Fantasmas (43 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Sonaba desde muy lejos, y me daba la impresión de que estaba en una de las cajas situadas cerca de la luna.

Siguió un gran silencio. Para entonces la canción había llegado al final y había empezado otra vez desde el principio. Por primera vez presté atención a la letra, escuché lo que decía. No era como la recordaba de cantarla en los campamentos de verano. En un momento determinado la voz grave entonaba:

Las hormiguitas de dos en dos, ua, ua

Las hormiguitas de dos en dos, ua ua

Las hormiguitas de dos en dos, ua, ua

el alce y la vaca diciendo adiós

¡Se metió en el Arca

Y al chaparrón venció!

Sin embargo, la versión que yo recordaba me parecía que decía algo de una hormiguita que se paraba a sacarse una china que se le había metido en el zapato. Además aquella grabación sin fin me estaba poniendo frenético.

—¿Qué pasa con esa cinta? —le pregunté a Morris—. ¿Por qué sólo tiene una canción grabada?

—No lo sé —me contestó—. Empezó esta mañana
y
no ha parado. Lleva sonando todo el día.

Volví la cabeza y me quedé mirándolo mientras un hormigueo frío y de temor me recorría el pecho.

—¿Qué quieres decir con eso de que «no ha parado»?

—Ni siquiera sé de dónde viene —dijo Morris—. Yo no he hecho nada para que suene.

—¿Pero no hay un casete?

Morris negó con la cabeza y por primera vez sentí pánico.

—¡Eddie! —grité.

No hubo respuesta.

—¡Eddie! —grité de nuevo y empecé a cruzar la habitación hacia donde había oído la voz de Eddie por última vez—. ¡Eddie, contéstame!

Desde una distancia absurdamente lejana oí algo, un trozo de una frase: «Rastro de migas de pan». Ni siquiera sonaba como la voz de Eddie. Las palabras tenían un tono cortante, casi altanero, como uno de los coros que suenan en esa canción loca de remate y absurda de los Beatles,
Revolution 9,
y no era capaz de distinguir de dónde procedía, no estaba seguro de si salía de delante o de detrás de mí. Di vueltas y más vueltas tratando de localizar el origen y de repente, cuando las hormiguitas iban ya de nueve en nueve, la música se calló. Solté un grito de sorpresa y miré a Morris.

Tenía en la mano su cúter con una cuchilla nueva que sin duda se había agenciado en mi cajón, y estaba arrodillado cortando la cinta adhesiva que unía la caja de entrada con el laberinto.

—Ya está —dijo—. Se ha ido. Trabajo terminado. —Aplastó y dobló la caja y la colocó a un lado.

—¿De qué estás hablando?

No me miraba. Estaba empezando a desmontar el laberinto de forma metódica, cortando cinta, desmontando cajas y apilándolas junto a las escaleras. Continuó hablando:

—Quería ayudarte. Dijiste que no se iría, así que le obligué. —Levantó la vista un momento y me miró con esos ojos suyos que parecían atravesarme—. Tenía que irse. Nunca te iba a dejar en paz.

—¡Dios! —exclamé—. Sabía que estabas loco, pero no imaginaba que estabas como una puta cabra. ¿Qué quieres decir con eso de que se ha ido? Está ahí mismo. ¡Sigue en las cajas! ¡Eddie! —grité con voz algo histérica—. ¡Eddie!

Pero sí se había ido, y yo lo sabía. Sabía que se había metido en las cajas de Morris y gateado hasta algún lugar desconocido que no estaba en nuestro sótano. Empecé a mirar por el fuerte, buscando ventanas, dando patadas a cajas, arrancándoles la cinta de embalar con las manos y dándoles la vuelta para mirar dentro. Caminaba como loco, a trompicones y una vez tropecé y estuve a punto de destrozar un túnel.

El interior de una de las cajas tenía las paredes recubiertas de un collage hecho con fotografías de personas ciegas: ancianos con ojos de color lechoso y semblantes inexpresivos, un hombre negro con una guitarra de blues sobre las rodillas y gafas de sol redondas y oscuras sobre la nariz, niños camboyanos con pañuelos anudados sobre los ojos. Puesto que la caja no tenía ventanas, habría sido imposible ver el collage al pasar por ella. En otra caja, tiras rosas de papel matamoscas que parecían en realidad trozos secos de malvavisco colgaban del techo, pero no tenían moscas pegadas. En su lugar había varias luciérnagas, todavía vivas y brillando con un tono verde amarillento por un instante, antes de apagarse. En ese momento no pensé que estábamos en el mes de marzo y que por tanto era imposible que hubiera luciérnagas. El interior de una tercera caja había sido pintado de color azul cielo y decorado con bandadas de pequeños mirlos, y en una esquina había lo que al principio tomé por un juguete para gatos, una bola de plumas con pelusas pegadas. Pero cuando di la vuelta a la caja de su interior cayó un pájaro muerto. El cuerpo estaba enjuto y reseco y tenía los ojos hundidos en el cráneo, de manera que las cuencas vacías parecían quemaduras de cigarrillo. Me sobrevino una gran arcada y la boca se me llenó de sabor a bilis.

Entonces Morris me cogió por el hombro y me dirigió hacia las escaleras.

—Así no le vas a encontrar —dijo—. Por favor, siéntate, Nolan.

Me senté en el último escalón, luchando por contener el llanto. Todavía esperaba ver a Eddie aparecer en cualquier momento, en alguna parte —«tío, te lo has tragado»—, pero al mismo tiempo algo dentro de mí sabía que no sería así.

Tardé un tiempo en darme cuenta de que Morris estaba arrodillado delante de mí, como un hombre que se dispone a proponer matrimonio a su novia. Me miraba con fijeza.

—Tal vez si lo volvemos a montar empezará otra vez la música. Y puedes entrar a buscarle —dijo—. Pero no creo que puedas salir. ¿Lo entiendes, Nolan? El interior es más grande de lo que parece. —Seguía mirándome con sus ojos como platos, y después dijo con serena firmeza—: No quiero que entres, pero si me lo pides volveré a montarlo.

Lo miré y sostuvo mi mirada con la cabeza ladeada y en actitud atenta, como un pájaro carbonero en la rama de un árbol escuchando la lluvia caer entre las ramas. Me lo imaginé montando con cuidado de nuevo las cajas que habíamos desmontado en los últimos diez minutos... y después me imaginé la música, esta vez rugiendo a todo volumen: «¡SE METIÓ EN EL ARCA Y AL CHAPARRÓN VENCIÓ!». Pensé que si comenzaba a sonar otra vez sin previo aviso chillaría sin poder evitarlo.

Negué con la cabeza y Morris me dio la espalda y continuó desmontando su creación.

Permanecí sentado en las escaleras casi una hora, mirando a Morris desarmar cuidadosamente su fortaleza de cartón. Eddie nunca salió de ella, tampoco ningún sonido más. Oí abrirse la puerta trasera de casa y los pasos de mi madre en el suelo de madera sobre mi cabeza. Me gritó que subiera a ayudarla a meter la compra. Subí, cargué con las bolsas, guardé la comida en la nevera. Morris subió a cenar y después bajó de nuevo. Desmontar algo siempre lleva más tiempo que construirlo. Eso es cierto para todo, excepto para un matrimonio. Cuando a las ocho menos cuarto miré escaleras abajo, hacia el sótano, vi montones de cajas dobladas en montones de un metro de altura y una gran superficie de suelo de cemento desnudo. Morris estaba al pie de los escalones, barriendo. Se detuvo y levantó la vista hacia mí —otra de sus miradas marcianas e impenetrables—y sentí un escalofrío. Después regresó a su mundo, manejando la escoba en movimientos cortos y precisos, uno y otro y otro.

Viví en aquella casa durante cuatro años más, pero después de ese día nunca volví a visitar a Morris en el sótano; de hecho evitaba bajar allí siempre que podía. Cuando me marché a la universidad la cama de Morris había sido trasladada allí y rara vez subía. Dormía en una suerte de cabaña que se había construido él mismo con botellas de Coca-Cola vacías y trozos de porexpán azul.

La luna fue la única parte de la fortaleza que Morris no desmontó. Algunas semanas después de que Eddie desapareciera mi padre la llevó a la escuela especial donde estudiaba mi hermano y ganó el tercer premio —cincuenta dólares y una medalla— en un concurso de manualidades. No sabría decir qué fue de ella después de aquello. Al igual que Eddie Prior, nunca volvió.

 

De las semanas que siguieron a la desaparición de Eddie recuerdo tres cosas. Recuerdo a mi madre abriendo la puerta de mi dormitorio justo después de las doce de la noche en que desapareció. Yo estaba acurrucado en mi cama, con la sábana sobre la cabeza, aunque no dormía. Mi madre llevaba una bata rosa de punto atada a la cintura con un nudo flojo. La miré parpadeando, deslumbrado por la luz del pasillo.

—Nolan, acaba de llamar la madre de Ed Prior. Está llamando a todos sus amigos. No sabe dónde está, no lo ha visto desde que salió para el instituto esta mañana. ¿Ha venido hoy por aquí?

—Lo vi en el instituto —dije, y a continuación me quedé mudo, no sabía qué añadir, no sabía hasta qué punto era seguro dar más información.

Mi madre probablemente asumió que acababa de despertarme de un profundo sueño y que estaba demasiado aturdido para pensar. Me dijo:

—¿Hablasteis de algo?

—No sé. Supongo que nos saludamos. No recuerdo nada más —me senté en la cama tratando de acostumbrarme a la luz—. La verdad es que últimamente no vamos mucho juntos.

Mi madre asintió.

—Bueno, tal vez sea mejor así. Eddie es un buen chico, pero un poco mandón, ¿no te parece? No te deja mucho espacio para ser tú mismo.

Cuando hablé otra vez, en mi voz había una cierta tensión:

—¿Ha llamado su madre a la policía?

—No te preocupes —contestó mi madre malinterpretando mi tono de voz y suponiendo que estaba preocupado por el bienestar de Eddie, cuando en realidad lo que me preocupaba era el mío—. Ella piensa que se está escondiendo por un tiempo en casa de algún colega. Por lo visto, ya lo ha hecho antes, cuando ha tenido alguna bronca con su novio. Me ha contado que una vez desapareció todo un fin de semana. —Bostezó y se tapó la boca con el dorso de la mano—. De todas formas es normal que esté nerviosa, sobre todo después de lo que le pasó a su hijo mayor, que se escapó del centro de menores y es como si se lo hubiera tragado la tierra.

—Tal vez sea una tradición familiar —dije con voz ahogada.

—¿El qué?

—Desaparecer —dije.

—Desaparecer —repitió mi madre, y pasado un segundo asintió—. Supongo que cualquier cosa puede convertirse en tradición familiar, incluso eso. Buenas noches, Nolan.

—Buenas noches, mamá.

Estaba cerrando la puerta despacio cuando se detuvo e inclinando el cuerpo me dijo:—Te quiero, hijo.

Era algo que hacía siempre en los momentos más inesperados y que siempre me pillaba desprevenido. Los ojos empezaron a escocerme y traté de contestar algo, pero cuando abrí la boca me di cuenta de que tenía un nudo demasiado grande en la garganta como para que pudiera pasar el aire. Para cuando conseguí dominarme mi madre ya se había ido.

 

Unos días más tarde me sacaron de la biblioteca y me mandaron ir al despacho del subdirector, donde un detective llamado Carnahan se había apropiado de la mesa. No recuerdo gran cosa de sus preguntas ni de mis respuestas. Sí recuerdo que los ojos de Carnahan eran del color del hielo compacto —un azul blancuzco—, y que no me miró una sola vez en el curso de nuestros cinco minutos de conversación. También recuerdo que en dos ocasiones dijo mal el nombre de Eddie, llamándole Edward Peers, en lugar de Edward Prior. La primera vez le corregí, la segunda lo dejé estar. Durante toda la entrevista estuve terriblemente tenso; notaba la cara entumecida como si me la hubieran anestesiado, y cuando hablaba tenía la impresión de que apenas movía los labios. Estaba convencido de que Carnahan se daría cuenta y lo encontraría extraño, pero no fue así. Terminó aconsejándome que me mantuviera alejado de las drogas, después consultó algunos papeles que tenía delante y se quedó completamente en silencio. Yo seguí allí sentado frente a él casi un minuto, sin saber qué hacer. Después levantó la vista y se sorprendió al verme todavía allí. Me hizo un gesto con la mano para que me fuera, y me dijo que habíamos terminado y que hiciera pasar al siguiente.

Cuando me levantaba le pregunté:

—¿Tienen alguna idea de lo que le ha podido pasar?

—Yo no me preocuparía demasiado. El hermano mayor del señor Peers se escapó del centro de menores el verano pasado y no se le ha visto desde entonces. Tengo entendido que estaban muy unidos. —Carnahan volvió la vista a los papeles y empezó a cambiarlos de sitio—. O tal vez ha decidido largarse solo. Ya ha desaparecido en un par de ocasiones, y ya sabes lo que dicen: a la tercera va la vencida.

Cuando salí, Mindy Ackers estaba sentada en un banco situado junto a la pared del área de recepción. Al verme se puso en pie de un salto, sonrió y se mordió el labio inferior. Con su aparato dental y su piel llena de acné, Mindy no tenía demasiados amigos y sin duda echaba mucho de menos a Eddie. Yo no sabía gran cosa acerca de ella, pero sí que siempre había buscado complacer a Eddie por encima de todo, y que disfrutaba siendo el blanco de sus bromas. Sentí simpatía y pena por ella; teníamos mucho en común.

—¡Eh, Nolan! —dijo con una mirada entre esperanzada y suplicante—. ¿Qué ha dicho el poli? ¿Saben algo de adonde ha ido?

Entonces sentí un pinchazo de ira, no hacia ella, sino hacia Eddie, un profundo desprecio por la costumbre que tenía de hablar y burlarse de ella a sus espaldas.

—No —dije—, pero yo no me preocuparía por él. Te garantizo que, donde quiera que esté, no está pensando en ti.

La vi parpadear, dolida, y después rehuí su mirada y eché a andar, sin volver la vista atrás y deseando no haber dicho nada. Porque, al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo que Mindy le echara de menos? Después de aquel día nunca volvimos a hablar y no sé qué fue de ella al terminar el instituto. Tratas con ciertas personas durante un tiempo y un buen día se las traga la tierra y desaparecen para siempre de tu vida.

 

Hay otra cosa más que recuerdo de los días que siguieron a la desaparición de Eddie. Como he dicho, trataba de no pensar en lo que le habría pasado y evitaba mantener conversaciones sobre él. No resultaba tan difícil como cabría suponer. Estoy convencido de que aquellos que me querían se esforzaban por no agobiarme, conscientes de que un amigo había salido de mi vida sin una palabra de despedida. A finales de mes era casi como si realmente no supiera nada de lo que había sido de Eddie, estaba empezando a sepultar mis recuerdos sobre él —el puente sobre la autopista, las partidas de damas con Mindy, sus historias sobre su hermano mayor, Wayne— detrás de un muro cuidadosamente construido, de ladrillos mentales. Pensaba en otras cosas. Quería un trabajo y estaba considerando la posibilidad de entregar una solicitud en el supermercado. Quería tener dinero para gastar, poder salir más de casa. Los AC/DC daban un concierto en la ciudad en junio y quería comprar entradas. Ladrillo tras ladrillo, tras ladrillo.

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