Alinger se volvió hacia él dispuesto a describir la pieza cuando por el rabillo del ojo vio moverse a la mujer y se interrumpió para dirigirse a ella.
—Yo escucharía antes los otros —dijo, mientras la mujer se llevaba los auriculares a los oídos—. A algunas personas no les resulta agradable lo que se oye en el frasco de Carrie Mayfield.
Ella lo ignoró, se colocó los auriculares y escuchó con los labios fruncidos. Alinger entrelazó las manos y se inclinó hacia ella atento a su reacción.
Entonces, de manera súbita, la mujer dio un paso atrás y con un gesto abrupto empujó el frasco hasta casi tirarlo al suelo, lo cual hizo sufrir bastante a Alinger por unos instantes. Se apresuró a sujetarlo para evitar que cayera al suelo. La mujer se quitó los auriculares con repentina torpeza.
—Roald Dahl —decía el padre posando una mano en el hombro de su hijo y admirando el frasco que éste había descubierto—. Vaya, vaya. Le interesan los escritores, ¿eh?
—No me gusta este sitio —dijo la mujer. Tenía la mirada vidriosa y fija en el frasco que contenía el último aliento de Carrie Mayfield, pero no lo veía. Tragó saliva ruidosamente, llevándose una mano a la garganta.
—Cariño —dijo—, quiero irme.
—Pero, mamá —protestó el niño.
—Me gustaría que firmaran en mi libro de visitas —dijo Alinger, y los condujo de vuelta al guardarropa.
El padre se mostraba solícito, tocando a su mujer en el hombro y mirándola con ojos tiernos y preocupados.
—¿No podrías esperarnos un ratito en el coche? A Tom y a mí nos gustaría quedarnos un poco más.
—Quiero que nos marchemos ahora mismo —dijo la mujer con voz neutra y distante—. Los tres.
El padre la ayudó a ponerse el abrigo. El niño se metió las manos en los bolsillos y con gesto enfadado dio una patada a un viejo maletín de médico que había junto al paragüero. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho y, sin mostrar atisbo alguno de estar avergonzado, lo abrió en busca del aspirador.
La mujer se enfundó sus guantes de cabritillo con mucho cuidado, metiendo bien cada dedo. Parecía perdida en sus pensamientos, de modo que los demás se sorprendieron cuando de repente pareció espabilarse, se giró y fijó la vista en Alinger.
—Es usted horrible —le dijo—. Igual que un profanador de tumbas.
Alinger juntó las manos y la miró con aire comprensivo. Llevaba años enseñando su colección y estaba acostumbrado a toda clase de reacciones.
—Vamos, cariño —dijo el marido—. Hay que tener un poco de perspectiva.
—Me voy al coche —replicó ella bajando la cabeza y encorvando los hombros.
—Espera —dijo el marido—. Espéranos.
No tenía el abrigo puesto; tampoco el niño, que estaba de rodillas con el maletín abierto y pasando las yemas de los dedos por el aspirador, un aparato que parecía un termo de acero inoxidable con tubos de goma y una máscara de plástico en un extremo.
La mujer no llegó a oír a su marido; se dio la vuelta y salió dejando la puerta abierta. Bajó los empinados escalones de granito hasta la acera, siempre con los ojos fijos en el suelo. Caminaba como una sonámbula, sin levantar la vista y directamente hacia el coche, aparcado al otro lado de la calle.
Alinger se disponía a coger el libro de visitas —pensaba que tal vez el hombre sí accedería a firmar— cuando escuchó el chirrido de los frenos y el crujido metálico, como si el coche se hubiera empotrado en un árbol, sólo que no necesitaba mirar para saber que no era un árbol en lo que se había empotrado.
El padre gritó una vez, y otra más, y Alinger se volvió justo a tiempo para bajar las escaleras a trompicones. Un Cadillac negro estaba atravesado en la calzada y de los costados de su arrugado capó salía humo. La puerta del conductor estaba abierta y éste se encontraba de pie en la carretera, con un sombrero de fieltro ladeado sobre la cabeza.
Aunque los oídos le zumbaban, Alinger le oyó:
—Ni siquiera miró. Fue directa al coche. Por Dios, ¿qué se supone que tenía que hacer yo?
El padre no le escuchaba. Estaba en la calle, arrodillado y sujetando a su mujer entre sus brazos. El niño seguía en el guardarropa, con el chaquetón a medio poner y mirando hacia la calle. Una vena hinchada le latía con fuerza en la frente.
—¡Doctor! —gritó el padre—. ¡Doctor, por favor! —repitió mirando a Alinger.
Éste se detuvo para coger su abrigo de la percha donde estaba colgado. Era marzo, hacía viento y no quería coger un resfriado. Desde luego no había llegado a los ochenta años de edad siendo descuidado o haciendo las cosas de forma apresurada. Le dio al niño unos golpecitos en la cabeza al pasar junto a él, pero no había llegado a la mitad de los escalones cuando éste le llamó.
—Doctor —balbuceó el niño. Y Alinger se volvió para mirarlo.
El niño le alargó su maletín, todavía abierto.
—Su maletín —dijo el niño—. Puede que necesite algo de dentro.
Alinger sonrió, afectuoso, subió de nuevo las escaleras y cogió el maletín que los fríos dedos del niño sujetaban.
—Gracias. Sí, es posible que necesite algo.
Se ha dicho que incluso los árboles pueden reaparecer en forma de fantasmas, y existen numerosos testimonios al respecto en la literatura sobre parapsicología. Está el famoso caso del pino blanco de West Belfry, en Maine, un altísimo abeto con una corteza blanca y suave como nunca se había visto, y agujas del color del acero bruñido. Lo talaron en 1842, y en la colina donde había estado construyeron un salón de té y un hotel. En la esquina del comedor, pintado de amarillo, había una zona circular de un diámetro idéntico al del tronco del pino donde siempre hacía un frío intenso. Justo encima del comedor se encontraba un pequeño dormitorio en el que nunca dormía ningún huésped. Quienes lo intentaron contaban que las fuertes ráfagas de un viento fantasmal y el suave crujir que producía en las ramas altas de los árboles no les habían dejado dormir; el viento hacía volar los papeles por la habitación y hacía jirones las cortinas. Y cada mes de marzo, de las paredes manaba savia.
En Canaanville, Pensilvania, un bosque fantasma se apareció durante veinte minutos un día de 1959. Existen fotografías que lo confirman. Fue en una zona residencial de reciente construcción, un barrio de calles serpenteantes y chalés pequeños y modernos. Los que allí vivían se levantaron una mañana de domingo y se encontraron durmiendo sobre lechos de abedul que parecían brotar directamente del suelo de sus dormitorios, y en las piscinas de los jardines las cicutas de agua flotaban y agitaban sus ramas. El fenómeno se extendió a un centro comercial cercano. La planta baja de Sears se llenó de maleza y las faldas a mitad de precio colgaban de las ramas de arces noruegos, mientras en el mostrador del departamento de joyería una bandada de golondrinas picoteaba las perlas y las cadenas de oro.
De alguna manera resulta más sencillo imaginar el fantasma de un árbol que el fantasma de un hombre. Un árbol puede seguir en pie cien años, nutriéndose de rayos del sol y succionando la humedad de la tierra, extrayendo, incansable, su alimento del suelo, como se saca el agua con un cubo de un pozo sin fondo. Las raíces de un árbol talado siguen bebiendo meses después de haber muerto, pues están tan acostumbradas a ello que lo han convertido en un hábito al que no pueden renunciar. Algo que no es consciente de estar vivo no puede, obviamente, saber que ha muerto.
Después de que te marcharas —no inmediatamente, sino cuando terminó el verano— talé el aliso bajo el que solíamos leer, sentados en la manta de picnic de tu madre; el aliso bajo el que nos quedábamos dormidos escuchando el zumbido de las abejas. Era viejo, estaba podrido e infestado de insectos, aunque cada primavera le seguían brotando nuevos retoños de las ramas. Me dije a mí mismo que no quería que el viento lo hiciera desplomarse sobre la casa, aunque ni siquiera estaba inclinado en esa dirección. Pero ahora, a veces, cuando estoy allí fuera, en el jardín, el viento crece y aúlla desgarrando mis ropas. ¿Qué será lo que grita con él, me pregunto?
Killian le cedió la manta a Gage —no la quería— y le dejó durmiendo en una loma junto a un riachuelo en algún lugar del este de Ohio. Durante el mes siguiente prácticamente no dejó de moverse, pasó gran parte del verano de 1935 en los trenes de mercancías que iban hacia el norte y hacia el este, como si todavía tuviera intención de visitar a la prima de Gage en New Hampshire. Pero no era así, y ya nunca tendría ocasión de conocerla. No tenía ni idea de adonde se dirigía.
Estuvo en New Haven un tiempo, pero tampoco se quedó allí. Una mañana, cuando apenas había amanecido, fue hasta un lugar del que había oído hablar, donde las vías trazaban una curva tan amplia que los trenes se veían obligados a circular despacio. Un muchacho con una americana sucia que no era de su talla estaba agachado a su lado, al pie del terraplén. Cuando llegó el tren que iba hacia el noreste Killian se puso en pie de un salto y echó a correr junto a él hasta subirse en uno de los vagones de carga. El chico hizo lo mismo justo detrás de él.
Viajaron un rato juntos en la oscuridad, entre las sacudidas de los vagones y el traqueteo y chirrido de las ruedas contra la vía. Killian dormitaba y se despertó cuando el chico le tiró de la hebilla del cinturón. Le dijo que le haría una por veinticinco centavos, pero Killian no los tenía y si así hubiera sido no los habría gastado en eso.
Agarró al chico por los brazos y con algo de esfuerzo consiguió quitarse sus manos de encima, clavándole las uñas en el dorso de las muñecas, haciéndole daño intencionadamente. Le dijo que le dejara en paz y lo apartó de un empujón. También le dijo que tenía cara de buen chico y le preguntó por qué hacía esas cosas. Después le pidió que le despertara cuando el tren se detuviera en Westfield. El muchacho se sentó en el otro extremo del vagón con una rodilla contra el pecho, rodeándola con los brazos y sin hablar. De vez en cuando una delgada línea de luz grisácea del amanecer se colaba por una de las rendijas de las paredes del vagón e iluminaba su cara, de ojos febriles y llenos de odio. Killian se durmió de nuevo mientras el muchacho seguía mirándolo furioso.
Cuando se despertó se había marchado. Para entonces ya era completamente de día, pero aún temprano, y hacía frío, de modo que cuando Killian entreabrió la puerta del vagón y se asomó su aliento se perdió en una nube de vapor helado. Sostenía la puerta con una mano y los dedos que quedaban fuera pronto se le enrojecieron por la gélida e intensa corriente de aire. Tenía un desgarrón en la camisa a la altura de la axila, por el cual también se colaba el aire frío. No sabía si había llegado a Westfield, pero tenía la sensación de haber dormido un buen rato, así que era probable que ya lo hubiera dejado atrás. Seguramente allí había saltado el muchacho, ya que después de Westfield no había más paradas hasta que se llegaba a la última, en Northampton, y Killian no quería ir allí. Siguió de pie en la puerta, azotado por el frío viento. En ocasiones imaginaba que también él había muerto con Gage y que vagaba desde entonces como un fantasma. Pero no era así. Había cosas que le recordaban todo el tiempo que no era así, como el dolor y la rigidez de cuello después de dormir en una mala postura o el aire frío que penetraba por los agujeros de su camisa.
En un apeadero, en Lima, un agente de ferrocarril había pillado a Killian y Gage dormitando bajo la manta que compartían escondidos en un cobertizo. Los despertó a patadas y les mandó que se largaran. Como no se dieron toda la prisa que debían, el poli golpeó a Gage en la cabeza con su porra haciéndole caer de rodillas. Durante los dos días siguientes, cuando Gage se despertaba por la mañana le decía a Killian que veía doble. Aquello le parecía divertido y se quedaba sentado moviendo la cabeza de un lado a otro y riendo mientras todo a su alrededor se multiplicaba por dos. Tenía que pestañear mucho y frotarse los ojos antes de que se le aclarara la visión. Más tarde, tres días después de lo ocurrido en Lima, Gage empezó a caerse. Iban caminando juntos y Killian se daba cuenta de pronto de que estaba solo, y al volver la vista atrás encontraba a Gage sentado en el suelo, con la cara lívida y asustada. Se detuvieron en un paraje desierto para descansar el resto del día, pero fue un error. Killian no debería haberlo permitido y en lugar de ello tendría que haber llevado a Gage a un médico. Al día siguiente Gage amaneció muerto, con los ojos abiertos y expresión sorprendida, junto al lecho del arroyo.
Más tarde, en los fuegos de campamento, Killian oyó hablar a otros hombres de un agente de ferrocarriles llamado Lima Slim. Por sus descripciones dedujo que se trataba del mismo hombre que había golpeado a Gage. Lima Slim a menudo disparaba a los intrusos y en una ocasión había obligado a unos hombres a saltar de un tren que circulaba a ochenta kilómetros por hora a punta de pistola. Lima Slim era famoso por las cosas que había hecho, al menos entre los vagabundos.
Era el mes de octubre, o noviembre tal vez —Killian lo ignoraba—, y en los bosques junto a las vías del tren había una alfombra de hojas muertas del color del óxido y de la mantequilla. Killian cojeaba entre ellas. No todas las hojas se habían caído de los árboles, aquí y allí había una ráfaga escarlata, una veta anaranjada, como brasas ardiendo. Pegado al suelo había un humo blanco y frío, entre los troncos de los abetos y las piceas. Killian se sentó un rato en un tocón y se llevó con suavidad las manos al tobillo mientras el sol se elevaba en el cielo y la neblina de la mañana se desvanecía. Los zapatos se le habían reventado y los llevaba sujetos con tiras de arpillera cubiertas de barro, y tenía los dedos de los pies tan fríos que casi no los sentía. Gage tenía mejores zapatos que él, pero Killian se los había dejado puestos, lo mismo que la manta. Había intentado rezar sobre el cadáver de Gage, pero sólo fue capaz de recordar una frase de la Biblia que decía: «María guardaba todo esto en su corazón, y lo tenía muy presente», y era sobre el nacimiento de Cristo, por lo que no servía para decirlo cuando alguien había muerto.
Sería un día caluroso, aunque cuando por fin Killian se puso en pie hacía aún frío bajo las sombras de los árboles. Siguió las vías del tren hasta que el tobillo empezó a dolerle demasiado para continuar y tuvo que sentarse en el terraplén y descansar una vez más. Para entonces lo tenía muy hinchado, y cuando se lo apretaba sentía una dolorosa sacudida que le llegaba hasta el hueso. Siempre había confiado en Gage para saber cuándo había que saltar del tren. De hecho, había confiado en él para todo.