Mi abuelo, Upton, había muerto el año anterior de una forma de la que no nos gustaba hablar, una muerte que no casaba en absoluto con su vida, como un final de película de terror en una edulcorada comedia de Frank Capra, un pegote. Se encontraba en Nueva York, donde tenía un apartamento en uno de los edificios de piedra rojiza típicos del Upper East Side, una de las muchas casas que poseía. Un día llamó al ascensor y cuando la puerta se abrió entró... sólo que el ascensor no estaba y cayó desde el cuarto piso. La caída no lo mató, sino que sobrevivió un día entero en el fondo del hueco del ascensor. Éste era viejo y lento, y chirriaba siempre que tenía que desplazarse, al igual que muchos de los inquilinos del inmueble. Así que nadie oyó gritar a mi abuelo.
—¿Por qué no vendemos la casa de Big Cat Lake? —pregunté—. Nos forraríamos.
—No podemos hacerlo, la casa no es nuestra. La tenemos en usufructo la tía Blake, los gemelos Greenly, tú y yo. E incluso aunque fuera nuestra no podríamos venderla. Pertenece a la familia desde siempre.
Por primera vez desde que estaba en el coche pensé que comprendía por qué íbamos en realidad a Big Cat Lake. Mis planes para el fin de semana habían sido sacrificados en aras de la decoración de interiores. A mi madre le volvía loca la decoración: elegir cortinas, pantallas de lámparas, pomos especiales para las puertas de los armarios. Alguien le había encargado redecorar la cabaña de Big Cat Lake —bueno, en realidad lo más probable es que ella misma se hubiera adjudicado la tarea—, y tenía intención de deshacerse de todos los trastos viejos.
Me sentí como un estúpido por haberla dejado distraerme de mi malhumor con sus juegos.
—Quería dormir en casa de Luke —dije.
Mi madre me dirigió una mirada traviesa y de complicidad con los ojos entornados y sentí una inmediata punzada de desasosiego. Era una mirada que me hacía preguntarme cuánto sabía y si había averiguado la verdadera razón de mi amistad con Luke, un chico sin modales y con tendencia a meterse el dedo en la nariz, buena persona, pero al que yo consideraba intelectualmente inferior.
—Allí no estarías a salvo. La gente de la baraja te encontraría —dijo en un tono alegre, y quizá demasiado esquivo.
Miré al techo del coche.
—Vale.
Seguimos circulando en silencio.
—¿Por qué vienen a por mí? —pregunté, aunque para entonces estaba harto del juego, no quería seguir con él.
—Es porque hemos tenido muchísima suerte, nadie debería ser tan afortunado como nosotros, ellos no lo soportan. Pero si consiguen atraparte, entonces estaríamos empatados. No importa la suerte que hayas tenido en la vida; si pierdes un hijo se acabaron los buenos tiempos.
Éramos afortunados, cierto, quizá incluso muy afortunados, y no era que simplemente tuviéramos dinero, como el resto de los miembros de nuestra numerosa familia de inútiles que vivían de las rentas. Mi padre tenía más tiempo para mí que los otros padres. Se marchaba a trabajar después de que yo me hubiera ido al colegio, y por lo general ya estaba en casa cuando yo volvía, y si no tenía otra cosa más importante que hacer, solíamos ir a jugar unos hoyos al campo de golf. Mi madre era guapa, todavía joven, treinta y cinco años, y tenía un instinto natural para las travesuras que la hacía extremadamente popular entre mis amigos. Yo sospechaba que muchos de ellos, incluido Luke Redhill, se habían masturbado más de una vez pensando en ella, y en gran medida la atracción que sentían hacia ella explicaba su interés por ser amigos míos.
—¿Y por qué es seguro Big Cat Lake? —pregunté.
—¿Quién ha dicho que lo sea?
—Entonces, ¿por qué vamos?
Se dio la vuelta.
—Para disfrutar encendiendo la chimenea, dormir hasta tarde, desayunar tortitas y pasarnos la mañana en pijama. Incluso aunque temamos por nuestras vidas no hay razón para pasarnos todo el fin de semana sufriendo.
Puso una mano en el cuello de mi padre y jugueteó con sus cabellos. Entonces se puso rígida y le hundió las uñas en la carne, justo debajo del pelo.
—Jack —me dijo. Miraba por la ventanilla del conductor hacia algo que había en la oscuridad—. Agáchate, Jack, agáchate.
Íbamos por la autopista 16, larga y recta, con una mediana baja de hierba entre los carriles. Había un coche aparcado en un cambio de sentido entre los carriles y cuando pasamos junto a él se encendieron los faros. Volví la cabeza y lo miré un momento antes de agacharme. El coche —un Jaguar plateado nuevo— enfiló la carretera y aceleró detrás de nosotros.
—Te dije que no debían verte —dijo mi madre—. Acelera, Harry. Aléjate de ellos.
Nuestro coche aceleró en la oscuridad. Apoyé las manos en el asiento y me arrodillé para mirar por el cristal trasero. El otro coche seguía exactamente a la misma distancia, daba igual lo rápido que fuéramos, entraba en las curvas de la carretera con una seguridad silenciosa y amenazante. Por momentos el aire se me quedaba atascado en la garganta y tenía que acordarme de respirar. Las señales de tráfico pasaban en ráfagas ante mis ojos, y la velocidad me impedía leerlas.
El Jaguar nos siguió durante cinco kilómetros antes de desviarse hacia el aparcamiento de un restaurante de carretera. Cuando me di la vuelta en el asiento mi madre se estaba encendiendo un cigarrillo con el círculo anaranjado del mechero del coche, mientras mi padre cantaba en voz baja, aflojando el pie del acelerador. Movía la cabeza suavemente de un lado a otro, siguiendo el ritmo de una melodía que yo no conocía.
Corrí por la oscuridad mientras el viento me hacía agachar la cabeza sin dejarme ver por dónde iba. Mi madre me seguía de cerca y ambos nos apresuramos hacia el porche. No había ninguna luz que iluminara la casa, situada junto al agua. Mi padre había apagado los faros del coche y la casa estaba en un bosque, al final de un camino de tierra lleno de baches, sin farolas. Detrás de la casa pude atisbar el lago, como un agujero en un mundo lleno de pesada oscuridad.
Mi madre nos abrió la puerta y empezó a dar las luces. La cabaña estaba distribuida en torno a una gran habitación central con techo de madera con vigas vistas y paredes hechas de tablones con la corteza roja descascarillada por algunos sitios. A la izquierda de la puerta había un vestidor, con un espejo oculto por dos cortinas negras. Caminé a tientas con las manos en los bolsillos para entrar en calor y me acerqué al vestidor. A través de las cortinas semitransparentes vi una figura difusa y pálida, mi propio reflejo oscurecido, que acudía a mi encuentro en el espejo. Sentí una punzada de desazón al verme, una sombra sin rasgos acechando tras las cortinas, alguien a quien no reconocía. Pero entonces aparté la cortina y me vi, con las mejillas enrojecidas por el viento.
Estaba a punto de darme la vuelta cuando reparé en las máscaras. El espejo estaba apoyado en dos delgados fustes, de cada uno de los cuales colgaban unas pocas máscaras, de esas que cubren sólo los ojos y parte de la nariz, como la que usa el Llanero Solitario. Una tenía bigotes y estaba cubierta de purpurina. Quien se la pusiera parecería un ratón vestido de fiesta. Otra era de terciopelo negro y habría resultado apropiada para una cortesana de camino a una mascarada eduardiana.
Toda la cabaña estaba decorada con máscaras, que colgaban de los pomos de las puertas y de los respaldos de las sillas. Una grande y de color rojo me miraba, furiosa, desde la repisa de la chimenea, un demonio surrealista hecho de papel maché lacado, con un pico curvo y plumas alrededor de los ojos, perfecta para disfrazarse de la Peste Negra en una fiesta temática dedicada a Edgar Allan Poe.
La más inquietante de todas colgaba del pestillo de una de las ventanas. Estaba hecha de un plástico algo deformado y parecía la cara de un hombre tallada en un bloque de hielo. Era difícil verla, puesto que se confundía con el cristal de la ventana y me sobresalté cuando la atisbé por el rabillo del ojo.
La puerta principal se abrió de golpe y entró mi padre arrastrando el equipaje. Al mismo tiempo mi madre me habló a mi
espalda.
—Cuando éramos pequeños, sólo unos niños, tu padre y yo solíamos escaparnos aquí para huir de todo el mundo. Espera. Espera, ya lo sé, vamos a hacer un juego. Tienes tiempo hasta que nos marchemos para averiguar en cuál de estas habitaciones fuiste concebido.
Disfrutaba tratando de escandalizarme de vez en cuando con revelaciones íntimas y no deseadas sobre ella y mi padre. Fruncí el ceño y le dirigí lo que quería ser una mirada de reprobación, pero ella rió, como siempre, y ambos nos sentimos satisfechos, habiendo representado nuestros respectivos papeles a la perfección.
—¿Había cortinas en todos los espejos?
—No lo sé —me contestó—. Tal vez quien durmió aquí la última vez las colgó, en recuerdo de tu abuelo. Según la tradición judía, cuando alguien muere, quienes le velan cubren los espejos. Es un recordatorio contra la vanidad.
—Pero nosotros no somos judíos —dije.
—Pero es una costumbre bonita. A todos nos vendría bien dedicar menos tiempo a pensar en nosotros mismos.
—¿Y por qué todas esas máscaras?
—Toda casa de vacaciones debería tener unas cuantas. ¿Qué pasa si quieres darle unas vacaciones a tu cara de siempre? Yo ya estoy harta de ser siempre la misma persona, la verdad. ¿Qué te parece ésa? ¿Te gusta?
Yo acariciaba, distraído, la máscara transparente que colgaba de la ventana. Cuando mi madre me hizo reparar en ello retiré la mano y un escalofrío me recorrió los antebrazos.
—Deberías ponértela —me dijo con una voz entrecortada e impaciente—. Para ver qué aspecto tienes con ella puesta.
—Es horrible —dije.
—¿Estarás bien durmiendo solo? Si quieres, puedes dormir con nosotros, es lo que hiciste la última vez que viniste. Aunque eras mucho más pequeño.
—Está bien. No quiero ser un estorbo, en caso de que se os ocurra dedicaros a concebir a alguien más esta noche.
—Ten cuidado con lo que deseas —dijo—. La historia se repite.
Los únicos muebles que había en mi habitación eran un catre de campaña con sábanas que olían a naftalina y un armario apoyado contra una pared, con cortinas de estampado de cachemira cubriendo el espejo del fondo. Una máscara de media cara colgaba de la barra de la cortina. Estaba hecha de hojas de seda verdes, cosidas y adornadas con lentejuelas color esmeralda, y me pareció bonita hasta que apagué la luz. En la oscuridad, las hojas parecían las agallas óseas de la cara de un lagarto, con unas cuencas oscuras muy abiertas, donde habrían estado los ojos. Encendí la luz, me levanté y la coloqué mirando contra la pared.
Había árboles alrededor de la casa, y en ocasiones una rama golpeaba uno de los muros con un ruido que me despertaba, pensando que había alguien llamando a mi puerta. Me quedaba dormido otra vez y enseguida me despertaba de nuevo. El viento se convirtió en un fino aullido y de algún lugar llegaba un sonido metálico y constante, un pin-pin-pin, como de una rueda empujada por el vendaval. Me levanté y fui hasta la ventana, aunque no esperaba ver nada. Sin embargo, la luna estaba en el cielo y sus haces de luz se colaban entre las copas de los árboles, mecidas por el viento como bancos de pececillos plateados que viven en aguas profundas y brillan en la oscuridad.
Había una bicicleta apoyada contra un árbol, de esas antiguas, con una rueda delantera gigantesca y la trasera tan pequeña que resultaba cómica. La delantera daba golpecitos: pin-pin-pin. Un niño corrió por la hierba en dirección a ella; era rechoncho y de pelo claro, iba vestido con un pijama blanco, y al verle sentí un miedo repentino. Cogió el manillar de la bicicleta y luego irguió la cabeza como si hubiera oído algo. Yo maullé de miedo y me aparté de la ventana. El niño me miró. Tenía ojos y dientes plateados y hoyuelos en sus regordetas mejillas de Cupido. Entonces me desperté en mi cama con olor a naftalina, ahogando gemidos de temor en la garganta.
Cuando se hizo de día y conseguí despertarme definitivamente, me encontré en la habitación principal, debajo de pesados edredones y con el sol dándome en la cara. La huella de la cabeza de mi madre todavía era visible en la almohada que había junto a mi cabeza. No recordaba haber ido corriendo hasta allí durante la noche, y me alegraba de ello. A mis trece años aún era un niño, pero tenía mi orgullo.
Me quedé allí tendido, como un lagarto sobre una roca —atontado por el sol y despierto sin ser consciente de ello—, hasta que oí a alguien descorrer una cremallera en el otro extremo de la habitación. Miré a mi alrededor y vi a mi padre abriendo una maleta sobre la cómoda. El frufrú de los edredones debido a mis movimientos llamó su atención y volvió la cabeza para mirarme.
Estaba desnudo y el sol de la mañana bañaba su cuerpo compacto y de baja estatura. Llevaba puesta la máscara de plástico transparente que colgaba de la ventana del salón la noche anterior. Le aplastaba los rasgos de la cara, que resultaban irreconocibles. Me miraba sin expresión alguna, como si no hubiera sabido que estaba allí o incluso como si no me conociera. Su grueso pene descansaba en una mata de pelo rojizo. No era la primera vez que lo veía desnudo, pero con la máscara parecía otra persona y su desnudez me desconcertaba. Me miró sin hablar, lo que me desconcertó todavía más.
Abrí la boca para decir hola, buenos días, pero noté un silbido en el pecho. Por un instante pensé, literal, no metafóricamente, que aquel hombre podría no ser mi padre. Me sentía incapaz de sostenerle la mirada, así que aparté los ojos, salí de la cama y caminé hasta el salón haciendo esfuerzos por no correr.
De la cocina salía el sonido metálico de una cacerola y del agua corriente. Seguí los sonidos hasta mi madre, que estaba delante del fregadero, llenando la tetera. Escuchó mis pisadas y me miró por encima del hombro. Al verla me detuve bruscamente. Llevaba puesta una máscara negra de gato, ribeteada de falsos diamantes y con brillantes bigotes. No estaba desnuda, llevaba una camiseta de la marca de cerveza Miller Lite, que le llegaba hasta las caderas, pero las piernas estaban descubiertas y cuando se inclinó sobre el fregadero para cerrar el grifo alcancé a ver unas medias negras con liguero. Sin embargo, el hecho de que me sonriera al verme en lugar de mirarme como si no me conociera me tranquilizaba.
—Hay tortitas en el horno —dijo.
—¿Por qué lleváis máscaras papá y tú?
—Es Halloween, ¿no?
—Hoy no —contesté—. Más bien el jueves que viene.