—Te escribí. Tú dejaste de contestarme. —Los dedos de sus pies descalzos luchaban otra vez los unos contra los otros.
—No soporto lo autoritario que es tu pie derecho —dijo él—. ¿No puede dejarle al izquierdo un poco de espacio?
Pero Harriet no le escuchaba.
—No me importó —dijo con voz ronca y congestionada. El maquillaje que llevaba era aceitoso y, a pesar de las lágrimas, no se había estropeado—. No me enfadé. Sabía que lo nuestro no podía funcionar, viéndonos sólo cuando volvías a casa a pasar las Navidades. —Tragó saliva con fuerza—. Cada vez que pensaba en que un día te vería en la televisión, con la gente riéndose de tus chistes, sonreía como una estúpida. Podía pasarme una tarde entera soñando con ello. No entiendo qué es lo que te ha hecho volver a Monroeville.
Pero Bobby ya había dicho lo que le había hecho volver a casa de sus padres, a su dormitorio sobre el garaje. Dean se lo había preguntado durante la comida y había contestado la verdad.
Un jueves por la noche, la primavera anterior, había actuado temprano en un club del Village. Hizo sus veinte minutos de monólogo, que le reportaron un murmullo continuo, aunque no precisamente abrumador, de risas y un aplauso al terminar. Después se sentó junto a la barra del bar para ver algunos de los otros números. Estaba a punto de dejar su taburete y marcharse a casa cuando vio a Robin Williams saltar al escenario. Estaba en la ciudad visitando clubes, probando material. Bobby se sentó de nuevo en el taburete y se dispuso a escuchar mientras el pulso le latía con fuerza.
No podía explicar a Harriet la importancia de lo que había visto. Uno de los espectadores se aferraba al borde de su mesa con una mano y al muslo de su pareja con la otra, apretando tan fuerte que tenía los nudillos blancos. Estaba doblado, las lágrimas le rodaban por las mejillas y su risa era aguda, penetrante y convulsa, más propia de un animal que de un humano, como de perro lobo. Sacudía la cabeza de un lado a otro y agitaba una mano en el aire. «Por favor, pare, no me haga esto». Aquello era una risa que rozaba el sufrimiento.
Robin Williams se fijó en el hombre e interrumpió su monólogo sobre la masturbación para señalarlo con el dedo y gritar: ¡Usted, eh, usted, hombre hiena histérico! ¡Tiene usted entradas gratis para cada espectáculo mío durante el resto de mi puñetera vida! Y entonces hubo una gran algazara entre el público. Risas y también aplausos, pero mezclados con algo más. Era como un retumbar de regocijo incontenible, un sonido tan inmenso que se sentía, además de oírse, y que hizo hervir algo dentro del pecho de Bobby.
Él no se rió ni una sola vez y cuando se marchó tenía el estómago revuelto, los pies le pesaban y le costó recordar el camino a casa. Cuando por fin estuvo en su apartamento, se sentó en el borde de la cama con los tirantes bajados y la camisa desabotonada, y por primera vez supo que no había esperanza para él.
Vio que algo brillaba en la mano de Harriet. Estaba jugando con unas monedas de veinticinco centavos.
—¿Vas a llamar a alguien? —le preguntó.
—A Dean —dijo—. Para que nos lleve a casa.
—No lo hagas.
—No quiero quedarme. No puedo.
Miró sus atormentados dedos de los pies, luchando entre sí, y asintió. Se levantaron al mismo tiempo y de nuevo se encontraron embarazosamente juntos.
—Hasta la vista entonces.
—Adiós —dijo Bobby. Quería cogerle de la mano, pero no lo hizo. Quería decirle algo, pero no se le ocurría nada.
—¿Alguna pareja voluntaria para que le disparen? —preguntó George Romero desde menos de un metro de distancia—. Tendría un primer plano garantizado en la película.
Bobby y Harriet levantaron la mano al mismo tiempo.
—Yo —dijo Bobby.
—Yo —dijo Harriet pisándole un pie mientras avanzaba para atraer la atención de Romero—. ¡Yo!
—Va a ser una gran película, señor Romero —dijo Bobby. Estaban prácticamente hombro con hombro, charlando, mientras Savini terminaba de colocar a Harriet su cartucho de sangre, un condón relleno a partes iguales de sirope y colorante alimentario que cuando explotara simularía una herida de bala. Bobby ya tenía el suyo... y estaba bastante nervioso—. Algún día todos los habitantes de Pittsburgh contarán que hicieron de zombis en esta película.
—Sabes hacer muy bien la pelota —dijo Romero—. ¿Tienes experiencia en el mundo del espectáculo?
—Seis años en Off Broadway
10
—contestó Bobby—. Y también en casi todos los clubes de comedia.
—Y aquí estás, de vuelta en Pittsburgh. Eso es lo que se llama hacer carrera. Quédate por aquí y no tardarás en ser una estrella.
Harry se acercó de un salto a Bobby con el pelo al viento.
—¡Me van a explotar una teta!
—Magnífico —dijo Bobby—. No hay que perder la esperanza, nunca se sabe cuándo puede ocurrir algo maravilloso.
George Romero los condujo a sus marcas y les explicó lo que quería de ellos. La luz de los focos rebotaba en paraguas brillantes, arrojando un brillo blanco y un calor seco en una extensión de suelo de casi tres metros. Sobre las baldosas había un colchón nudoso de rayas junto a una columna cuadrada.
Harriet sería la primera en recibir un disparo, en el pecho. Tenía que saltar de espaldas y después seguir avanzando, ignorando la bala cuanto le fuera posible. A continuación, Bobby recibiría un balazo en la cabeza y caería al suelo. El cartucho se hallaba oculto dentro de uno de los pliegues de látex de su herida en la cabeza, y los cables que le volarían los sesos al explotar estaban escondidos entre el pelo.
—Puedes caer primero y deslizarte en sentido lateral —dijo George Romero—. Cae sobre una rodilla, si quieres, y de ahí al suelo, fuera de encuadre. Si te sientes con fuerzas para Hacer acrobacias, intenta caer directamente de espaldas, pero asegúrate de que sea sobre el colchón, no queremos que nadie se haga daño innecesariamente.
Sólo saldrían Bobby y Harriet en la escena y los enfocarían de cintura para arriba. Los otros extras se situaron a lo largo de las paredes del centro comercial, para observarlos. Sus miradas y sus murmullos constantes le provocaron a Bobby una agradable subida de adrenalina. Tom Savini estaba arrodillado junto a la cámara, con una caja metálica en la mano, de la que salían cables que llegaban hasta Bobby y Harriet. El pequeño Bob estaba junto a él con las manos bajo la barbilla, apretando el bazo, los ojos brillantes por la emoción. Savini le había explicado todo lo que iba a pasar, con la intención de prepararlo para ver la sangre brotar del pecho de su madre, pero el niño no estaba preocupado.
—Ya lo he visto mil veces, no me da miedo, me gusta.
Savini le había regalado el bazo como recuerdo.
—Rodando —dijo Romero, y Bobby dio un respingo. Pero ¿cómo? ¿Estaban ya rodando? Si acababan de enseñarles las marcas. ¡Madre mía! ¡Romero estaba delante de la cámara! Agarró la mano a Harriet impulsivamente y ésta le apretó los dedos y le soltó. Romero se quitó de delante de la cámara.
—¡Acción!
Bobby puso los ojos en blanco, tanto que no veía por dónde iba, dejó caer la cabeza y caminó pesadamente hacia la cámara.
—Disparad a la chica —dijo Romero.
Bobby no vio estallar el cartucho de Harriet porque iba delante de ella, pero el ruido de la explosión fue tan fuerte que lo dejó momentáneamente sordo. Saltó hacia atrás girando sobre sus talones y su hombro chocó contra algo que había detrás de él, pero que no sabía qué era. Entonces atisbo una esquina de la columna cuadrada situada junto al colchón y tuvo una súbita inspiración. Se dio de lleno con la cabeza contra la columna y conforme caía al suelo vio que una flor carmesí se dibujaba en la escayola blanca.
Se derrumbó sobre el colchón, que era lo bastante mullido como para amortiguar el golpe. Tenía los ojos llorosos y no podía ver con claridad, todo parecía distorsionado. Sobre él había una nube de humo azul y le dolía el centro de la cabeza. Tenía la cara cubierta de un fluido frío y viscoso. Cuando el zumbido en sus oídos cedió fue consciente de dos cosas. La primera era el sonido, el rugido distante y amortiguado de los aplausos, un sonido que llenó sus pulmones como si fuera aire. George Romero avanzaba hacia él también aplaudiendo, y sonriendo con hoyuelos en las mejillas. La segunda cosa de la que fue consciente Bobby fue que Harriet estaba hecha un ovillo contra él, con una mano apoyada en su pecho.
—¿Te he tirado al suelo? —le preguntó.
—Me temo que sí —contestó ella.
—Sabía que era cuestión de tiempo que te acostaras conmigo —dijo Bobby.
Harriet dibujó una sonrisa de satisfacción que no le había visto en todo el día. Su pecho empapado de rojo subía y bajaba con cada respiración.
El pequeño Bob corrió hasta el colchón y saltó sobre ellos. Harriet alargó un brazo y lo atrajo hasta colocarlo entre ella y Bobby. El niño sonrió y se metió el pulgar en la boca. La cara de Bobby estaba cerca de la del niño y de pronto reparó en el olor de su champú, un aroma a melón.
Harriet lo miraba fijamente por encima de la cabeza de su hijo, todavía con aquella sonrisa en la cara. Bobby dirigió la vista hacia el techo, a las claraboyas y al cielo azul y almidonado. No quería levantarse, moverse de allí. Se preguntó qué haría Harriet cuando Dean estaba trabajando y Bobby en el colegio. Al día siguiente era lunes; no sabía si tendría clase. Esperaba que no. La semana laboral se extendía ante él, libre de obligaciones o preocupaciones y llena, en cambio, de posibilidades. Los tres, Bobby, el niño y Harriet, permanecieron tumbados sobre el colchón pegados unos a otros y moviéndose sólo para respirar.
George Romero se volvió hacia ellos sacudiendo la cabeza.
—Eso ha estado muy bien, digo cuando te diste con la columna y dejaste ese reguero de sangre. Deberíamos repetirlo exactamente igual. Pero esta vez podrías intentar dejarte también algunos sesos en la columna. ¿Qué me decís, chicos? ¿Alguien se anima a repetir?
—Yo —dijo Bobby.
—Yo —dijo Harriet—. Yo.
—Sí, por favor —dijo el pequeño Bobby, aún con el pulgar en la boca.
—Veo que hay unanimidad —dijo Bobby—. Todos queremos repetir.
En el camino a Big Cat Lake nos pusimos a jugar. Fue idea de mi madre. Anochecía, y cuando llegamos a la autopista estatal ya no quedaba luz en el cielo, excepto un brillo pálido y frío en el oeste. Entonces me dijo que venían a por mí.
—Son personajes de la baraja de cartas —dijo—. Reyes y reinas, tan delgados que pueden deslizarse debajo de las puertas. Vienen en dirección contraria, desde el lago. Nos buscan, quieren interceptarnos y mientras sigamos en la carretera no podemos protegerte de ellos. Así que, rápido, agáchate. Aquí viene uno de ellos.
Me tumbé en el asiento trasero y al mirar hacia arriba vi los faros de un coche que venía en dirección contraria. Aún no estaba seguro de si me había tumbado para jugar o simplemente para estar más cómodo. Estaba de bajón. Había hecho planes para pasar la noche en casa de mi amigo Luke Redhill: ping-pong y televisión hasta tarde, en compañía de Luke (y de su hermana mayor Jane, con sus piernas largas, y de su amiga de cabellos exuberantes, Melinda), pero al llegar a casa del colegio me había encontrado las maletas en la rampa de entrada y a mi padre cargando el coche. Entonces fue cuando me entere de que íbamos a pasar la noche en la cabaña de mi abuelo, en Big Cat Lake. No podía enfadarme con mis padres por no haberme contado sus planes, pues seguramente no los habían hecho. Lo más probable era que hubieran decidido ir a Big Cat Lake durante la comida. Mis padres nunca tenían planes, sólo impulsos y un hijo de trece años, y nunca veían la necesidad de hacerme partícipe de ellos.
—¿Por qué no podéis protegerme? —pregunté.
—Porque hay cosas de las que el amor de una madre y el valor de un padre no pueden salvarte. Y, además, ¿quién podría enfrentarse a ellos? Ya conoces a los personajes de la baraja. Se pasean por ahí armados con hachas doradas y pequeñas espadas de plata. ¿No te has fijado lo bien armados que van siempre los triunfos en el póquer? —contestó mi madre.
—No por casualidad los primeros juegos de cartas simbolizan batallas —añadió mi padre mientras conducía con una muñeca apoyada en el volante—. Todos los juegos son variaciones del mismo argumento: reyes metafóricos peleándose por reservas limitadas de chicas y dinero.
Mi madre me miró muy seria por encima del respaldo de su asiento, con los ojos brillando en la oscuridad.
—Tenemos problemas, Jack—dijo—. Problemas graves.
—Vale —dije.
—Lleva ocurriendo un tiempo, aunque al principio te lo ocultamos porque no queríamos asustarte. Pero ahora tienes que saberlo. Verás... nos hemos quedado sin dinero por culpa de la gente de las cartas. Han estado conspirando contra nosotros, arruinando nuestras inversiones, dejando nuestras cuentas en números rojos. Han propagado rumores terribles acerca de tu padre en el trabajo, no quiero entrar en detalles que te resultarían demasiado dolorosos. Nos amenazan por teléfono. Me llaman durante el día para contarme lo que van a hacer. A mí, a ti, a todos nosotros.
—La otra noche me echaron algo en la salsa de almejas —continuó mi padre—. Y tuve tal diarrea que pensé que me iba a morir. Y la ropa llegó de la lavandería con unas extrañas manchas blancas. También fueron ellos.
Mi madre rió. He oído alguna vez que los perros tienen seis clases diferentes de ladridos, cada uno con un significado: intruso, quiero jugar, necesito hacer pis... Mi madre tenía todo un repertorio de risas, cada una con un significado y una identidad inconfundibles, y todas ellas maravillosas. Ésta, convulsa e incontenible, era con la que reaccionaba a los chistes escatológicos; también a las acusaciones, o cuando la pillaban haciendo alguna travesura.
Reí con ella, ya sentado y más relajado. Por un momento su expresión había sido tan grave que olvidé que todo era un juego. Se inclinó sobre mi padre y le pasó un dedo por los labios, haciendo el gesto de cerrar una cremallera.
—Déjame contarlo a mí —dijo—. Te prohíbo que digas nada más.
—Si tenemos tantos problemas económicos —intervine yo—, podría irme a vivir con Luke durante una temporada —«y con Jane», añadí mentalmente—. No quiero ser una carga para la familia.
Mi madre me miró de nuevo.
—No es el dinero lo que me preocupa. Mañana vendrá un tasador. En casa del abuelo hay antigüedades de mucho valor, cosas que nos dejó en herencia. Vamos a ver si podemos venderlas.