Fantasmas (42 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Estaba casi pegado a mí, mirándome a la cara con sus ojos desmesurados y sin pestañear.

—No puedo. —En ese momento me di la vuelta porque no me sentía capaz de sostener su mirada confusa y preocupada. Estaba al límite de mis fuerzas, con los nervios destrozados—Ojalá pudiera. Pero nadie puede hacer que se vaya. —Me apoyé en la cómoda y descansé la frente un instante en el borde. Después, en un susurro ronco que apenas oí yo mismo, dije:

—No me deja escapar.

—¿Por lo que pasó?

Entonces lo miré. Estaba inclinado sobre mi hombro, con las manos dobladas sobre el pecho y las puntas de los dedos aleteando, nerviosas. De manera que entendía lo que había pasado... Tal vez no todo, pero sí algo. Lo suficiente. Sabía que habíamos hecho algo horrible. Conocía la tensión que estaba a punto de acabar conmigo.

—Olvídate de lo que pasó —le dije en voz más alta ya, casi con un tono de amenaza—. Olvida todo lo que oíste. Si alguien se entera... Morris, no puedes contárselo a nadie. Nunca.

—Quiero ayudar.

—Nadie puede ayudarme. —La verdad que encerraban aquellas palabras fue como una bofetada. Después añadí, en un tono triste y resignado—: Vete, por favor.

Morris frunció un poco el ceño y agachó la cabeza. Por un momento pareció dolido, pero después dijo:

—Casi he terminado con el fuerte nuevo. Ya veo cómo va a ser.

Después fijó sus ojos abiertos e intensos en mí:

—Lo estoy construyendo para ti, Nolan. Porque quiero que estés mejor.

Dejó escapar un suspiro que sonó parecido a una risa. Por un momento habíamos hablado casi como dos hermanos normales que se quieren y se preocupan el uno del otro, casi como iguales. Durante unos segundos me había olvidado de las fantasías de Morris. Había olvidado que para él la realidad era algo que sólo atisbaba de vez en cuando entre el vaho de su imaginación, de sus ensoñaciones. Para Morris, la única respuesta posible a la infelicidad era construir un rascacielos con hueveras de cartón.

—Gracias, Morris —dije—. Eres un buen chico. Sólo te pido que te mantengas alejado de mi habitación.

Asintió, pero seguía frunciendo el ceño cuando me rodeó y salió al pasillo. Lo vi alejarse escaleras abajo, el tiempo que su sombra de espantapájaros se proyectaba en la pared, creciendo con cada paso que daba hacia la luz del sótano, hacia un futuro que construiría colocando una caja sobre otra.

 

Morris estuvo abajo hasta la hora de la cena —nuestra madre tuvo que llamarlo a gritos tres veces antes de que subiera—, y cuando se sentó a la mesa tenía las manos manchadas de un polvo blanco parecido a la escayola. Volvió al sótano en cuanto los platos de la cena estuvieron metidos en agua jabonosa dentro del fregadero, y permaneció allí hasta casi las nueve de la noche, y sólo porque mi madre le gritó que era hora de irse a la cama.

Yo pasé una vez por delante de la puerta del sótano, poco antes de irme a la cama, y me detuve un momento. Me había parecido oler a algo que al principio no pude identificar, pegamento, pintura fresca o escayola, o una combinación de las tres cosas.

Mi padre entró en el recibidor golpeando el suelo con los pies. Había caído algo de nieve y venía de barrer los escalones de la entrada.

—¿A qué huele? —le pregunté arrugando la nariz.

Mi padre se acercó a la escalera que bajaba al sótano y olisqueó.

—Ah sí —dijo—. Morris me comentó que iba a trabajar con papel maché. De lo que es capaz con tal de entretenerse, ¿eh?

 

Mi madre trabajaba de voluntaria en un hogar de ancianos todos los jueves, leyendo cartas a los residentes con problemas de visión y tocando el piano en la sala de recreo, aporreando las teclas de manera que hasta los sordos pudieran oírla, y esas tardes yo me quedaba a cargo de la casa y de mi hermano. Llegó el jueves. Mi madre no llevaba fuera más de diez minutos cuando Eddie llamó con el puño en la puerta de entrada.

—Eh, colega —dijo—. ¿Sabes una cosa? Mindy Ackers me acaba de dar una paliza en cinco partidas seguidas, así que tengo que devolverle la fotografía. La tienes todavía, ¿no? Espero que me la hayas cuidado bien.

—Encantado de devolverte tu puta foto —le dije algo aliviado al imaginar que sólo había venido para coger la foto y largarse. Por lo general, no era tan fácil librarse de él. Se quitó las botas y me siguió hasta la cocina—. Voy por ella. Está en mi habitación.

—En tu mesilla de noche, supongo, puto salido —dijo Eddie riendo.

—¿Estáis hablando de la fotografía de Eddie? —preguntó Morris. Su voz parecía subir flotando desde el sótano—. La tengo yo. La estaba mirando. Está aquí abajo.

Esta afirmación probablemente me sorprendió a mí más que a Eddie. Le había dejado muy claro a mi hermano que no debía tocarla y no era propio de él desobedecer una orden directa.

—Morris, te dije que no te acercaras a mis cosas —grité.

Eddie se detuvo en lo alto de las escaleras y miró hacia el sótano con expresión maliciosa.

—¿Qué haces ahí abajo, pequeño pervertido? —le gritó a Morris.

Éste no contestó y Eddie bajó las escaleras a grandes zancadas, conmigo detrás. Se detuvo tres peldaños antes de llegar abajo y, con los puños apoyados en las caderas, dirigió la vista al sótano.

—¡Vaya! —dijo—. Mola.

El sótano estaba ocupado de una pared a otra por un enorme laberinto de cajas de cartón. Morris había vuelto a pintarlas todas, y cuando digo todas, quiero decir absolutamente todas. Las que estaban más cerca del pie de las escaleras eran del blanco cremoso de la leche entera, pero conforme la red de túneles se extendía por el resto de la habitación, las cajas eran más oscuras, de un azul pálido, después violeta y más allá de color cobalto. Las más alejadas eran completamente negras y simulaban un horizonte de noche artificial.

Vi grandes cajas de embalaje con pasadizos que salían de todos sus lados. Vi ventanas recortadas en forma de estrellas y estilizados soles. Al principio pensé que tenían pegadas cortinas de plástico de color naranja brillante, pero luego reparé en cómo latían y aleteaban suavemente, y me di cuenta de que estaban hechas de plástico transparente iluminado desde el interior por alguna clase de luz naranja parpadeante, la lámpara de lava de Morris, sin duda. Pero la mayoría de las cajas no tenían ventanas, sobre todo las que estaban más alejadas de la escalera y más cerca de las cuatro paredes del sótano. Dentro de ellas debía de estar bastante oscuro.

En la esquina noroeste, y situada a mayor altura que el resto de las cajas, había una con forma de gigantesca luna creciente hecha de papel maché y pintada de un blanco ligeramente brillante y de textura parecida a la cera. Tenía dibujados unos labios delgados y fruncidos, y un solo ojo triste y caído que parecía mirarnos con una expresión algo borrosa de desilusión. No me esperaba ver algo así y me quedé tan pasmado —era verdaderamente inmensa— que me costó darme cuenta de que en realidad se trataba de la caja gigante que antes había sido el cuerpo del pulpo de Morris. Entonces había estado envuelta en un ovillo de alambre con dos puntas retorcidas a modo de destartaladas antenas. Recordé haber pensado que aquella escultura amorfa hecha de alambre era la prueba irrefutable de que el cerebro, ya de por sí débil, de mi hermano se estaba deteriorando. Pero ahora me daba cuenta de que siempre había sido una luna; cualquiera lo habría visto... cualquiera menos yo. Creo que ésa había sido siempre mi gran equivocación: si no entendía algo a la primera nunca era capaz de mirarlo en retrospectiva para deducir el significado del conjunto, y esto me ocurría tanto con las estructuras de Morris como con mi propia vida.

Al pie mismo de las escaleras estaba la entrada a las catacumbas de cartón construidas por mi hermano. Era una caja alta, de alrededor de un metro y veinte centímetros y con dos solapas abiertas a modo de puerta. Dentro había grapada una tela negra de muselina, que me impedía ver el interior del túnel que partía de la caja y que se transformaba en un laberinto. Escuché una música, un eco procedente de algún lugar, una melodía que resonaba, hipnótica. Un barítono de voz profunda cantaba: «Las hormiguitas de una en una, ua, ua». Me llevó un instante darme cuenta de que la música procedía del interior de los túneles.

Estaba tan asombrado que me era imposible seguir enfadado con Morris por quitarme la foto de Mindy Ackers. Estaba tan asombrado, digo, que no podía articular palabra. Fue Eddie quien habló primero.

—Esa luna es increíble —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Parecía como yo, algo desconcertado por la sorpresa—. Morris, eres un puto genio.

Morris estaba de pie a nuestra derecha, con semblante inexpresivo y la vista fija en el conjunto de túneles.

—He pegado tu fotografía dentro de mi nuevo fuerte. En la galería. No sabía que la querías, puedes ir a buscarla si quieres.

Eddie lanzó una mirada de reojo a Morris y esbozó una gran sonrisa.

—La has escondido y ahora quieres que la encuentre. Tío, Morris, estás como una regadera, ¿sabes?

Bajó de un salto los tres últimos peldaños, haciendo una cabriola que casi recordó a Gene Kelly bailando en una de sus coreografías.

—¿Dónde está la galería? ¿Allí al final, dentro de la luna?

—No —contestó Morris—. Por ahí no vayas.

—Vale —dijo Eddie riendo—. De acuerdo. ¿Qué otras fotos has colgado ahí dentro? ¿Tías en bolas? ¿Te has montado un rinconcito íntimo para machacártela a gusto?

—No quiero que digas nada más. No quiero que estropees la sorpresa. Entra y lo verás.

Eddie me miró. Yo no sabía qué decir, pero sentía una especie de trémula expectación en la que no faltaba una pequeña dosis de inquietud. Quería y temía al mismo tiempo que Eddie desapareciera en aquella desconcertante y genial fortaleza de Morris. Eddie sacudió la cabeza.

—¡Joder, esto es increíble! —Se puso a cuatro patas y entró en la primera caja, no sin antes dirigirme una última mirada, que me sorprendió por la excitación casi infantil que denotaba. Fue una mirada que, por alguna razón, me inquietó. Yo no sentía ningún deseo de reptar por aquel inmenso y oscuro laberinto.

—Deberías venir —dijo Eddie—. Deberíamos ver esto juntos.

Asentí sintiendo una ligera debilidad —en el lenguaje de nuestra amistad no existía la palabra «no»— y empecé a bajar las escaleras. Eddie apartó una de las cortinas de muselina negra y la música salió de un largo túnel circular, una tubería de cartón de casi un metro de diámetro: «Las hormiguitas de tres en tres, ua, ua». Bajé el último peldaño y me dispuse a agacharme para entrar detrás de Eddie, cuando Morris caminó hasta mí y me sujetó del brazo con una fuerza inesperada.

Eddie no se volvió, así que no pudo vernos.

—Joder —dijo—. ¿Alguna indicación de por dónde tengo que ir?

—Ve hacia la música —dijo Morris.

Eddie movió la cabeza lentamente en un gesto de asentimiento, como si Morris le hubiera dicho algo obvio. Miró hacia el túnel largo, oscuro y circular que se extendía ante él.

En un tono de voz perfectamente normal, Morris me advirtió:—No entres. No lo sigas.

Eddie comenzó a reptar hacia el centro del laberinto.

—¡Eddie! —exclamé repentinamente alarmado—. ¡Eddie, espera un minuto! ¡Sal!

—¡Dios, qué oscuro está esto! —dijo Eddie como si no me hubiera oído. De hecho, estoy seguro de que no me oyó. Dejó de oírme en cuanto entró en el laberinto.

—¡Eddie! —grité—. ¡No entres!

—Más vale que haya alguna ventana más adelante —murmuraba Eddie hablando consigo mismo—. Como me entre la claustrofobia, me pongo de pie y me cargo esta mierda. —Tomó aire y lo expulsó lentamente—. Vale, vamos allá.

La cortina se cerró detrás de sus pies y Eddie desapareció.

Morris me soltó del brazo. Lo miré, pero él tenía los ojos fijos en su enorme fortaleza, en el túnel de cartón en el que había entrado Eddie. Podía oír a éste avanzar, alejándose de nosotros y salir por el otro extremo pasando a una gran caja de un metro veinte centímetros de alto y sólo cincuenta centímetros de ancho. Oí cómo chocaba —rozando con el hombro una de las paredes tal vez— y la caja se tambaleó ligeramente. Había un túnel que iba hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Eddie eligió el que conducía hacia la luna. Desde el pie de las escaleras del sótano podía oírle avanzar, veía las cajas temblar cuando pasaba por ellas y de vez en cuando el sonido ahogado de su cuerpo rozando las paredes. Después le perdí la pista por un momento, no conseguía localizarlo. Hasta que oí su voz.

—Os estoy viendo, tíos —canturreó y oí cómo daba golpecitos a una superficie de plástico grueso.

Me giré y vi su cara detrás de una ventana con forma de estrella. Sonreía de manera que mostraba la separación que tenía en los dientes delanteros, a lo David Letterman. Me hizo un gesto obsceno con el dedo mientras la luz rojo caldera de la lámpara de lava de Morris proyectaba reflejos a su alrededor. Después siguió avanzando a cuatro patas y nunca más volví a verlo.

Pero sí le oí. Durante un buen rato le oí abrirse paso por el laberinto en dirección a la luna y hacia los confines de nuestro sótano. Por encima del retumbar ahogado de la música —«se metió en el arca y el chaparrón venció»—, le escuché chocar contra las paredes del laberinto. Después vi una caja temblar. También le oí pasar sobre un trozo de papel burbuja que debía de estar grapado al suelo de uno de los túneles. Un puñado de pompas de plástico explotó en una sucesión de pequeños ruidos secos, como una ristra de petardos y le oí decir: «¡Joder!».

Después de eso le perdí. Su voz me llegó otra vez procedente de la derecha, desde el extremo contrario a donde le había oído la última vez.

«¡Mierda!», fue todo lo que dijo, y por primera vez me pareció percibir en su tono de voz y en su aliento entrecortado un deje de exasperación contenida.

Un instante después habló de nuevo y una oleada de confusión me invadió, haciendo que me flaquearan las piernas. Ahora su voz sonaba desde la izquierda, algo que no tenía ningún sentido, como si se hubiera desplazado treinta metros en cuestión de segundos.

—Puto callejón sin salida —dijo, y un túnel a su izquierda tembló conforme se arrastraba por él.

Entonces ya no supe muy bien dónde se encontraba. Transcurrió casi un minuto y me di cuenta de que tenía los puños cerrados y las manos sudorosas, de que prácticamente estaba conteniendo la respiración.

—¡Eh! —dijo Eddie desde algún lugar, y me pareció notar una cierta inquietud en su voz—. ¿Hay alguien rondando por aquí?

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