—Yo lloraré —dijo la niña mayor—. Puedo llorar siempre que quiero.
Killian contempló en silencio a la niña en el suelo y a las dos dolientes. Después dijo:
—Me parece que este juego no me gusta. No quiero hacer de muerto.
La niña mayor pestañeó y después le miró a la cara.
—¿Por qué no? —preguntó—. Estás vestido para el papel.
Al principio Bobby no la reconoció. Estaba herida, como él. Los treinta primeros que llegaron hacían todos de heridos. Tom Savini los había maquillado personalmente.
Llevaba la cara de color azul plateado y los ojos hundidos y rodeados de dos círculos negros, y donde había estado su oreja derecha había ahora un agujero de bordes desiguales, un orificio que dejaba ver un trozo de hueso rojo y húmedo. Estaban sentados a menos de un metro de distancia en el murete de piedra que rodeaba la fuente, que estaba cerrada. Ella tenía sus páginas apoyadas en una rodilla —tres en total, y grapadas— y las miraba con concentración, frunciendo el entrecejo. Bobby había leído las suyas mientras esperaba en la cola para entrar en maquillaje.
Sus vaqueros le recordaban a Harriet Rutherford. Estaban cubiertos de parches que parecían cortados de pañuelos; cuadrados rojos y azul oscuro con estampados de cachemira. Harriet siempre llevaba vaqueros como ésos y a Bobby seguía excitándolo ver el trasero de unos Levi's de chica cubiertos de parches.
Siguió con la vista la curva de sus piernas hasta la campana de los pantalones en los tobillos, y después miró sus pies descalzos. Se había quitado las sandalias y se frotaba los Bobby Conroy abrió los ojos y los dirigió a su derecha, donde un niño con cara azul de muerto y pelo lacio y negro lo miraba. Llevaba una sudadera con la capucha puesta.
Harriet aflojó el abrazo y poco a poco se apartó de Bobby. Éste miró al niño unos segundos más —no tendría más de seis años—, y después bajó la vista a la mano de Harriet, a la alianza colocada en su dedo anular.
Entonces sonrió forzadamente al niño. Bobby había ido a más de setecientos
castings
en los años que pasó en Nueva York y tenía acumulado todo un catálogo de sonrisas falsas.
—Eh, chaval —dijo—. Soy Bobby Conroy. Tu madre y yo éramos amigos cuando los dinosaurios poblaban la tierra.
—Yo también me llamo Bobby —dijo el niño—. ¿Sabes mucho de dinosaurios? A mí me encantan.
Bobby sintió una punzada que pareció desgarrarle las entrañas. Miró a Harriet a la cara —no quería, pero no pudo evitarlo— y vio que ésta también lo miraba, con una sonrisa nerviosa y contenida.
—Lo eligió mi marido —dijo, mientras, por alguna razón, daba palmaditas en la rodilla a Bobby—. Por un jugador de los Yanquees. Nació en Albany.
—Sé algo de mastodontes —le dijo Bobby al niño, sorprendido al comprobar que su voz sonaba perfectamente normal—. Grandes elefantes peludos del tamaño de autobuses. Durante un tiempo habitaron la meseta de Pensilvania, dejando gigantescas cacas por todas partes, una de las cuales después se convirtió en Pittsburgh.
El niño sonrió y echó una mirada de reojo a su madre, tal vez para comprobar si la había escandalizado la alusión a la «caca». Ella le sonrió con indulgencia.
Bobby vio la mano del niño y dio un respingo.
—¡Vaya! Ésa es la mejor herida que he visto en todo el día. ¿Qué es? ¿Una mano falsa?
De la mano izquierda del niño faltaban tres dedos. Bobby la cogió y tiró de ella esperando que salieran los dedos, pero estaba caliente y carnosa debajo del maquillaje azul y el niño se soltó.
—No —dijo—. Es mi mano. La tengo así.
Bobby se ruborizó tan intensamente que le escocían las orejas y agradeció estar maquillado. Harriet le puso una mano en la muñeca.
—Le faltan esos tres dedos —dijo.
Bobby la miró, intentando pensar en la manera de excusarse. Harriet sonreía ahora con cierta inquietud, pero no parecía estar enfadada con él, y que tuviera la mano apoyada en su brazo era una buena señal.
—Los metí en la sierra de mesa, pero no me acuerdo porque era muy pequeño —explicó el niño.
—Dean trabaja en el negocio de la madera —dijo Harriet.
—¿Está Dean por aquí haciendo de zombi? —preguntó Bobby estirando el cuello y mirando a su alrededor de manera ostensible, aunque evidentemente no sabía qué aspecto tenía el marido de Harriet. Las dos plantas de la plataforma situada en medio del centro comercial estaban llenas de personas como ellos, maquilladas para parecer recién muertos. Estaban sentadas en bancos o de pie, formando grupos, charlando y riéndose de las heridas de cada uno, o leyendo las páginas fotocopiadas del guión que les habían dado. El centro comercial estaba cerrado al público —las tiendas habían bajado sus verjas de seguridad—, y dentro sólo había gente del equipo de producción y zombis.
—No. Nos dejó aquí y se fue a trabajar.
—¿Endomingo?
—Tiene su propio taller.
Se disponía a decir algo gracioso al respecto cuando pensó que hacer chistes sobre el oficio del tal Dean delante de su mujer y de su hijo de cinco años no sería una buena idea, por mucho que Harriet y él hubieran sido en un tiempo amigos íntimos y la pareja más popular del grupo de teatro Morir de Risa durante su último año en el instituto. Así que se limitó a decir:
—
¿
Ah sí? ¡Qué bien!
—Me gusta el corte gigante que llevas en la cara —dijo el niño señalando la ceja de Bobby. El tenía una herida en la cabeza de feo aspecto, en la que se veía el hueso bajo la piel—. ¿No te pareció guay el tipo que nos maquilló?
A Bobby, en realidad, le había dado bastante grima Tom Savini, que mientras lo maquillaba estuvo consultando todo el tiempo un libro de fotografías de autopsias. Las personas allí retratadas con la carne mutilada e inerte y caras contritas estaban realmente muertas, no se levantarían después para servirse un café de la mesa de
catering.
Savini estudiaba sus heridas con concentrado interés, igual que un pintor estudia el motivo de su cuadro.
Pero Bobby entendía por qué le había parecido guay al niño. Con su chaqueta de cuero negro, botas de motociclista, barba oscura y unas cejas poco comunes, gruesas y negras y puntiagudas como las del Dr. Spock o Bela Lugosi, parecía la viva imagen de un dios del
death-metal
rock.
Alguien dio una palmada y Bobby miró a su alrededor. El director, George Romero, estaba al pie de las escaleras mecánicas, un hombre corpulento de un metro ochenta de estatura y espesa barba castaña. Bobby había reparado en que muchos hombres del equipo de producción llevaban barba. Gran parte de ellos tenían también pelo largo y vestían antiguas prendas militares y botas de motero, como Savini, de forma que parecían una banda de revolucionarios de la contracultura.
Bobby, Harriet y el pequeño Bob se unieron al resto de extras para escuchar lo que decía Romero. Tenía una voz potente y segura, y cuando sonreía se le formaban dos hoyuelos en las mejillas, visibles a pesar de la barba. Preguntó si alguno de los presentes sabía algo de cómo se hace una película. Unos pocos, Bobby entre ellos, levantaron la mano. Romero dijo «gracias a Dios que hay alguien», y todos rieron. Añadió que quería darles la bienvenida al mundo de las superproducciones de Hollywood y todos volvieron a reír, porque George Romero hacía películas sólo en Pensilvania y todos sabían que
El amanecer de los muertos
era menos aún que una película de bajo presupuesto, era prácticamente una película sin presupuesto. Dijo que daba las gracias a todos por estar allí y que a cambio de diez horas de trabajo extenuante les pagaría en metálico una suma tan colosal que no se atrevía a decirla en voz alta, y por tanto se limitaría a enseñársela. Después de lo cual agitó un billete de un dólar en la mano, lo que fue recibido con nuevas risas. A continuación Tom Savini se inclinó sobre la barandilla de la planta de arriba y gritó:
—No os riáis. ¡Eso es más de lo que muchos cobramos por trabajar en este bodrio!
—La mayoría está aquí por amor al trabajo —dijo George Romero—. Tom en cambio lo hace porque disfruta rociando a la gente con pus.
Se escucharon algunos gemidos de asco.
—¡Es pus falso! —gritó Romero.
—Eso es lo que tú te crees —respondió Savini desde algún lugar de la planta de arriba, pues se había separado de la barandilla y ya no se le veía.
Hubo más risas. Bobby tenía algo de experiencia en diálogos cómicos, y sospechaba que éste era ensayado y que había sido representado más de una vez.
Romero habló un rato sobre el argumento. Personas que acababan de morir volvían a la vida y se dedicaban a comerse a la gente. Ante la incapacidad del gobierno de hacer frente a esta crisis, cuatro jóvenes héroes se refugiaban en este centro comercial. Bobby dejó de escuchar y se descubrió observando al otro Bobby, el hijo de Harriet. Tenía un rostro alargado y solemne, ojos color chocolate y abundante pelo negro, lacio y despeinado. De hecho, el niño se parecía un poco a él, que también tenía ojos marrones, cara ovalada y espesos cabellos negros.
Se preguntó si Dean se parecería también a él y aquel pensamiento le aceleró el pulso. ¿Qué pasaría si Dean se presentaba a hacer una visita a Harriet y al pequeño Bobby y resultaba ser su hermano gemelo? Esta idea le resultaba tan inquietante que por un instante sintió que le flaqueaban las piernas, pero entonces recordó que estaba disfrazado de cadáver, con la cara azul y una herida en la cabeza. Incluso si resultaban ser idénticos nadie lo notaría.
Romero dio algunas instrucciones más sobre cómo caminar como un zombi —hizo una demostración poniendo los ojos en blanco y dejando caer la cabeza como un muerto—, y después prometió que empezarían a rodar en pocos minutos.
Harriet giró sobre sus talones y lo miró con una mano apoyada en la cadera y pestañeando de forma teatral. Bobby se volvió al mismo tiempo y estuvieron a punto de chocar el uno contra el otro. Harriet abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido alguno. Estaban demasiado cerca y aquella proximidad física inesperada pareció perturbarla. Bobby tampoco sabía qué decir, de repente tenía la mente en blanco. Entonces Harriet rió y sacudió la cabeza, una reacción que a Bobby le pareció artificial y producto del nerviosismo, no de la alegría.
—Veamos, amigo —dijo Harriet, y Bobby recordó que cuando la obra no iba bien y tenía problemas con el texto, en ocasiones se ponía a imitar a John Wayne en el escenario, una costumbre que en aquel entonces irritaba a Bobby y que en cambio ahora le resultó enternecedora.
—¿Vamos a empezar ya o qué? —preguntó el pequeño Bobby.
—Muy pronto. ¿Por qué no practicas haciendo de zombi? Vamos, ponte a dar unos tumbos.
Bobby y Harriet se sentaron otra vez en el borde de la fuente. Las manos de ella eran como pequeños puños huesudos sobre sus muslos. Tenía la vista fija en su regazo y sus ojos inexpresivos parecían mirar en su interior. De nuevo tenía los dedos de un pie apoyados sobre los del otro.
Bobby habló primero. Alguno de los dos tenía que decir algo.
—¡No me puedo creer que estés casada, y con un niño! —dijo en el mismo tono de alegre asombro que reservaba para los amigos que acababan de decirle que habían conseguido un papel para el que él también se había presentado—. Me encanta tu hijo, es guapísimo, aunque ¿quién podría resistirse a un niño que parece medio putrefacto?
Harriet pareció salir de su ensimismamiento y le sonrió, casi con timidez. Bobby continuó hablando:—Y ya puedes empezar a contármelo todo sobre el tal Dean.
—Vendrá más tarde, para llevarnos a comer. Deberías venir con nosotros.
—¡Sería estupendo! —exclamó Bobby mientras decidía interiormente que debía rebajar su entusiasmo un tono.
—Puede ser un poco tímido cuando acaba de conocer a alguien, así que no esperes demasiado.
Bobby agitó una mano en el aire:
—¡Bah! Seguro que lo pasamos bien. Siempre me ha interesado el negocio de la madera... y del aglomerado.
Esto era un tanto arriesgado, hacer chistes sobre un marido al que ni siquiera conocía. Pero Harriet sonrió y dijo:
—Es tu oportunidad para aprender todo lo que siempre has querido saber sobre tablones estándar y no te atrevías a preguntar.
Y por un momento ambos sonrieron, un poco tontamente y con las rodillas casi juntas. En realidad, nunca habían sido capaces de mantener una verdadera conversación, ya que casi siempre que estaban juntos era en escena, cada uno concentrado en utilizar lo último que hubiera dicho el otro para hacer un chiste. Al menos en eso no habían cambiado.
—Madre mía. No me puedo creer que nos hayamos encontrado aquí —dijo Harriet—. Me he preguntado muchas veces qué habría sido de ti. He pensado mucho en ti.
—¿En serio?
—Me imaginaba que a estas alturas ya serías famoso.
—Lo mismo te digo —dijo Bobby guiñándole un ojo, e inmediatamente deseando no haberlo hecho. Había sido un gesto falso y no quería ser falso con ella. Así que se apresuró a contestar a una pregunta que Harriet ni siquiera había formulado—. Aún me estoy aclimatando, llevo aquí tres meses, viviendo con mis padres por un tiempo. Digamos que readaptándome a Monroeville.
Harriet asintió mirándolo fijamente, con una expresión seria que le hizo sentirse incómodo.
—¿Y qué tal lo llevas?
—Me gano la vida —mintió Bobby.
Entre toma y toma, Bobby, Harriet y el pequeño Bob se entretuvieron inventando historias sobre sus supuestas muertes.
—Yo trabajaba de cómico en Nueva York —dijo Bobby llevándose la mano a la herida de la cabeza—. Y una de las veces que me subí al escenario ocurrió algo trágico.
—Sí —dijo Harriet—. Que actuaste.
—Algo que no había ocurrido nunca antes.
—¿El qué? ¿Que la gente se rió?
—Estuve tan genial como siempre y el público se retorcía de risa.
—Querrás decir que se retorcía de dolor.
—Y allí estaba yo, haciendo mi número de despedida, cuando ocurrió un terrible accidente. Uno de los tramoyistas dejó caer desde una viga del techo un saco de arena de ochenta kilos de peso, justo sobre mi cabeza. Pero al menos me fui al otro mundo rodeado de aplausos.
—Estaban aplaudiendo al tramoyista —dijo Harriet.
El niño miró a Bobby con expresión seria y le agarró la mano.
—Siento lo del golpe en la cabeza —dijo, y le dio un beso en los nudillos. Bobby se le quedó mirando y notando un hormigueo en la mano, donde el pequeño le había besado.