Es posible, además, que terminara con un billete de ida al mismo lugar en el que mi hermano pasó los dos últimos años de su vida: el Centro de Salud Mental Wellbrook Progressive. Mi hermano ingresó allí por voluntad propia, pero el centro también tiene un ala para reclusos. Morris pasaba la fregona en las consultas externas cuatro días a la semana y los viernes por la mañana iba al Pabellón del Gobernador, como lo llaman, a lavar la mierda de las paredes, y también la sangre.
¿Acabo de hablar de Morris en pasado? Supongo que sí. He perdido la esperanza de que suene el teléfono y sea Betty Millhauser llamando desde Wellbrook, con voz agitada y entrecortada, diciéndome que lo han encontrado en un refugio para los sin techo en algún lugar, y que lo traen de vuelta a casa. Tampoco creo que vaya a llamar nadie para contarme que lo han encontrado
notando en
el Charles. En realidad, no creo que vaya a llamar nadie en absoluto, excepto para decirme que no se sabe nada nuevo, lo que equivaldría prácticamente a decir que está muerto. Y quizá deba admitir que estoy escribiendo esto, no para enseñárselo a nadie, sino porque no puedo evitarlo y porque una página en blanco es la única audiencia en la que puedo confiar para contar esta historia.
Mi hermano pequeño no empezó a hablar hasta que cumplió cuatro años. Mucha gente pensaba que era retrasado. Mucha gente del lugar donde nací, Pallow, aún piensa que era retrasado, o autista. Que conste que yo, cuando era un niño, medio lo pensaba también, aunque mis padres me dijeran que no era así.
Cuando tenía once años le diagnosticaron esquizofrenia juvenil. Después llegaron otros diagnósticos: trastorno de personalidad, esquizofrenia depresiva aguda. No sé si alguna de esas expresiones define en realidad lo que le pasaba o contra lo que luchaba Morris. Sé que cuando por fin descubrió el lenguaje no lo utilizaba mucho. También que siempre fue pequeño para su edad, un niño de complexión delicada, manos delgadas y de largos dedos y cara de duende. Siempre era extrañamente inexpresivo, sus sentimientos se hallaban ocultos en algún lugar demasiado profundo para reflejarse en su cara y daba la impresión de que nunca parpadeaba. A veces mi hermano me recordaba a esas caracolas cónicas cuyo interior rosa brillante y en espiral parece esconder alguna clase de misterio. Te las llevas a la oreja y te parece oír las profundidades de un océano vasto e impetuoso, pero en realidad es un efecto acústico y lo que se escucha es el suave rugido de... la nada. Los doctores tenían sus diagnósticos, pero yo, a la edad de catorce años, tenía el mío propio.
Debido a que era propenso a dolorosas infecciones de oído, Morris no podía salir a la calle en invierno... que según la definición de mi madre empezaba con los campeonatos de la World Series y terminaba cuando comenzaba la temporada de béisbol. Cualquiera que haya tenido hijos pequeños entenderá lo difícil que puede ser mantenerlos ocupados y entretenidos sin salir de casa. Mi hijo tiene ahora doce años y vive con mi ex en Boca Ratón, pero hasta que tuvo siete años vivimos todos juntos, como una familia, y recuerdo cuan desesperante podía ser un día frío y lluvioso, sin poder salir de casa. Para mi hermano pequeño todos los días eran fríos o lluviosos, pero, a diferencia de otros niños, no era difícil mantenerlo ocupado. Se entretenía él solo bajando al sótano en cuanto llegaba a casa del colegio, y trabajaba con afán toda la tarde en uno de sus inmensos, interminables, técnicamente complicados y básicamente inútiles proyectos de construcción.
Al principio le fascinaba construir torres y complicados templos con vasos de papel. Creo recordar la que pudo ser la primera vez que construyó algo con ellos. Era por la noche y la familia estaba reunida en uno de nuestros escasos rituales colectivos: ver un episodio de
M*A*S*H.
Pero, para cuando llegó el segundo intermedio, todos habíamos dejado de prestar atención a los chistes de Alan Alda y compañía y mirábamos fijamente a mi hermano.
Mi padre estaba sentado en el suelo con él, creo que porque al principio le había ayudado con su construcción. Mi padre era también un poco autista, un hombre tímido y torpe que no se quitaba el pijama durante los fines de semana, y cuyas relaciones sociales se limitaban a mi madre. Nunca parecía decepcionado con Morris, es más, nunca parecía más feliz que cuando estaba tumbado en el suelo junto a él fabricando mundos soleados hechos de figurillas de papel. Esta vez, sin embargo, se apartó y dejó que Morris trabajara solo, con tanta curiosidad como el resto de nosotros por ver el resultado final. Morris construía, apilaba y colocaba, y sus dedos largos y delgados se movían con rapidez, disponiendo los vasos a tal velocidad que parecía un mago haciendo un truco o un robot en una cadena de producción... sin dudar, aparentemente sin pensar, sin tirar nunca un vaso por accidente. A veces ni siquiera se fijaba en lo que hacían sus manos y, en lugar de mirarlas, examinaba la caja de vasos de papel, como para comprobar cuántos quedaban. La torre crecía más y más, y a tal velocidad que en ocasiones yo no podía evitar contener el aliento, tal era mi asombro.
Mi hermano abrió una segunda caja de vasos de papel y se puso manos a la obra. Cuando terminó —es decir, cuando hubo usado todos los vasos de papel que mi padre fue capaz de encontrarle—, la torre era más alta que el propio Morris y estaba rodeada por una muralla defensiva y una puerta de entrada. Debido a los espacios que quedaban entre los vasos, daba la impresión de que en los laterales de la torre había ventanas para los arqueros y tanto la torre como la muralla estaban rematadas con almenas. Nos había sorprendido un poco ver a Morris construyendo aquello a tanta velocidad y decisión, pero tampoco es que fuera una construcción absolutamente fabulosa, otro niño de cinco años podía haberla hecho también. Lo importante era que sugería que Morris tenía ambiciones ocultas. Daba la impresión de que, de haber podido, habría seguido construyendo, añadiendo pequeñas torres vigía, edificios fuera del castillo, una aldea completa hecha de vasos de papel. Y cuando se terminaron los vasos Morris miró a su alrededor y se rió, un sonido que no creo haber oído nunca antes, tan agudo que parecía taladrarte los oídos, y más alarmante que agradable. Rió y dio una sola palmada, como la que daría un marajá para despachar a un sirviente.
Lo que también diferenciaba esta torre de la que habría podido hacer otro niño de su edad era el propósito con el que había sido construida. Otro niño le habría dado una patada y contemplado cómo los vasos se derrumbaban. Desde luego, es lo que yo habría querido hacer con aquella torre, y tengo tres años más que Morris: pisarla con los dos pies sólo por el placer de arrasar algo grande y construido con cuidado, como un Godzilla de la Liga Menor.
Todo niño emocionalmente sano tiene ese instinto. Para ser sinceros debo admitir que en mi caso lo tenía especialmente desarrollado. Mi tendencia compulsiva a destruir cosas me ha acompañado hasta la edad adulta, e incluyo en última instancia a mi mujer, a quien le desagradaba esta costumbre y me lo dejó claro con los papeles del divorcio y un abogado de aspecto ictérico, con el encanto personal de una trituradora y tan eficaz como ésta en los tribunales.
Morris, en cambio, pronto perdió todo interés en su construcción y pidió un vaso de zumo. Mi padre se lo llevó a la cocina mientras murmuraba que al día siguiente le traería a mi hermano una bolsa gigantesca de vasos de papel, para que pudiera construir un castillo aún mayor en el sótano. Yo no me podía creer que Morris hubiera dejado allí la torre. Era una tentación que me resultaba irresistible. Me levanté del sofá, di unos cuantos pasos vacilantes hacia él... y entonces mi madre me sujetó del brazo y me detuvo. Nuestras miradas se cruzaron y en la suya había implícita una oscura amenaza. «Ni se te ocurra». Me solté de su brazo y salí de la habitación.
Mi madre me quería, pero rara vez me lo hacía saber, y a menudo parecía mantenerme a distancia de cualquier demostración afectiva. Me comprendía mucho mejor que mi padre. En una ocasión, jugando en el estanque de Walden, tiré una piedra a un niño que me había salpicado. La piedra le dio en el brazo y le hizo un feo moratón. Mi madre se ocupó de que no volviera a nadar en todo el verano, aunque seguíamos yendo a Walden Pond todos los sábados por la tarde para que Morris pudiera chapotear un rato. Alguien les había dicho a mis padres que nadar le resultaría terapéutico, y mi madre estaba tan decidida a que Morris nadara como a que yo no lo hiciera. Me quedaba, por tanto, sentado en la arena junto a ella y sin permiso para ir a ninguna parte. Podía leer, pero no podía jugar, ni siquiera hablar con otros niños. Cuando lo pienso, me resulta difícil reprocharle que fuera tan severa conmigo en esa o en otras ocasiones. Mi madre siempre vio lo peor de mí, mucho más que el resto de la gente. Intuía mi potencial, y éste, en lugar de darle un motivo de alegría y esperanza, la hacía ser más dura conmigo.
Lo que Morris había hecho en el cuarto de estar en el espacio de media hora era sólo un indicio de lo que podría hacer en un espacio tres veces mayor y con todos los vasos de papel que quisiera. Durante el año siguiente construyó con gran esmero una autopista elevada —recorría haciendo curvas todo nuestro espacioso y bien iluminado sótano, pero en línea recta habría medido casi cuatrocientos metros—, una esfinge gigante y un iglú lo suficientemente grande como para que los dos pudiéramos sentarnos dentro, con una puerta baja por la que entrábamos a rastras.
A partir de ahí, no pasó mucho tiempo hasta que empezó a construir altísimas aunque impersonales metrópolis de LEGO, siguiendo el diseño arquitectónico de ciudades de verdad. Y un año más tarde ya trabajaba con fichas de dominó, creando delicadas catedrales con docenas de agujas de color marfil en perfecto equilibrio, que llegaban hasta la mitad del techo. Cuando tenía nueve años se hizo famoso por un tiempo, al menos en Pallow, cuando el
Chronicle
de Boston publicó un breve artículo sobre él. Morris había montado más de dieciocho mil fichas de dominó en el gimnasio del colegio para chicos con trastornos del desarrollo al que acudía. Les dio la forma de un gigantesco grifo, o sea, un animal mitológico mitad águila, mitad león, enfrentándose a un ejército de caballeros, y el Canal 5 lo grabó mientras representaba la batalla y el dominó se desmoronaba en medio de un gran estruendo. Las fichas caían con tal estrépito que daba la impresión de que había flechas volando y que el grifo atacaba a los caballeros con armadura; tres hileras de fichas de color rojo se derrumbaban simulando sablazos. Durante una semana sufrí furiosos ataques de letal envidia: salía de una habitación cuando Morris entraba en ella, no podía soportar que fuera el centro de tanta atención. Pero mi resentimiento lo afectaba tan poco como su fama. Ambos lo dejaban por completo indiferente. Renuncié a estar enfadado cuando comprendí que era como gritar a una pared, y con el tiempo el resto del mundo se olvidó de que Morris había sido alguna vez alguien interesante.
Para cuando entré en el instituto y empecé a salir por ahí con Eddie Prior, Morris se había pasado a las fortalezas hechas con cajas de cartón que mi padre llevaba a casa del almacén de la compañía marítima en la que trabajaba. Casi desde el principio, lo que hacía con las cajas de cartón fue distinto de las cosas que había construido con fichas de dominó o con vasos de papel. Mientras que sus otras construcciones tenían siempre un principio y un fin, las que hacía con cajas de cartón no parecían seguir un diseño concreto, y así una cosa se transformaba en otra, un refugio en un castillo y éste en unas catacumbas. Pintaba los exteriores, decoraba los interiores, recortaba ventanas y puertas que se abrían y cerraban. Y entonces, un día, sin previo aviso y sin explicación alguna, desmontaba gran parte de la estructura y empezaba a reorganizarla por entero, siguiendo líneas arquitectónicas completamente distintas.
Además, aunque sus trabajos con vasos de papel o LEGO siempre lo habían calmado, lo que construía con cajas de papel parecía dejarlo nervioso e insatisfecho. Que le faltaran unas cuantas cajas para completar lo que estaba construyendo en el sótano tenía siempre sobre él un efecto curioso y negativo.
Recuerdo que llegué a casa un domingo a última hora y, mientras cruzaba a zancadas la cocina con las botas de nieve puestas para coger algo de la nevera, eché una mirada de reojo a la puerta abierta del sótano y a las escaleras... Lo que vi me dejó paralizado, sin respiración. Morris estaba sentado de lado en el último peldaño, con los hombros pegados a las orejas y la cara de un color pálido pastoso y extraño, torcida en una mueca. Se apretaba la palma de una mano contra la frente como si le hubieran dado un golpe. Pero lo que más me alarmó, en lo que reparé conforme bajaba las escaleras hacia él, fue que aunque hacía mucho frío en el sótano, demasiado para estar a gusto allí, las mejillas de Morris estaban empapadas, y la parte delantera de su camiseta blanca tenía una mancha de sudor en forma de uve. Cuando me encontraba a tres peldaños de él y me disponía a llamarlo por su nombre, abrió los ojos. Al instante aquella mueca de dolor insoportable empezó a borrarse de su cara, que se fue relajando hasta perder toda expresión.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Estás bien?
—Sí—dijo con voz neutra—. Es sólo que... me he perdido por un minuto.
—¿Has perdido la noción del tiempo?
Pareció necesitar un momento para procesar aquello. Entornó los ojos aguzando la mirada y después miró vagamente su fortaleza, que en ese momento se componía de veinte cajas formando un gran cuadrado. Más o menos la mitad de ellas estaban pintadas de amarillo fluorescente y tenían ventanas circulares recortadas en los laterales. Las había forrado con plástico transparente y repasado con un secador de pelo, de manera que el plástico se veía homogéneo y bien estirado. Esta parte del fuerte era la torre de un submarino que Morris había intentado construir en el pasado. De la parte superior de una caja de gran tamaño salía un periscopio hecho con un cilindro de cartón para guardar pósters enrollados. El resto de las cajas, en cambio, estaban pintadas en brillantes tonos rojos y negros, con cenefas de escritura al estilo árabe en los lados. Las ventanas de estas cajas estaban recortadas en forma de campana y recordaban a los palacios de Oriente donde vivían las mujeres de los harenes, al mundo de Aladino.
Morris frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Entré y luego no sabía salir. No reconocía nada.