Al le había pasado un brazo alrededor del pecho y lo empujaba a la parte de atrás de la furgoneta, sólo que no era la parte de atrás de una furgoneta, sino una tolva para carbón por la que Finney se precipitó, a velocidad vertiginosa, en la oscuridad.
Una puerta se abrió de golpe. Sus piernas y rodillas se deslizaban sobre un suelo de linóleo. No podía ver gran cosa y un haz de tenue luz gris que revoloteaba juguetón tiraba de él. Se abrió otra puerta y alguien lo arrastró escaleras abajo. Sus rodillas chocaban con cada peldaño.
Al dijo:
—Puto brazo. Debería cortarte el cuello ahora mismo, después de lo que me has hecho.
Finney consideró la posibilidad de ofrecer resistencia. Eran pensamientos distantes, abstractos. Escuchó descorrerse un cerrojo y cruzó una última puerta hasta aterrizar de un empujón, tras pisar un suelo de cemento, en un colchón. El mundo parecía dar vueltas a su alrededor y sentía náuseas. Se tendió de espaldas y esperó a que se le pasara el mareo.
Al se sentó junto a él, jadeando por el esfuerzo.
—Joder, estoy lleno de sangre, como si hubiera matado a alguien. Mira mi brazo —dijo. Después rió secamente y con incredulidad—. Qué tontería. Si no puedes ver nada.
Ninguno de los dos habló y un silencio desagradable llenó la habitación. Finney temblaba, llevaba haciéndolo desde que recuperó la consciencia.
Por fin Al habló:
—Ya sé que me tienes miedo, pero no voy a hacerte más daño. Lo que dije de cortarte el cuello era porque estaba enfadado. Me has hecho polvo el brazo, pero no te guardo rencor. Supongo que así estamos empatados. No estés asustado, porque aquí no va a pasarte nada. Te doy mi palabra, Johnny.
Al escuchar su nombre Finney se quedó completamente quieto y dejó de temblar. No era sólo que aquel hombre gordo supiera su nombre... Era también la manera en que lo había pronunciado, con un tono de leve excitación. «Johnny». Finney sintió un hormigueo recorriéndole el cuero cabelludo y se dio cuenta de que Al le acariciaba el pelo.
—¿Quieres un refresco? —preguntó—. ¿Sabes lo que te digo? Te voy a traer uno y... ¡espera! —La voz le tembló ligeramente—. ¿Has oído el teléfono? ¿Lo has oído sonar desde algún sitio?
Finney escuchó el suave timbre del teléfono desde una distancia que era incapaz de calcular.
—Mierda. —Al soltó aire con dificultad—. No es más que el teléfono de la cocina. Qué otra cosa iba a... De acuerdo, voy a ver quién es y a coger un refresco para ti y enseguida vuelvo y te lo explico todo.
Finney oyó cómo se levantaba del colchón con dificultad, suspirando profundamente, y enseguida el sonido de las pisadas de sus botas al alejarse. Después se corrió un cerrojo y el teléfono sonó de nuevo escaleras arriba, aunque Finney no lo oyó.
Ignoraba qué le diría Al cuando volviera, pero no hacía falta que le explicara nada. Finney ya sabía de qué iba aquello.
El primer chico había desaparecido dos años atrás, justo después de que se derritieran las nieves invernales. La colina detrás de St. Luke's era un montón de barro pringoso, tan resbaladizo que los niños bajaban por él en sus trineos hasta estrellarse abajo contra el suelo. Una niña de nueve años llamada Loren se fue a hacer pis entre los matorrales al final de Mission Road y nunca volvieron a verla. Dos meses más tarde, el 1 de junio, otro chico desapareció. Los periódicos se referían a su secuestrador como «el Abductor de Galesburg», un nombre que, para Finney, era una pobre imitación de Jack el Destripador. Se llevó a un tercer niño el 1 de octubre, cuando el aire estaba impregnado del aroma a hojas muertas que crujían al pisarlas.
Esa noche, John y su hermana Susannah se sentaron en lo alto de las escaleras y escucharon a sus padres discutir en la cocina. Su madre quería vender la casa, mudarse a otro sitio, y su padre dijo que cuando se ponía histérica resultaba odiosa. Algo se cayó o alguien lo tiró. Su madre dijo que no lo soportaba más, que vivir con él la estaba volviendo loca. Su padre le contestó que nadie la obligaba a seguir haciéndolo y encendió el televisor.
Ocho semanas después, justo a finales de noviembre, el Abductor de Galesburg se llevó a Bruce Yamada.
Finney no era amigo de Bruce, jamás había hablado con él, pero lo conocía. Habían jugado de lanzadores en equipos contrarios el verano anterior a la desaparición de Bruce. Bruce Yamada era probablemente el mejor lanzador al que los Cardinals de Galesburg se habían enfrentado jamás; desde luego el más duro. La bola sonaba distinta cada vez que él la lanzaba al guante del
catcher,
nada que ver con lo que ocurría cuando la lanzaban otros chicos. La pelota de Bruce Yamada sonaba como si alguien acabara de descorchar una botella de champán.
Finney también lanzó bien, sólo perdió un par de carreras, y eso fue porque Jay McGinty lanzó una bola a la izquierda que era imposible de atrapar. Después del partido, en el que Galesburg perdió cinco a uno, los equipos formaron dos filas y los jugadores fueron saludándose, chocando los guantes. Cuando les llegó el turno a Bruce y a Finney hablaron por primera y última vez en vida de Bruce.
—Has jugado duro —dijo éste.
Finney se sorprendió gratamente y abrió la boca para contestar, pero sólo le salió «bien jugado», lo mismo que les había dicho a los demás. Era una felicitación automática que acababa de repetir veinte veces y que salió de sus labios sin poder remediarlo. Deseaba haber dicho algo más original, algo tan guay como «has jugado duro».
No volvió a ver a Bruce durante el resto del verano, y cuando lo hizo, a la salida del cine, no hablaron, se limitaron a saludarse con la cabeza. Unas pocas semanas después Bruce salió del salón de videojuegos de Space Port tras decir a sus amigos que se iba a casa andando, y nunca se le volvió a ver. La draga de la policía encontró una de sus deportivas en la alcantarilla de Circus Street. A Finney le conmocionó pensar que un chico al que conocía había sido secuestrado, despojado de sus zapatillas y que nunca volvería a verlo, pues ya estaba muerto en alguna parte, con la cara sucia, gusanos en el pelo y los ojos abiertos mirando a la nada.
Pero pasó un año, y otro, y no desaparecieron más niños. Finney cumplió los trece, una edad segura, ya que el secuestrador de niños nunca se había llevado a ninguno mayor de doce. La gente pensaba que el Abductor de Galesburg se había marchado a otra parte, había sido arrestado por otro delito o había muerto. Tal vez Bruce Yamada lo mató, pensó Finney una vez después de escuchar a dos adultos preguntarse en voz alta qué habría sido del secuestrador. Tal vez Bruce cogió una piedra mientras lo estaba secuestrando y en cuanto tuvo ocasión le hizo una demostración al secuestrador de su lanzamiento rápido. Eso molaría.
Sólo que Bruce no había matado al secuestrador, sino que el secuestrador lo había matado a él, como a los otros tres niños, y como se disponía a matarlo a él. Finney era ahora uno de los globos negros. No había nadie para tirar de él hacia el suelo, no tenía modo de darse la vuelta y volver por donde había venido. Se alejaba flotando de todo lo que había conocido hasta ahora, hacia un futuro que se abría ante él, tan vasto y desconocido como un cielo de invierno.
Se arriesgó a abrir los ojos. El aire le hirió las pupilas y era como mirar a través de una botella de Coca-Cola, todo distorsionado y tintado de un extraño color verde, aunque siempre era mejor que no ver nada. Estaba sobre un colchón, en la esquina de una habitación con paredes blancas de escayola que parecían curvarse en el suelo y en el techo, cerrando la estancia como unos paréntesis. Imaginó —deseó, más bien— que aquello no fuera más que un espejismo fruto de sus lastimados ojos.
No alcanzaba a ver el otro extremo de la habitación, la puerta por la que había entrado. Por lo que sabía, podía estar bajo el agua, explorando las profundidades de color del jade, buceando en el camarote de un transatlántico hundido. A su derecha había un retrete sin asiento y a su derecha, en el centro de la habitación, una caja o cabina negra pegada a la pared. Al principio no supo lo que era, no por lo borroso de su visión, sino por lo fuera de lugar que parecía, un objeto insólito en una celda.
Un teléfono. Grande, anticuado y negro, con el auricular colgando de una horquilla plateada.
Al no le habría dejado solo en una habitación con un teléfono que funcionara. Si así hubiera sido, alguno de los otros niños lo habría usado. Finney lo sabía, pero no pudo evitar experimentar un atisbo de esperanza, tan intenso que casi le hizo llorar. Tal vez él había recuperado la vista antes que los otros chicos. Tal vez los otros seguían ciegos por el veneno de la lata de avispas cuando Al los mató, sin que llegaran a ver el teléfono. Frunció el ceño, abrumado por la fuerza de su desesperación, pero después se deslizó fuera del colchón y rodó hasta el suelo golpeándose la barbilla con el cemento. Una bombilla negra pareció parpadear dentro de su cabeza, justo detrás de los ojos.
Se puso a cuatro patas moviendo despacio la cabeza de un lado a otro, entumecido por un momento y después recobrando la sensibilidad. Empezó a gatear y cruzó una gran superficie del suelo sin que pareciera acercarse lo más mínimo al teléfono. Era como estar en una cinta transportadora que le alejaba cada vez más aunque se esforzara por avanzar con brazos y piernas. A veces, cuando miraba con los ojos entrecerrados en dirección al teléfono, éste parecía respirar, con sus costados subiendo y bajando. En una ocasión tuvo que detenerse a descansar apoyando su frente ardiente en el cemento helado. Era la única forma de conseguir que la habitación dejara de moverse.
Cuando levantó de nuevo la vista comprobó que el teléfono estaba justo encima de él. Se puso de pie, lo agarró en cuanto estuvo a su alcance y tiró del aparato para ayudarse a levantarse. No era realmente antiguo, pero sí viejo, con una clavija y dos campanillas en la parte de arriba y un disco giratorio en lugar de teclas. Encontró el auricular y se lo llevó a la oreja, esperando oír el tono dé llamada. Nada. Pulsó la horquilla de color plata y dejó que volviera a su sitio, pero el teléfono negro continuó silencioso. Marcó el número de la operadora y escuchó tres clics, pero nada al otro lado, no hubo conexión.
—No funciona —dijo Al—. Lleva sin funcionar desde que yo era un niño.
Finney empezó a girar sobre sus talones, pero se detuvo. Por alguna razón no quería establecer contacto visual con su captor, así que se limitó a mirarlo por el rabillo del ojo. La puerta estaba ahora lo suficientemente cerca como para verla y Al estaba de pie en el marco.
—Cuelga —dijo.
Pero Finney se quedó donde estaba, con el auricular en la mano. Transcurrido un instante, Al siguió hablando.
—Ya sé que estás asustado y que quieres irte a casa. Pronto te llevaré, es sólo que... todo se ha jodido y tengo que ir arriba un rato. Ha surgido algo.
—¿El qué?
—No te preocupes de eso.
Un nuevo atisbo incontrolable de esperanza. Poole, tal vez, el viejo Poole había visto a Al meterlo en la furgoneta y había llamado a la policía.
—¿Es que alguien ha visto algo? ¿Va a venir la policía? Si me deja irme no diré nada, lo prometo...
—No —dijo el hombre gordo y se rió, áspera y tristemente—. No es la policía.
—¿Pero sí es alguien? ¿Alguien viene?
El secuestrador se puso rígido y los ojos, tan juntos en su gruesa y fea cara, parecieron tristes y asombrados. No contestó, pero tampoco hacía falta. La respuesta que Finney buscaba estaba en su mirada, en su lenguaje corporal. O bien había ocurrido algo en el camino hacia allí, o había sucedido arriba, en algún lugar.
—Pienso gritar —dijo—. Si hay alguien arriba me oirá.
—No, él no te oirá. No puede, con la puerta cerrada.
—¿Él?
El semblante de Al se oscureció y sus mejillas se cubrieron de rubor. Finney vio cómo cerraba los puños y después los abría despacio.
—Cuando está cerrada la puerta no se oye nada de lo que pasa en esta habitación. —Al hablaba ahora en tono deliberadamente calmado—. Yo mismo la insonoricé. Así que grita cuanto quieras, no molestarás a nadie.
—Tú eres el que mató a esos otros niños.
—No, yo no. Eso lo hizo otra persona, yo no voy a obligarte a hacer nada que no te guste.
Algo indefinido en la construcción de esta frase —«no voy a obligarte a hacer nada que no te guste»— hizo arder las mejillas de Finney, mientras notaba el cuerpo frío y la carne de gallina.
—Si intentas tocarme te arañaré la cara y cuando alguien venga a visitarte te preguntará qué te ha pasado.
Al lo miró, inexpresivo, asimilando estas palabras, y después dijo:—Ya puedes colgar el teléfono.
Finney colocó el auricular en la horquilla.
—Una vez que estaba aquí sonó —dijo Al—. Fue algo escalofriante, creo que por la electricidad estática. Yo estaba justo al lado cuando sonó y descolgué sin pensar en lo que hacía, ya sabes, para ver si había alguien al otro lado.
Finney no tenía intención de dar conversación a alguien que planeaba asesinarlo en cuanto tuviera oportunidad, así que se sorprendió cuando abrió la boca y se oyó preguntar:—¿Y había alguien?
—No. ¿No te he dicho que no funciona?
La puerta se abrió y se cerró. Durante el segundo que estuvo entreabierta, el hombre gordo, corpulento y desgarbado se deslizó fuera de puntillas como un hipopótamo bailando y desapareció antes de que Finney pudiera abrir la boca para gritar.
Gritó de todas maneras. Gritó y empujó la puerta con todo su cuerpo, no porque confiara en que se abriera, sino porque pensaba que si golpeaba el marco alguien podría oírle escaleras arriba. Sin embargo no chilló hasta quedarse ronco; unas cuantas veces le bastaron para convencerse de que nadie iba a oírle.
Dejó, pues, de gritar y se dedicó a explorar su compartimento submarino, tratando de averiguar de dónde procedía la luz. Había dos ventanas de pequeño tamaño, en realidad rendijas acristaladas, cerca del techo, fuera de su alcance y por las que se colaba una luz débil y verde como la hierba. Estaban tapadas con rejillas oxidadas.
Finney estudió una de ellas durante largo rato, y después corrió hacia la pared sin detenerse a pensar en lo débil y exhausto que estaba. Apoyó un pie sobre la escayola y saltó. Logró asir la rejilla durante un instante, pero el entramado de acero estaba demasiado apretado como para meter los dedos, y cayó sobre sus talones y después de espaldas, al suelo, temblando violentamente. Sin embargo, había estado arriba el tiempo suficiente para ver a través del cristal oscurecido por la suciedad. Era una doble ventana situada al nivel del suelo y casi oculta por tupidos matorrales. Si lograba romperla alguien le oiría gritar.