesa de pie y empezó a recoger libros del suelo, pero giró la cabeza cuando escuchó a Rudy preguntar:

—Max, ¿tú crees en los vampiros?

Rudy estaba de rodillas frente a una otomana, al otro lado de la habitación. Se había agachado para recoger unos papeles que habían llegado hasta allí y se había quedado mirando el viejo maletín de médico escondido debajo. Tiró del rosario anudado a las asas.

—Deja eso —dijo Max—. Se supone que tenemos que recoger, no desordenar más.

—¿Pero crees?

Max guardó silencio por unos instantes.

—A mamá la atacaron. Después de aquello su sangre no volvió a ser la misma. Enfermó.

—Pero ¿ella dijo alguna vez que la habían atacado, o fue él?

—Murió cuando yo tenía seis años. No le contaría una cosa así a un niño tan pequeño.

—Pero ¿tú crees que estamos en peligro?

Rudy había abierto el maletín y alargó la mano para sacar un bulto cuidadosamente envuelto en tela púrpura. Bajo el terciopelo se entrechocaban trozos de madera.

—¿Que ahí fuera hay vampiros esperando atacarnos? ¿Qué esperan a que bajemos la guardia?

—Yo no descarto esa posibilidad, por descabellada que parezca.

—Por descabellada que parezca —repitió su hermano con risa queda. Abrió el envoltorio de terciopelo y miró las estacas de veintitrés centímetros, espetones de madera blanca reluciente con los mangos forrados de cuero engrasado.

—Pues yo creo que es una gilipollez. Gi-li-po-llez —dijo Rudy en un tono ligeramente cantarín.

El rumbo que tomaba la conversación estaba poniendo nervioso a Max, y por un instante se sintió mareado, presa del vértigo, como si estuviera inclinado sobre una pendiente pronunciada. Ya tal vez no estuviera muy lejos de algo así. Siempre había sabido que algún día tendrían esta conversación y temía adonde podría conducirlos. Rudy nunca disfrutaba tanto como en una discusión, pero jamás llevaba sus dudas a una conclusión lógica. Podía decir que algo era una gilipollez, pero no se detenía a considerar qué pasaba entonces con su padre, un hombre que temía a la oscuridad tanto como una persona que no sabe nadar teme al mar. Max casi necesitaba que aquello fuera verdad, que existieran los vampiros, porque la otra posibilidad —que su padre fuera un psicótico— era demasiado terrible, demasiado abrumadora.

Seguía pensando en cómo contestar a su hermano cuando una fotografía enmarcada atrajo su atención. Estaba medio oculta bajo la mecedora de su padre, vuelta del revés. Pero cuando le dio la vuelta supo que ya la había visto. Era un calotipo, un tipo de foto antigua, color sepia, de su madre, que había estado en una estantería de su casa de Ámsterdam. Llevaba puesto un sombrero claro de paja bajo el que asomaban sus rizos negros y etéreos. Tenía una de las manos enguantadas levantada en un gesto enigmático, de forma que parecía estar agitando un cigarrillo invisible. Sus labios estaban entreabiertos, como diciendo algo, y Max a menudo se preguntaba qué sería. Por alguna razón se imaginaba a sí mismo presente en aquella escena, fuera de la fotografía, un niño de cuatro años mirando a su madre con expresión solemne. Tenía la impresión de que ella agitaba la mano para evitar que saliera en la fotografía. Si eso era cierto, entonces parecía lógico que en el momento de ser retratada estuviera diciendo su nombre.

Cuando cogió el marco y le dio la vuelta escuchó el tintineo del cristal al caerse. El cristal se había roto justo en el centro. Empezó a arrancar pequeñas esquirlas del marco y a apartarlas con cuidado, procurando que ninguna arañara el brillante calotipo de debajo. Sacó un cristal de gran tamaño de la esquina superior del marco y la fotografía se desprendió. Cuando fue a colocarla en su sitio dudó un instante, frunció el ceño y tuvo la fugaz impresión de que los ojos le bizqueaban y veía doble. Entonces, bajo la primera fotografía apareció otra. Sacó la de su madre del marco y miró fijamente y sin comprender la que alguien había escondido detrás. Un entumecimiento frío le invadió el pecho, alcanzándole luego la garganta. Miró a su alrededor y suspiró aliviado al ver a Rudy arrodillado frente a la otomana, envolviendo otra vez las estacas en su sudario de terciopelo.

Volvió a mirar la fotografía secreta. En ella aparecía una mujer que estaba muerta. También estaba desnuda de cintura para arriba, con las ropas desgarradas, hechas jirones. Yacía en una cama con dosel; de hecho, estaba atada a la misma con cuerdas enrolladas en su cuello y que le sujetaban los brazos por encima de la cabeza. Era joven y tal vez había sido hermosa; era difícil saberlo; tenía uno de los ojos cerrado y el otro entreabierto, dejando ver una pupila inerte. Le habían abierto la boca a la fuerza, metiéndole lo que parecía ser una pelota blanca y amorfa, y el labio superior estaba un poco retirado, de manera que dejaba ver una hilera uniforme de dientes superiores. Tenía uno de los lados del rostro amoratado y entre las curvas rotundas y lechosas de sus pechos había clavada una estaca de madera blanca. Las costillas izquierdas estaban cubiertas de sangre.

Oyó el coche en la entrada a la casa, pero era incapaz de moverse, de apartar la vista de aquella fotografía. Rudy empezó a tirarle del hombro, diciéndole que tenían que irse de allí. Max apretó la fotografía contra su pecho para evitar que Rudy la viera. Le dijo vete, yo iré enseguida, y Rudy le soltó y salió.

Con manos torpes, Max intentó colocar la fotografía de la mujer asesinada dentro del marco... y entonces vio algo más y se quedó nuevamente inmóvil. Hasta el momento no había reparado en una figura a la izquierda de la imagen, un hombre junto a la cama, con la espalda vuelta hacia el objetivo. Estaba tan en primer plano que parecía una figura desenfocada, vagamente rabínica, con un sombrero y un abrigo negros. No había manera de saber con certeza quién era ese hombre, pero Max sí lo sabía, lo reconoció por la manera en que inclinaba la cabeza hacia atrás, la forma cuidadosa y casi rígida en que se inclinaba desde el grueso cuello. En una mano sostenía un hacha y en la otra un maletín de médico.

El motor del coche se detuvo con un silbido ronco y un leve traqueteo. Max encajó como pudo la fotografía de la mujer muerta en el marco y colocó encima el retrato de Mina. Dejó la fotografía, sin cristal, sobre la mesa y la miró durante una milésima de segundo, antes de darse cuenta, horrorizado, de que Mina estaba cabeza abajo. Alargó la mano hacia ella.

—¡Vamos! —gritó Rudy—. Por favor, Max.

Estaba fuera de la ventana, de puntillas, y con la cabeza vuelta hacia el estudio.

Max empujó con el pie los cristales rotos debajo de la mecedora, brincó hacia la ventana y gritó. O al menos lo intentó, ya que le faltaba aire en los pulmones y su garganta no emitió sonido alguno.

Su padre estaba de pie detrás de Rudy y lo miraba por encima de la cabeza de éste. Rudy no vio que estaba allí hasta que le apoyó las manos en los hombros. Pero él no tenía ninguna dificultad para gritar y dio tal salto que pareció que iba a entrar de nuevo en el estudio.

Abraham miró en silencio a su hijo mayor y Max le devolvió la mirada con media cabeza fuera de la ventana y las manos en el alféizar.

—Si quieres —dijo su padre— puedo abrirte la puerta para que salgas. No queda tan teatral, pero sí es más cómodo.

—No —contestó Max—. No, gracias. Estaba... nosotros... un error. Lo siento.

—Un error es no saber cuál es la capital de Portugal en un examen de geografía. Esto es otra cosa. —Hizo una pausa e inclinó la cabeza con semblante inexpresivo. A continuación soltó a Rudy y se volvió abriendo una mano y señalando hacia el jardín en un gesto que parecía decir: «Sal por ahí»—. Hablaremos de eso otro día. Ahora, si no te importa, me gustaría que salieras de mi despacho.

Max se le quedó mirando. Nunca hasta entonces su padre había postergado el castigo físico —entrar sin permiso en su estudio merecería al menos unos buenos latigazos— y trataba de entender por qué lo hacía ahora. Su padre esperaba y Max salió por la ventana y aterrizó en un parterre. Rudy lo miraba con expresión interrogante, buscando alguna indicación sobre lo que debían hacer a continuación. Max alzó la vista en dirección a los establos —su estudio particular— y, despacio, se encaminó hacia allí. Su hermano pequeño echó a andar junto a él, temblando de pies a cabeza.

Antes de que lograran escapar, sin embargo, Max notó la mano de su padre en el hombro.

—Mis reglas son protegerte siempre, Maximilian —dijo—. ¿Ahora me dices quizá que no quieres que yo te proteja más? Cuando eras pequeño te tapé los ojos en el teatro cuando llegaban los sicarios a asesinar a Clarence en
Ricardo.
Pero cuando fuimos a ver
Macbeth
me apartaste la mano, querías ver. Ahora me parece que la historia se repite, ¿no?

Max no contestó. Al menos, su padre le había soltado.

Pero no habían caminado diez pasos cuando habló de nuevo:—Por cierto, casi me olvido. No os dije adónde iba, y tengo una noticia que os pondrá tristes a los dos. El señor Kutchner vino cuando estabais en el colegio gritando: «Doctor, doctor, deprisa, mi mujer». En cuanto la vi, ardiendo de fiebre, supe que tenía que ir al hospital, pero, ay, el granjero tardó demasiado en acudir a mí. Cuando la llevó hasta mi coche los intestinos se le salieron con un «plof». —Chasqueó la lengua simulando desagrado—. Llevaré vuestros trajes al tinte, el funeral será el viernes.

 

Arlene Kutchner no fue al colegio al día siguiente. De vuelta a casa, pasaron por delante de la suya, pero las persianas estaban echadas y el lugar tenía un aire demasiado silencioso. El funeral sería a la mañana siguiente, en el pueblo, y tal vez Arlene y su padre habían salido ya hacia allí, donde tenían familia. Cuando los chicos entraron en su propio jardín, el Ford estaba aparcado junto a la casa y las puertas que daban al sótano, abiertas.

Rudy hizo una señal en dirección al establo. Compartían un caballo, un viejo jamelgo llamado
Arroz, y
hoy le tocaba a Rudy limpiar el establo, así que Max se dirigió solo hacia la casa. Estaba junto a la mesa de la cocina cuando escuchó cerrarse desde fuera las puertas del sótano. Poco después su padre subió las escaleras y apareció en la puerta que daba al sótano.

—¿Estás trabajando en algo ahí abajo? —preguntó Max.

Su padre lo miró de arriba abajo con ojos deliberadamente inexpresivos.

—Os lo desvelaré más tarde —dijo, y Max le vio sacar una llave de plata del bolsillo de su chaleco y usarla para cerrar la puerta del sótano. Nunca antes la había usado, y Max no sabía siquiera que existía tal llave.

Pasó el resto de la tarde agitado, mirando sin cesar la puerta del sótano, inquieto por la promesa de su padre: «Os lo desvelaré más tarde». No tuvo ocasión de comentarla con Rudy durante la cena, de especular sobre qué sería lo que les iba a desvelar, y tampoco pudieron hablar después, mientras hacían los deberes en la mesa de la cocina. Por lo general, su padre se retiraba temprano a su estudio, para estar solo, y no lo volvían a ver hasta la mañana siguiente. Pero esta noche parecía nervioso y no hacía más que entrar y salir de su despacho a por un vaso de agua, a limpiar sus gafas y, por último, para coger una lámpara. Ajustó la mecha de manera que hubiera sólo una tenue llama roja y después la colocó sobre la mesa, frente a Max.

—Chicos —dijo volviéndose hacia el sótano y descorriendo el cerrojo—. Bajad y esperadme. No toquéis nada.

Rudy, pálido como la cera, dirigió a Max una mirada horrorizada. No soportaba el sótano, con su techo bajo y su olor, las telarañas como velos de encaje en las esquinas. Cuando le tocaba hacer allí alguna tarea doméstica, siempre le suplicaba a su hermano que lo acompañara. Max abrió la boca para preguntar a su padre, pero éste ya había salido de la habitación y desaparecido en su estudio.

Max miró a Rudy, que temblaba y negaba con la cabeza sin decir palabra.

—No pasará nada —le prometió Max—. Yo te protegeré.

Rudy cogió la lámpara y dejó que Max bajara el primero por las escaleras. La luz anaranjada de la llama proyectaba sombras que se inclinaban y saltaban, como oscuras lenguas, en las paredes. Max bajó hasta el sótano y miró inseguro a su alrededor. A la izquierda de las escaleras había una mesa de trabajo sobre la que había un bulto cubierto con una lona blanca y mugrienta. Podían ser ladrillos apilados, o ropa, era difícil decirlo en aquella oscuridad y sin acercarse más. Max avanzó con lentitud y arrastrando los pies, hasta que estuvo cerca de la mesa, y una vez allí se detuvo, dándose cuenta de repente de lo que escondía la sábana.

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