Veo mi aparato reproductor, rosa, liso y pequeño, balanceándose entre mis muslos al correr, y la visión de esta desnudez de cintura para abajo me llena de una repentina euforia.
La tía Mandy me alcanza cuando estoy a punto de llegar al coche, en Lincoln Street. Una multitud nos mira mientras me tira de los pelos y caemos al suelo enzarzados.
—¡Siéntate, pirado de mierda! —grita—. ¡Pequeño cretino chiflado!
—¡Puta foca! ¡Sanguijuela capitalista! —le chillo yo.
Bueno, eso exactamente no. Pero parecido.
* * *
No estoy seguro, pero puede ser que lo ocurrido en Wheelhouse Park fuera la gota que colmó el vaso, porque dos semanas más tarde, coincidiendo con el día libre del Equipo, me encuentro con mis padres de camino a Vermont, a visitar un internado llamado Academia Biden, que mi madre quiere que veamos. Me dice que es una escuela preparatoria, pero he visto el folleto y está lleno de palabras en clave —necesidades especiales, entorno, integración social—, así que sé de qué clase de colegio se trata.
Un joven vestido con vaqueros, una camisa gastada y botas de montaña nos recibe en las escaleras situadas frente al edificio principal. Se presenta como Archer Grace y dice que trabaja en admisiones y que nos va a enseñar el lugar. La academia Biden está en las Montañas Blancas. La brisa que mece los pinos es fría, así que, aunque es agosto, la tarde tiene el fresco encanto y la emoción de una velada de las World Series. El señor Grace nos acompaña en un recorrido por el campus. Visitamos dos edificios de ladrillo cubiertos de hiedra. Visitamos aulas vacías. Recorremos un auditorio con paredes forradas de madera y unos cuantos pesados cortinajes color escarlata. En una de las esquinas hay un busto de Benjamín Franklin esculpido en mármol blanco lechoso y, en otro, uno de Martin Luther King en piedra oscura parecida al ónix. Ben lo mira con el ceño fruncido. Se diría que el reverendo se acaba de levantar y aún está somnoliento.
—¿Es impresión mía, o el ambiente está muy cargado? —pregunta mi padre—. Como si faltara oxígeno.
—Antes de que empiece el semestre de otoño siempre lo aireamos —contesta el señor Grace—. Ahora mismo no hay prácticamente nadie, salvo unos cuantos chicos del programa de verano.
Salimos todos juntos y paseamos hasta un jardín de árboles de tamaño gigantesco y corteza gris de apariencia resbaladiza. En uno de los extremos hay un anfiteatro de media circunferencia y gradas con asientos, donde se celebran las fiestas de graduación y en ocasiones montan obras de teatro y espectáculos para los chicos.
—¿Qué es ese olor? —pregunta mi padre—. ¿No os huele raro este sitio?
Lo curioso es que tanto mi madre como el señor Grace hacen como si no le oyeran. Mi madre tiene un montón de preguntas para el señor Grace sobre los espectáculos que montan en el colegio. Es como si mi padre no estuviera allí.
—¿Qué son esos árboles tan bonitos? —pregunta mi madre mientras volvemos por el jardín.
—Ginkgo biloba—responde el señor Grace—. ¿Sabían que no hay otros árboles en el mundo como éstos? Son los únicos supervivientes de una familia de árboles prehistóricos que ha desaparecido por completo de la faz de la tierra.
Mi padre se detiene junto al tronco de uno de ellos y rasca la corteza con el dedo pulgar. Después se lo lleva a la nariz y pone cara de asco.
—Así que esto es lo que apesta —dice—. La verdad es que la extinción no siempre es algo malo.
Miramos la piscina y el señor Grace nos habla de la preparación física. Después nos enseña una pista de atletismo y nos habla de las olimpiadas juveniles. Nos enseña el campo de deportes de pelota.
—¿Así que tienen un equipo? —dice mi padre—. Y juegan unos cuantos partidos, ¿no?
—Exacto, un equipo y unos cuantos partidos. Pero se trata de algo más que jugar —dice el señor Grace—. En Biden estimulamos a los chicos para que aprendan de cada cosa que hacen, incluso en deportes. Esto es un aula también, un lugar para que los alumnos puedan desarrollar algunas de las destrezas más importantes, como resolver conflictos, construir relaciones interpersonales y liberar el estrés practicando ejercicio físico. Ya sabe, es como el viejo dicho de «lo importante es participar». Lo que importa es lo que se aprende jugando, sobre uno mismo, sobre el crecimiento personal de cada uno.
El señor Grace se da la vuelta y echa a andar.
—No le he entendido muy bien —dice mi padre—. Pero creo que me acaba de decir que tienen uno de esos equipos patéticos que no consiguen un solo
strike.
El señor Grace nos lleva por último a la biblioteca, donde encontramos a uno de los alumnos del programa de verano. Es una habitación amplia y circular, con las paredes forradas de estanterías de palisandro. A lo lejos se escucha el repiqueteo de las teclas de un ordenador. Un chico que tendrá mi edad está tumbado en el suelo mientras una mujer con un vestido de cuadros le tira del brazo. Creo que está intentando levantarlo del suelo, pero todo lo que consigue es arrastrarlo en círculos.
—¿Jeremy? —dice—. Si no te levantas, no podremos ir a jugar con el ordenador. ¿Me oyes?
Jeremy no le contesta y la mujer sigue arrastrándolo por el suelo. Una de las veces en que se vuelve hacia donde estamos nosotros, el chico me mira por un instante con ojos vacíos de expresión. También tiene la barbilla llena de babas.
—Quierooo —dice arrastrando mucho las vocales—. Quierooooo.
—Acabamos de instalar cuatro ordenadores nuevos en la biblioteca —explica el señor Grace—. Con conexión a Internet.
—Mira este mármol —dice mi madre mientras mi padre apoya una mano en mi hombro y me da un apretón cariñoso.
El primer domingo de septiembre voy con mi padre al estadio y como siempre llegamos temprano, tan temprano que no hay casi nadie, salvo un par de jugadores debutantes que llevan allí desde el amanecer para impresionar a mi padre. Éste está sentado en la tribuna, detrás de la pantalla que da a la base principal, hablando con Shaughnessy para la sección de deportes y al mismo tiempo los dos estamos jugando a un juego que se llama el juego de las cosas secretas. Consiste en que mi padre hace una lista de cosas que tengo que encontrar. Cada una vale un número de puntos y yo tengo que ir por todo el estadio buscándolas (no vale hurgar en la basura, aunque mi padre sabe que soy incapaz de hacer eso): un bolígrafo, una moneda de veinticinco centavos, un guante de señora, etcétera. No es fácil, sobre todo si han pasado ya los del servicio de limpieza.
Según voy encontrando cosas de la lista se las llevo a mi padre: el bolígrafo, un regaliz negro, un botón metálico. Una de las veces que voy veo que Shaughnessy se ha marchado y mi padre está allí sentado con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, una bolsa abierta de cacahuetes en el regazo y los pies apoyados en el asiento de delante. Me dice:
—¿Por qué no te sientas un rato?
—Mira, he encontrado una caja de cerillas. Cuarenta puntos —le digo, y la tiro al asiento que está a su lado.
—Disfruta de esta vista —dice mi padre—. ¡Qué bien se está cuando no hay nadie, cuando el lugar está en silencio! ¿Sabes lo que más me gusta de cómo está ahora?
—¿El qué?
—Que puedes pensar y comer cacahuetes al mismo tiempo. —Lo dice mientras abre uno.
Fuera hace fresco y el cielo tiene un color azul ártico. Una gaviota sobrevuela el campo con las alas desplegadas, y parece no moverse. Los novatos están haciendo estiramientos y charlando en el cuadro interior. Uno de ellos ríe con una risa potente, joven y saludable.
—¿Dónde piensas tú mejor? —le pregunto—. ¿Aquí o en casa?
—Aquí es mejor que en casa —dice mi padre—. Mejor para comer cacahuetes, porque en casa no puedes tirar las cascaras al suelo. —Y para demostrarlo tira una—. A no ser que quieras ganarte una patada de tu madre en el culo.
Nos quedamos en silencio. Una brisa fresca y constante sopla desde el jardín y nos acaricia la cara. Nadie va a conseguir un
home run
hoy en nuestro equipo, con este viento en contra.
—Bueno —digo poniéndome en pie—. Cuarenta puntos. Aquí está la caja de cerillas. Será mejor que vuelva a ello. Casi he encontrado todo lo que buscaba.
—Qué suerte —me dice.
—Es un buen juego —digo yo—. Seguro que podríamos jugarlo en casa. Me puedes poner una lista de cosas y yo las busco. ¿Por qué nunca lo hacemos? ¿Por qué nunca jugamos en casa a encontrar cosas secretas?
—Porque se juega mejor aquí —dice.
En ese momento me fui a buscar lo que quedaba en la lista —un cordón de zapato y un llavero con una pata de conejo—, dejando a mi padre allí, pero después he recordado la conversación y se me ha quedado grabada, pienso en ella todo el tiempo y a veces me pregunto si no fue aquél uno de esos momentos que se supone que debes recordar, en los que parece que tu padre te dice una cosa, pero en realidad te está diciendo otra, cuando hace comentarios que parecen normales, pero que tienen un significado oculto. Me gusta pensar eso. Es un bonito recuerdo de mi padre: allí sentado con las manos detrás de la cabeza y el cielo azul de invierno sobre nosotros. También esa vieja gaviota planeando con las alas abiertas, que parece no ir a ninguna parte. Es un recuerdo bonito y todos deberíamos tener uno parecido.
Al hombre gordo del otro lado de la calle estaba a punto de caérsele la compra al suelo. Llevaba una bolsa de papel en cada brazo y peleaba por meter una llave en la cerradura trasera de su furgoneta. Finney estaba sentado en las escaleras delanteras del almacén de Poole, con un refresco de uva en la mano, mirándolo. Al hombre gordo se le iba a caer la compra al suelo en el momento en que consiguiera abrir la puerta. La bolsa del brazo izquierdo ya se le había escurrido.
No era sólo gordo, sino grotescamente gordo. Tenía una cabeza afeitada y brillante y en la intersección entre el cuello y la base del cráneo se le formaban dos gruesos pliegues. Vestía una camisa hawaiana de colores estridentes y un estampado de tucanes y lianas, aunque no hacía calor para manga corta. El viento era más bien fresco, y por eso John Finney se acurrucaba y apartaba la cara para resguardarse de él. Tampoco él llevaba la ropa adecuada para el tiempo que hacía y habría sido más sensato que esperara a su padre dentro, sólo que no le gustaban las miradas casi feroces que le dirigía el viejo Tremont Poole, como si pensara que iba a romper o a robar algo. Lo que sucedió a continuación es probablemente el mejor número de cine cómico jamás visto, aunque Finney no reparó en ello hasta más tarde. La parte trasera de la furgoneta estaba llena de globos y en cuanto se abrió la puerta salieron todos disparados... hacia la cara del hombre gordo, que reaccionó como si no los hubiera visto en su vida. La bolsa que llevaba bajo el brazo izquierdo se le cayó, se estrelló contra el suelo y se abrió. Las naranjas rodaron en todas direcciones y las gafas de sol del hombre gordo se le deslizaron de la nariz. Consiguió recuperar el equilibrio y empezó a saltar de puntillas intentando coger los globos, pero era demasiado tarde y éstos se alejaban ya por el aire.
El hombre gordo maldijo y les hizo gestos furiosos con la mano. Después se volvió, bizqueó en dirección al suelo y se arrodilló. Dejó la otra bolsa en la parte de atrás de la furgoneta y empezó a palpar el suelo buscando sus gafas, con tan mala suerte que aplastó con la mano un huevo. Hizo una mueca de desagrado y agitó una mano llena de salpicaduras de yema.
Para entonces, Finney ya trotaba por la carretera tras dejar la botella de refresco en la barandilla del porche.
—¿Le ayudo, señor?
El señor gordo pareció mirarlo con ojos llorosos y sin comprender.
—¿Ha visto esa mierda?
Finney miró calle abajo. Los globos estaban ya a diez metros del suelo siguiendo la línea continua de la carretera. Eran negros... todos ellos, tan negros como el pelo de foca.
—Sí, sí. Yo... —Su voz se apagó mientras fruncía el ceño viendo elevarse los globos en el cielo nublado. Su visión lo inquietó ligeramente. A nadie le gustaban los globos negros; además, ¿para qué se usaban? ¿Para funerales festivos? Se los quedó mirando, paralizado por un momento, pensando que parecían uvas negras. Se pasó la lengua por el interior de la boca y por primera vez reparó en que los refrescos de soda que tanto le gustaban tenían un regusto metálico, como si hubiera estado masticando un cable de cobre.
El hombre gordo lo sacó de su ensimismamiento.
—¿Has visto mis gafas?
Finney apoyó una rodilla en el suelo y miró debajo de la furgoneta. Las gafas del señor gordo estaban debajo del parachoques.
—Aquí están —dijo alargando un brazo entre las piernas del señor gordo para cogerlas—. ¿Para qué son los globos?
—Trabajo de payaso a tiempo parcial. —El hombre gordo tenía medio cuerpo dentro de la furgoneta y sacaba algo de la bolsa de papel que había dejado allí—. Soy Al. ¿Quieres ver algo gracioso?
Finney levantó los ojos a tiempo de ver a Al sosteniendo una lata de acero amarilla y negra, con dibujos de avispas. La agitaba con fuerza y Finney sonrió, pensando que eran serpentinas.
Entonces el payaso le roció la cara con una espuma blanca. Finney intentó girar la cabeza, pero no lo suficientemente rápido como para evitar que le alcanzara en los ojos. Gritó, y parte de la espuma se le metió en la boca; tenía un sabor fuerte, a producto químico. Sus ojos eran brasas encendidas ardiendo en las cuencas y le quemaba la garganta; jamás en su vida había sentido un dolor semejante, como un frío ardiente que le desgarraba. El estómago se le revolvió y regurgitó el refresco de uva notando su dulzor caliente en la boca.
Al lo había agarrado por el cuello y lo empujaba hacia el interior de la furgoneta. Finney tenía los ojos abiertos, pero sólo veía ráfagas de color naranja y marrón grasiento que crecían, menguaban, chocaban entre sí y después desaparecían. El hombre gordo lo sujetaba del pelo con una mano y con la otra le apretaba la entrepierna, levantándolo. Cuando el interior de su brazo rozó la mejilla de Finney, éste giró la cabeza y le mordió, hundiendo los dientes en la carne gorda y fofa, apretando hasta notar el sabor a sangre.
El hombre gordo gimió y lo soltó un instante, que Finney aprovechó para volver a poner los pies en el suelo. Dio un paso atrás y pisó una naranja. El tobillo se le torció y se tambaleó, a punto de caer al suelo. Entonces el hombre gordo lo sujetó de nuevo por el cuello y lo empujó hacia delante. La cabeza de Finney chocó contra una de las puertas traseras de la furgoneta con un fuerte ruido, y se quedó sin fuerzas.