—¿Hay alguna ley que prohíba celebrarlo antes? —preguntó. Después se detuvo junto a la cocina con un guante de horno en una mano y me dirigió otra mirada—. De hecho, de hecho...
—Ya empezamos. Ha llegado el camión de la basura y en un momento abrirá la puerta trasera y empezará a salir la mierda.
—De hecho en esta casa es siempre Halloween. Se llama la Casa de las Máscaras, es nuestro nombre secreto para ella. Y una de las reglas es que cuando uno está aquí siempre tiene que llevar puesta una máscara. Siempre ha sido así.
—Creo que esperaré hasta que llegue Halloween.
—Tienes que ponerte una máscara. Los de la baraja de cartas te vieron anoche y van a venir a por ti. Tienes que ponerte una máscara para que no te reconozcan.
—¿Y por qué no iban a reconocerme? Yo te he reconocido a ti.
—Eso es lo que tú crees —dijo parpadeando cómicamente—. Los de la baraja de cartas no te reconocerían detrás de una máscara. Es su talón de Aquiles, se guían sólo por las apariencias. Sólo piensan unidimensionalmente.
—Ja, ja—dije—. ¿Cuándo viene el tasador?
—No sé, más tarde. Ni siquiera estoy segura de que vaya a venir. Puede que me lo inventara.
—Sólo llevo aquí veinte minutos y ya estoy aburrido. ¿No podríais haberme buscado una canguro y haber venido aquí solos un fin de semana a poneros máscaras y hacer bebés?
Tan pronto como hube dicho aquellas palabras sentí que me ruborizaba, pero me alegraba de haberme atrevido a burlarme de ella por las máscaras, la ropa interior negra y aquella pantomima que se habían inventado, y que yo era demasiado joven para entender. Mi madre dijo:
—Prefiero que estés aquí. Así no te meterás en problemas con esa chica.
Para entonces las mejillas me ardían como pavesas cuando alguien las sopla.
—¿Qué chica?
—No estoy segura. O Jane Redhill o su amiga. Probablemente su amiga, esa con la que siempre sueñas encontrarte cuando vas a casa de Luke.
A Luke era a quien le gustaba la amiga, Melinda. A mí me gustaba Jane. Pero mi madre había adivinado lo suficiente como para haberme sentido incómodo. Al ver que me callaba su sonrisa se ensanchó.
—Está buena, ¿no? La amiga de Jane. Estoy segura de que las dos lo están, aunque la amiga parece más tu tipo. ¿Cómo se llama? ¿Melinda? Por la forma en que se pasea por ahí con esos pantalones anchos de granjero me apuesto cualquier cosa a que se pasa las tardes leyendo en una casa en un árbol que construyó con su padre. Seguro que sabe colocar su propio cebo y juega al fútbol con los chicos.
—A Luke le gusta.
—Así que es Jane.
—¿Quién ha dicho que tenga que ser una de las dos?
—Tiene que haber alguna razón para que pases tanto tiempo con Luke, además de Luke. —Hizo una pausa y añadió—: Jane vino una vez a casa vendiendo suscripciones a una revista para recaudar dinero para su iglesia, hace unos días. Parece una chica muy sana, con una gran conciencia cívica. Me hubiera gustado que tuviera más sentido del humor. Cuando seas un poco mayor deberías deshacerte de Luke, tirarlo a la antigua cantera, y Melinda caerá en tus brazos. Podréis llorarle juntos, la pena puede ser muy romántica.
Cogió mi plato vacío y se levantó.
—Busca una máscara y únete al juego.
Dejó mi plato en el fregadero y salió de la habitación. Yo terminé el vaso de zumo y deambulé por la habitación. Eché una mirada al dormitorio principal justo cuando mi madre cerraba la puerta detrás de ella. El hombre al que había tomado por mi padre aún llevaba su máscara de hielo y se había puesto unos vaqueros. Durante un instante nuestros ojos se encontraron, los suyos con una mirada desapasionada y que me resultaba extraña. Apoyó una mano en la cadera de mi madre con gesto posesivo. Entonces se cerró la puerta y no pude verlos más.
Fui a la otra habitación, me senté en el borde de la cama y me puse las deportivas. El viento gemía bajo los aleros del tejado. Me sentía melancólico y algo indispuesto, quería irme a casa y no se me ocurría qué hacer. Al ponerme en pie vi la máscara verde hecha de hojas de seda, vuelta de nuevo hacia el espejo. La cogí y la froté con los dedos índice y pulgar, notando su suavidad resbaladiza y, casi sin pensarlo, me la puse.
Mi madre estaba en el salón, recién duchada.
—Eres tú —dijo—. Muy dionisiaco, muy Pan. Deberíamos ponerte una toalla a modo de túnica.
—Estaría bien, hasta que empezara la hipotermia.
—Hay corriente aquí, ¿verdad? Tendríamos que encender un fuego. Uno de nosotros tiene que ir al bosque a por leña.
—No puedo imaginarme quién será.
—Espera. Ya lo sé. Propongo un juego, será emocionante.
—Desde luego, no hay nada que anime más una mañana que pasear por el bosque buscando leña.
—Escucha, no te alejes del sendero. Los niños que lo hacen nunca encuentran el camino de vuelta. Además, y esto es lo más importante de todo, no dejes que nadie te vea a no ser que lleve máscara. Cualquiera que lleve máscara se está escondiendo de la gente de la baraja, como nosotros.
—Si los bosques son tan peligrosos para los niños, quizá debería quedarme aquí y papá o tú ir en mi lugar. ¿Es que no va a salir nunca del dormitorio?
Pero mi madre negaba con la cabeza.
—Los adultos no pueden ir al bosque, porque el sendero no es seguro para alguien de mi edad, ni siquiera puedo verlo. Cuando te haces mayor desaparece de la vista. Yo lo sé porque tu padre y yo solíamos pasear por él, cuando veníamos aquí de adolescentes. Sólo los jóvenes pueden orientarse en las maravillas y espejismos que pueblan el frondoso bosque.
Fuera, el día estaba gris y frío bajo el cielo de color de panza de burro. Fui a la parte posterior de la casa para ver si había leña amontonada, y cuando pasé por delante del dormitorio principal mi padre golpeó el cristal. Fui hasta la ventana para ver lo que quería y me sorprendió mi reflejo en el cristal, superpuesto a su cara. Yo llevaba todavía la máscara verde de hojas, y por un momento lo había olvidado.
Abrió el batiente de la ventana y se asomó con la cara oprimida bajo el caparazón de plástico transparente y sus ojos azul hielo un tanto inexpresivos.
—¿Adónde vas?
—Al bosque, supongo. Mamá quiere que traiga leña para encender la chimenea.
Sacó los brazos por la hoja abierta de la ventana y miró en dirección al jardín, donde unas hojas anaranjadas revoloteaban en el lindero del césped.
—Me encantaría ir.
—Pues ven.
Me miró y sonrió, por primera vez en aquel día.
—No, ahora no puedo. Te diré una cosa, ve tú y tal vez me reúna allí contigo más tarde.
—Vale.
—Es curioso. En cuanto dejas este lugar te olvidas de lo... puro que es. De cómo huele el aire. —Miró la hierba y el lago otra vez, y después volvió la cabeza hacia mí—. También te olvidas de otras cosas, Jack. Escucha, no quiero que olvides...
La puerta se abrió detrás de él, en el otro extremo de la habitación, y mi padre se calló. Mi madre estaba en el umbral, vestida con vaqueros y un suéter y jugando con la gruesa hebilla de su cinturón.
—Chicos —dijo—. ¿De qué habláis?
Mi padre no se volvió para mirarla, sino que siguió con la vista fija en mí y bajo su nuevo rostro de cristal derretido creí ver una expresión de humillación, como si lo hubieran pillado haciendo algo ligeramente embarazoso. Entonces recordé cuando, la noche anterior, mi madre se había llevado el dedo a los labios como cerrando una cremallera imaginaria. Me sentí raro y algo mareado. De pronto se me ocurrió que estaba siendo testigo de alguna clase de juego morboso entre mis padres, y que cuanto menos supiera de ello más feliz sería.
—Nada —dije—. Le estaba contando a papá que me voy a dar un paseo. Así que me voy a dar el paseo —añadí mientras me alejaba de la ventana.
Mi madre carraspeó y mi padre cerró lentamente la ventana, mientas seguía mirándome. Echó el pestillo y después presionó la palma de la mano contra el cristal, dejando una huella húmeda, una extremidad fantasma que se encogió hasta desaparecer. Después bajó la persiana.
Me olvidé de que tenía que recoger leña en cuanto eché a andar. Para entonces había decidido que mis padres me querían lejos de la casa para poder estar solos, lo que me ponía de mal humor. Al llegar al sendero me quité la máscara y la colgué de una rama.
Caminé con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos del abrigo. Durante unos metros el camino discurría paralelo al lago, cuyo color azul gélido se atisbaba entre la maleza. Estaba demasiado ocupado pensando que si ellos querían jugar a ser unos pervertidos y malos padres deberían haber venido a Big Cat Lake sin mí para darme cuenta de que el camino se desviaba y se alejaba del agua, y no levanté la vista hasta que escuché el sonido procedente del sendero: un zumbido metálico, como el de un acero que cruje bajo el peso de algo. Justo delante de mí el camino se dividía para evitar una roca del tamaño y la forma de un ataúd medio enterrado. Después, el camino se unía otra vez y se perdía entre los pinos.
Me sentí alarmado, sin saber por qué. Fue algo en el viento, que comenzó a soplar en ese mismo instante, haciendo que los árboles se agitaran en dirección al cielo, algo en la manera en que las hojas empezaron a revolotear entre mis pies, como si tuvieran prisa por alejarse del camino. Sin pensarlo me agaché detrás de la roca y apreté las rodillas contra el pecho.
Un instante después el niño de la bicicleta antigua —el que pensé que había soñado— pasó pedaleando a mi izquierda, sin mirarme siquiera. Llevaba el mismo pijama de la noche anterior y a la espalda unas alas blancas sujetas por un arnés con correas también blancas. Tal vez las llevaba puestas la primera vez que le vi y no había reparado en ellas en la oscuridad. Cuando pasó a mi lado pude ver sus mejillas con hoyuelos y sus rizos rubios, unos rasgos que le daban un expresión de serenidad. Su mirada era fría y distante y parecía buscar algo. Le observé mientras conducía con destreza su bicicleta de Charlot entre piedras y raíces y después enfilaba una curva y desaparecía.
Si no le hubiera visto por la noche habría pensado que era un niño disfrazado camino de una fiesta, aunque hacía demasiado frío para andar por ahí en pijama. Quería volver a la cabaña, lejos del viento y a salvo, con mis padres. Me daban miedo los árboles, bailando y susurrando a mi alrededor.
Pero cuando me moví fue para continuar en la misma dirección, mirando por detrás del hombro para asegurarme de que el ciclista no me seguía. No me atrevía a regresar por el sendero, porque sabía que el niño de la bicicleta estaba allí, en algún lugar, en el camino de vuelta a la cabaña.
Apreté el paso esperando encontrar una carretera o alguna de las otras casas de veraneo del lago, deseando estar en cualquier parte que no fuera aquel bosque. Y cualquier parte estaba de hecho a menos de diez minutos caminando de la roca con forma de ataúd. Estaba escrito claramente: A CUALQUIER PARTE, en un tablón viejo clavado en el tronco de un pino en un claro en el bosque, donde en otro tiempo la gente debió de acampar y encender hogueras. En el suelo había restos de un círculo de piedras ennegrecidas, con unos cuantos leños carbonizados. Alguien, tal vez unos niños, había construido un cobertizo entre dos rocas, más o menos de la misma altura e inclinadas la una contra la otra. Estaban unidas por un tablón de aglomerado. En la entrada al claro había un tronco que hacía las veces de asiento y de barrera por la que había que trepar para entrar en el refugio.
Me quedé allí, ante los restos del fuego de campamento, tratando de recuperar la compostura. De uno de los extremos del calvero salían dos caminos muy parecidos, dos estrechos surcos medio ocultos entre los matorrales. Era imposible saber adonde conducían.
—¿Qué es lo que intentas hacer? —dijo una niña a mi izquierda, con voz aguda y en tono alegre.
Di un salto hacia atrás y me volví. La niña se asomaba desde el refugio, con las manos en el tronco. No la había visto, oculta entre las sombras del cobertizo. Tenía el pelo negro y me pareció que sería algo mayor que yo —dieciséis años tal vez—, y me dio la impresión de que era guapa, aunque era difícil saberlo con seguridad, pues llevaba una máscara de lentejuelas con un abanico de plumas de avestruz en uno de los extremos. Justo detrás de ella, en la oscuridad, había un niño con la mitad superior de la cara oculta bajo una máscara de plástico del color de la leche.
—Estoy buscando el camino de vuelta —dije.
—¿De vuelta adonde? —preguntó la niña.
El niño que estaba arrodillado detrás de ella miró con interés el trasero en pompa de la chica, enfundado en unos vaqueros desgastados. La chica estaba, no sé si consciente o inconscientemente, meneando levemente las caderas de un lado a otro.
—Mi familia tiene una casa de veraneo cerca de aquí y me preguntaba si alguno de esos caminos me llevaría hasta allí.
—Puedes volver por dónde has venido —dijo la chica, pero con expresión traviesa, como si supiera que yo tenía miedo a dar la vuelta.
—Prefiero no hacerlo.
—¿Qué es lo que te ha traído hasta aquí? —preguntó el niño.
—Mi madre me mandó a recoger leña.
El chico soltó una carcajada.
—Suena como el principio de un cuento para niños —dijo mientras la chica lo miraba con desaprobación—. Y de los malos. Tus padres ya no tienen dinero para darte de comer, así que te envían a perderte al bosque. Al final acabas en la cazuela de alguna bruja, o como relleno de un pastel. Deberías tener cuidado.
—¿Quieres jugar a las cartas con nosotros? —preguntó la chica mientras exhibía una baraja.
—Sólo quiero volver a casa. No quiero que mis padres se preocupen.
—Siéntate y echa una partida con nosotros —insistió—. Jugamos a hacer rondas de preguntas. El que gana una mano tiene que hacer una pregunta a cada uno de los perdedores y ellos tienen que contestar la verdad, sea cual sea. Así que, si me ganas, puedes preguntarme cómo volver a tu casa sin encontrarte con el niño de la bicicleta vieja, y tendré que decírtelo.
—¿A qué jugáis? —pregunté.
—A una especie de póquer. Se llama Manos Frías, porque es a lo único que se puede jugar cuando hace frío.
El chico negó con la cabeza:
—Es de esos juegos en que se van inventando las reglas sobre la marcha.
Su voz, que tenía un cierto deje adolescente, me resultaba familiar.