Yo seguía haciendo esfuerzos por respirar cuando la puerta del pasajero se abrió y una mujer rubia y robusta, con un abrigo rojo ceñido con un cinturón, salió del coche. Se cubría el ojo con una mano enguantada y gritaba intentando abrir la puerta trasera.
—¡Amy! —gritaba—. ¡Dios mío, Amy!
Entonces Eddie me agarró por el hombro, me hizo girar y me empujó hacia el camino mientras me gritaba:
—¡Nos largamos de aquí, joder!
Al dejar el puente me empujó de nuevo hacia el camino que entraba en el parque, con tal fuerza que me caí y me golpeé una rodilla contra una de las piedras azules, haciéndome polvo la rótula. Pero entonces me tiró del hombro y me obligó a seguir corriendo. No pensé en nada. Con la sangre latiéndome en las sienes y la cara ardiendo por el aire helado, corrí.
No empecé a pensar hasta que llegamos al parque y aflojamos el paso. Nos dirigíamos, sin haberlo discutido previamente, hacia mi casa. Los pulmones me dolían por el esfuerzo de correr con botas para la nieve y de inhalar bocanadas de aire gélido.
Había corrido hasta el asiento trasero gritando: «¡Dios mío, Amy!». Por tanto, había alguien en el asiento de atrás, una niña pequeña. La mujer rubia y corpulenta se tapaba un ojo con la mano enguantada. ¿Le habría entrado una esquirla de cristal? ¿Por qué no había salido el conductor? ¿Estaría inconsciente? ¿Muerto? Las piernas no dejaban de temblarme. Recordaba a Eddie empujando mi mano, el ladrillo deslizándose bajo mis dedos, rodando y después estrellándose contra el parabrisas del Volvo. Me di cuenta de que no había marcha atrás, y aquello fue como una revelación. Miré mi mano, la que había empujado el ladrillo, y vi que sujetaba una fotografía, Mindy Ackers frotándose el triángulo de algodón entre las piernas. No recordaba haberla cogido y se la mostré a Eddie sin decir nada. Él la miró con ojos nebulosos y desconcertados.
—Quédatela —dijo. Era la primera vez que uno de los dos hablaba desde que gritó: «¡Nos largamos de aquí, joder!».
De camino a mi casa, nos cruzamos con mi madre, que estaba de pie junto al buzón, charlando con la vecina de al lado, y me tocó la espalda con gesto distraído al verme, un roce fugaz con las yemas de los dedos, que me hizo estremecer.
No dije nada hasta que estuvimos dentro quitándonos las botas y los abrigos en el recibidor. Mi padre estaba en el trabajo, y en cuanto a Morris, no sabía por dónde andaba y tampoco me importaba. La casa estaba en penumbra y silenciosa, con esa quietud propia de los lugares desiertos.
Mientras me desabotonaba mi cazadora de pana, dije:
—Deberíamos llamar a alguien.
Mi voz parecía salir, no de mi pecho ni de mi garganta, sino de una esquina de la habitación, de debajo de un montón de sombreros amontonados.
—¿Llamar a quién?
—A la policía. Para ver si están bien.
Eddie dejó de quitarse su chaqueta vaquera y me miró. En la escasa luz, su ojo amoratado parecía pintado con rímel.
Yo, por alguna razón, continué hablando.
—Podríamos decir que estábamos en el puente y vimos el accidente. No hace falta contar que lo provocamos nosotros.
—Es que no lo hicimos.
—Bueno... —empecé a decir, y después no supe cómo continuar. Era una afirmación tan evidentemente falsa, que no se me ocurría cómo responder sin que sonara a provocación.
—El ladrillo se desvió de su camino —dijo—. ¿Cómo va a ser eso culpa nuestra?
—Sólo me gustaría saber si están todos bien —insistí—. En el asiento de atrás había una niña...
—Y unos cojones.
—Bueno... —Tartamudeaba de nuevo, y después me obligué a seguir hablando—. Sí había una niña, Eddie. Su madre la estaba llamando.
Dejó de moverse un instante mientras me estudiaba despacio, con una mirada triste y siniestramente calculadora. Después se encogió de hombros con brusquedad y continuó quitándose las botas.
—Si llamas a la policía me mato —dijo—. Así tendrás eso también sobre tu conciencia.
Sentía una gran presión en el pecho, que me oprimía los pulmones. Traté de hablar y mi voz salió en un susurro sibilante:—Venga ya.
—Lo digo en serio —dijo—. Me mato.
Hizo una nueva pausa y después añadió:—¿Te acuerdas de lo que te conté de mi hermano, que estaba en Detroit ganando un montón de dinero robando coches?
Asentí.
—Pues era mentira. ¿Te acuerdas de esa historia de que se había follado a unas gemelas en Minnesota?
Transcurrido un instante, asentí de nuevo.
—Eso también es mentira. Todo lo que te conté. Jamás me llamó. —Eddie tomó aire despacio, temblando ligeramente mientras lo hacía—. No sé dónde está ni lo que hace. Sólo me llamó una vez, cuando todavía estaba en el reformatorio, dos días antes de escaparse. No parecía estar bien. Me dijo: «No hagas nunca nada que te pueda hacer entrar aquí». Me hizo prometérselo. Dijo que allí intentaban volverte maricón, que está lleno de esos negratas de Boston que son maricones y se meten contigo. Después desapareció y nadie sabe qué ha sido de él. Pero yo creo que si estuviera bien me habría llamado. Estábamos unidos, él y yo, así que no tendría que estar aquí, preocupado por él. Y conozco a mi hermano. Sé que no se dejaría amariconar.
Para entonces se había puesto a llorar en silencio. Se limpió las mejillas con la manga de la sudadera y después me miró con ojos fieros y llorosos.
—No pienso ir a un centro de menores por un estúpido accidente que ni siquiera ha sido culpa mía. Nadie me va a convertir en un marica. Ya me lo hicieron una vez. Ese saco de mierda, el hijo de puta del novio de mi madre de Tennessee...
Su voz se quebró y apartó la mirada, jadeando ligeramente.
No dije nada. La visión de Eddie lloroso me hizo olvidar cualquier argumento a favor de llamar a la policía. Me silenció por completo.
Él siguió hablando con voz baja y trémula.
—Lo hecho, hecho está. Ha sido un accidente estúpido. Un mal rebote. No ha sido culpa de nadie, y si alguien ha salido herido tendremos que vivir con ello. Tenemos que mantenernos unidos. Nadie puede saber que tuvimos algo que ver con ello. Cogí los ladrillos de debajo del puente. Hay muchos sueltos, así que nadie sabrá que no se cayó solo. Pero si de verdad necesitas llamar a alguien, dímelo primero, porque no pienso dejar que nadie me haga lo que le hicieron a mi hermano.
Me costó varios segundos reunir el aire suficiente para hablar.
—Olvídalo —dije—. Vamos a ver un rato la tele, para relajarnos.
Terminamos de quitarnos las ropas de abrigo y entramos en la cocina... donde casi tropezamos con Morris, que estaba de pie frente a la puerta del sótano con un rollo de papel marrón de embalar en la mano. Tenía la cabeza ladeada, en su actitud de estoy—escuchando—el—más—allá, con los ojos abiertos de par en par y su característica expresión de vacía curiosidad.
Eddie me dio un codazo y después agarró a Morris por su jersey negro de cuello vuelto y lo empujó contra la pared. Morris abrió aún más los ojos y miró la cara enrojecida de Eddie con expresión confusa. Sujeté a Eddie por la muñeca tratando de obligarlo a que soltara a mi hermano, pero no pude.
—¿Estabas cotilleando, pedazo de subnormal? —preguntó Eddie.
—Eddie. Eddie. Da igual lo que haya oído. Olvídalo. No se lo va a contar a nadie. Déjale en paz —dije.
Eddie le soltó y Morris se le quedó mirando, pestañeando con la boca abierta y el labio inferior caído. Me miró de reojo como preguntando: ¿De qué va esto?, y después se encogió de hombros.
—He tenido que desmontar el pulpo —dijo—. Me gustaban los tentáculos que se juntaban en el centro, eran como los radios de una rueda. Pero daba igual por dónde entraras, siempre sabías adonde ibas y es mejor no saberlo. No es tan fácil, pero es mejor. Ahora tengo una idea nueva, voy a empezar por el centro y seguir hacia fuera, como hacen las arañas.
—Genial —dije—. Hazlo.
—Para este nuevo diseño usaré más cajas que nunca. Esperad a verlo.
—Estaremos impacientes. ¿A que sí, Eddie?
—Sí —dijo éste.
—Me quedaré abajo trabajando, si alguien me necesita —continuó Morris antes de desaparecer por el estrecho hueco que había entre Eddie y yo, en dirección a las escaleras del sótano.
Fuimos hasta el cuarto de estar y encendí la televisión, aunque me resultaba imposible concentrarme en nada. Me sentía fuera de mi cuerpo. Como si estuviera de pie al final de un largo pasillo y pudiera vernos a Eddie y a mí en el otro extremo, sentados juntos en el sofá, sólo que no era yo, sólo mi reproducción en cera. Eddie dijo:—Siento haberme mosqueado con tu hermano.
Quería que Eddie se fuera, quedarme solo y acurrucar—me en mi cama en la oscuridad silenciosa y tranquila de mi habitación. No sabía cómo pedirle que se fuera, y en lugar de eso le dije con labios entumecidos:—Si Morris llegara a decir algo, y no lo hará, te lo juro, porque incluso si nos hubiera oído no habría entendido de qué hablábamos; pero si se lo contara a alguien tú no te...
—¿Que si me mataría? —preguntó Eddie y un ruido burlón y ronco salió de su garganta—. No, joder. Le mataría a él. Pero no dirá nada, ¿no?
—No —dije. Me dolía el estómago.
Eddie se puso de pie y al salir de la habitación me dio una palmada en la pierna.
—Me tengo que ir. He quedado a cenar con mi primo. Te veo mañana.
Esperé hasta que oí cerrarse la puerta del recibidor, y después me levanté aturdido y mareado. Caminé tambaleante hasta el vestíbulo de entrada y empecé a subir las escaleras. Casi me caí encima de Morris, que estaba sentado en el sexto peldaño empezando desde abajo, con las manos sobre las rodillas y expresión ausente, como drogado. Con sus ropas oscuras sólo se le veía la cara pálida como la cera en la penumbra del vestíbulo. Al verlo allí, el corazón me dio un salto y por un instante permanecí de pie mirándolo. Él me devolvió la mirada con la misma expresión enajenada e inescrutable de siempre.
Así pues, había escuchado el resto de la historia, incluyendo la parte en que Eddie había dicho que lo mataría si contaba algo. Pero no supuse que nos hubiera entendido realmente.
Lo esquivé y subí a mi habitación. Cerré la puerta y me metí bajo las mantas con la ropa puesta, tal y como había deseado hacer. La habitación bailaba y daba vueltas a mi alrededor hasta que no pude soportar el mareo y tuve que taparme la cabeza con las mantas para poner fin a aquel baile absurdo y enloquecedor del mundo que me rodeaba.
A la mañana siguiente busqué en el periódico información sobre el accidente, algo así como «Niña pequeña en estado de coma, víctima de una emboscada en la autopista», pero no venía nada.
* * *
Esa tardé telefoneé a un hospital y pregunté por el accidente del día anterior en la 111, ese en el que un coche se salió de la carretera, el parabrisas se rompió y hubo heridos. Mi voz sonaba nerviosa e insegura, y la persona que me atendió empezó a interrogarme: ¿para qué quería esa información?, ¿quién era yo?, y colgué.
Unos días más tarde me encontraba en mi habitación buscando un paquete de chicles en los bolsillos de mi chaquetón cuando palpé un trozo afilado de algo hecho de un material resbaladizo y parecido al plástico. Lo saqué y allí estaba: la polaroid de Mindy Ackers acariciándose la entrepierna. Al verla se me revolvió el estómago. Abrí el cajón superior de la cómoda, la metí y cerré de golpe. Sentí que me faltaba el aire sólo de mirarla, de recordar el Volvo estampado contra el árbol, a la mujer saliendo tapándose un ojo con el guante y gritando: «¡Dios mío, Amy!». Para entonces mis recuerdos del accidente se estaban volviendo cada vez más borrosos. En ocasiones imaginaba que la cara de la mujer rubia estaba cubierta de sangre. En otras lo que estaba ensangrentado eran los cristales del parabrisas, rotos y esparcidos por la nieve. Y otras, imaginaba que había escuchado el aullido desgarrador de un niño llorando de dolor. Este convencimiento era el más difícil de ahuyentar. Estaba seguro de que alguien había gritado, aparte de la mujer. Quizá había sido yo.
Después de aquel día no quise volver a saber nada de Eddie, pero no conseguía evitarlo. Se sentaba a mi lado en las clases y me pasaba notas. Yo tenía que escribirle notas a él también, para que no pensara que intentaba darle de lado. Después del colegio se presentaba en casa sin avisar y nos poníamos a ver la televisión juntos. Traía su tablero de ajedrez y lo montábamos mientras veíamos
Los héroes de Hogan.
Ahora me doy cuenta —tal vez entonces también lo hacía— de que se estaba pegando a mí a propósito, vigilándome. Sabía que no podía permitirse que nos alejáramos, que si dejábamos de ser colegas yo podría llegar a hacer cualquier cosa, incluso confesar. Y también sabía que yo no tenía valor para poner fin a nuestra amistad, que no podía no abrirle la puerta cada vez que llamaba al timbre de mi casa. Que aceptaría la nueva situación por muy incómoda que me resultara, antes que tratar de cambiar las cosas y arriesgarme así a un desagradable enfrentamiento.
Entonces, una tarde, unas tres semanas después del accidente en la autopista 111, descubrí a Morris en mi habitación, de pie frente a mi cómoda. El cajón de arriba estaba abierto. En una mano tenía una caja de cuchillas de recambio de cúter; el cajón estaba lleno de cachivaches como ése, cordel, grapas, un rollo de cinta de embalar... y a veces cuando Morris necesitaba algo para su fortaleza interminable asaltaba mis reservas. En la otra mano sostenía la foto de la entrepierna de Mindy Ackers. La sujetaba casi pegada a la nariz y la miraba con ojos como platos llenos de incomprensión.
—No hurgues en mis cosas —le dije.
—¿No te da pena que no se le vea la cara? —dijo él.
Le arranqué la fotografía de la mano y la lancé al cajón.
—Como vuelvas a hurgar en mis cosas te mato.
—Hablas como Eddie —dijo Morris volviendo la cabeza y mirándome. En los últimos días no le había visto mucho, había pasado en el sótano más tiempo del habitual. Su cara fina y de facciones delicadas estaba más delgada de como la recordaba, y en ese preciso instante me di cuenta de cuan menudo y frágil era, de su complexión casi infantil. Tenía casi doce años, pero podría haber pasado perfectamente por un niño de ocho—. ¿Seguís siendo amigos?
Hastiado de estar todo el tiempo preocupado, hablé sin pensar en lo que decía.
—No lo sé.
—¿Por qué no le dices: «vete»? ¿Por qué no haces que se vaya?