—¿Qué te parece, listillo? —me preguntó mientras los rociaba con gasolina.
—Me parece estupendo —le contesté—. Los cogí con tu carné de la biblioteca.
Ese verano dormí muchas noches en casa de Art.
«No estés enfadado. No es culpa de nadie, me escribió».
—Vete a cagar —fue toda mi respuesta, pero es que no podía decir nada más, porque sólo con mirarle me entraban ganas de llorar.
* * *
A finales de agosto Art me llamó. Quería que nos encontráramos en Scarswell Cove, a más de seis kilómetros cuesta arriba, pero al cabo de varios meses de patearme el camino hasta su casa después del colegio, yo estaba bien entrenado. Tal y como me pidió, llevé un montón de globos.
Scarswell Cove es una playa resguardada y pedregosa adonde la gente acude a remojarse en la orilla y a pescar. Cuando llegué estaban sólo un par de pescadores y Art, sentado en la pendiente de la playa. Tenía el cuerpo blando y flácido y la cabeza doblada hacia delante, colgando débilmente de su inexistente cuello. Me senté junto a él. A unos metros de nosotros las olas se rizaban en heladas crestas.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Art se quedó pensando un momento y después empezó a escribir.
«¿Sabes cómo consigue llegar la gente al espacio sin cohetes? Chuck Yeager logró subir tan alto con un avión que empezó a dar bandazos hacia arriba, no hacia abajo. Subió tan alto que logró engañar a la gravedad y su avión salió despedido de la estratosfera. Entonces el cielo perdió su color, era como si se hubiera convertido en papel y en el centro había un agujero y detrás del agujero todo estaba negro. Lleno de estrellas. Imagínate lo que sería caer hacia arriba».
Miré su nota y después a él, que escribía de nuevo. Su segundo mensaje era más escueto.
«No puedo más. Lo digo en serio, se acabó. Me desinflo quince o dieciséis veces al día. Tienen que inflarme prácticamente cada hora. Estoy siempre enfermo y lo odio. Esto no es vida».
—No, no —dije, mientras se me nublaba la vista y las lágrimas brotaban de mis ojos—. Verás como todo se arregla.
«No. No lo creo. Y no se trata de que vaya a morir, sino de dónde. Y lo he decidido: quiero ver hasta dónde puedo subir. Comprobar si es cierto que el cielo se abre al final».
No recuerdo qué más le dije. Muchas cosas, supongo. Le pedí que no lo hiciera, que no me abandonara. Le dije que no era justo, que él era mi único amigo, que siempre me había sentido solo. Seguí hablando hasta que rompí en sollozos y Art me pasó su arrugada mano de plástico por los hombros y yo hundí mi cabeza en su pecho.
Cogió los globos y se los ató alrededor de la muñeca. Yo le agarré la otra mano y juntos caminamos hacia la orilla del mar. Rompió una ola que me empapó las zapatillas. El agua estaba tan fría que me dolieron los huesos de los pies. Entonces lo levanté, lo sujeté con ambos brazos y lo apreté hasta que dejó escapar un lúgubre quejido. Estuvimos abrazados largo rato; después abrí los brazos y lo dejé ir. Espero que, si hay otra vida después de ésta, no nos juzguen demasiado severamente por lo que hicimos mal aquí. Que nos perdonen los errores que cometimos por amor. Estoy seguro de que aquello, dejar ir a alguien así, tiene que ser un pecado.
Art se elevó y la corriente de aire lo zarandeó, de manera que mientras sobrevolaba el agua con el brazo izquierdo levantado sosteniendo los globos me estaba mirando. Tenía la cabeza ladeada con expresión pensativa, como si me estuviera estudiando.
Me quedé sentado en la playa y lo vi alejarse, hasta que no pude distinguirlo de las gaviotas que sobrevolaban y se zambullían en el agua, a kilómetros de distancia. No era más que un punto negro deambulando por el cielo. Permanecí inmóvil, no sabía si sería capaz de levantarme. Al cabo de un rato el horizonte se tiñó de rosa oscuro y el cielo azul, de negro. Me tumbé de espaldas en la arena y vi salir poco a poco las estrellas. Seguí mirando hasta que me sentí mareado y me imaginaba despegando del suelo y precipitándome en la noche.
Empecé a tener problemas emocionales. Cuando llegó el momento de volver al colegio la sola visión de una silla vacía me hacía llorar. Era incapaz de contestar a preguntas o de hacer los deberes. Suspendí todo y tuve que repetir séptimo curso.
Pero, lo que era peor, ya nadie me tenía miedo. Era imposible estar asustado de mí después de haberme visto llorar como una magdalena en más de una ocasión. Y ya no tenía la navaja, porque mi padre me la había confiscado.
Un día después del colegio, Billy Spears me dio un puñetazo en la boca y me dejó un diente colgando. John Erikson me tiró al suelo y me escribió BOLSA DE COLESTOMÍA en la frente con rotulador indeleble. Cassius Delamitri me preparó una emboscada, me hizo caer y se sentó encima de mí aplastándome con todo su peso y dejándome sin respiración. Noqueado por la falta de aire; Art lo habría comprendido perfectamente.
Evitaba a los Roth. Estaba deseando ver a la madre de Art, pero me mantenía lejos de ella. Temía que, si hablaba con ella, acabaría contándoselo todo, que yo había estado allí, que me quedé de pie en la orilla del mar mientras Art se alejaba. Temía lo que pudieran decirme sus ojos, su dolor y su ira.
Menos de seis meses después de que el cuerpo desinflado de Art apareciera flotando en la orilla de la playa de North Scarswell, en la casa de los Roth apareció un cartel de «Se vende». Nunca volví a verlos. La señora Roth me escribía cartas de vez en cuando preguntándome cómo estaba, pero nunca le contesté. Al final de sus cartas ponía siempre «con cariño».
En el instituto me aficioné al deporte y pronto destaqué en el salto con pértiga. Mi entrenador dijo que la ley de la gravedad no se aplicaba en mi caso. El hombre no tenía ni puta idea de lo que es la gravedad. Por muy alto que lograra subir, siempre terminaba bajando, como todo el mundo.
Gracias al salto con pértiga conseguí una beca para la universidad. Allí no me relacionaba en absoluto. Nadie me conocía, así que pude recuperar mi vieja imagen de sociópata. No iba a las fiestas ni salía con chicas. No tenía ningún interés por hacer amigos.
Una mañana en que atravesaba el campus vi acercarse hacia mí a una chica con el pelo tan negro y brillante que parecía petróleo. Vestía un jersey abultado y una falda tableada hasta los tobillos, un conjunto de lo menos sensual, pero bajo el que se adivinaba un cuerpo impresionante, de caderas finas y pechos generosos. Tenía los ojos de color azul cristal y la piel tan blanca como la de Art. Era la primera vez que veía a una persona hinchable desde que Art se alejó volando con sus globos. Un chico que caminaba detrás de mí le silbó. Yo me eché a un lado, y cuando pasó junto a mí le puse la zancadilla y vi cómo sus libros salían disparados en todas direcciones.
—¿Qué eres, un psicópata? —aulló.
—Sí —le contesté—. Exactamente.
Se llamaba Ruth Goldman. Llevaba un parche de goma en uno de los talones, donde se había cortado al pisar unos cristales rotos cuando era una niña, y otro más grande en el hombro izquierdo, donde una rama se le había clavado en un día de viento. La escolarización en casa y unos padres especialmente protectores la habían salvaguardado de daños mayores. Ambos estudiábamos Literatura Inglesa. Su escritor preferido era Kafka, por su comprensión del absurdo; el mío Malamud, porque sabe lo que es la soledad.
Nos casamos el mismo día que me licencié. Aunque sigo dudando de la existencia de la vida eterna, no necesité que me convenciera para convertirme y para, finalmente, aceptar que necesito que la vida tenga una dimensión espiritual. ¿Puede llamarse conversión a eso? La realidad es que yo no tenía ninguna creencia previa de la que convertirme. Pero, sea como sea, nuestra boda fue judía y cumplí con el rito de pisar una copa bajo un paño blanco con el tacón de la bota.
Una tarde le hablé de Art.
«Es muy triste. Lo siento mucho», me escribió con una cera. Después puso su mano sobre la mía.
«¿Qué pasó? ¿Se quedó sin aire?».
—Se quedó sin cielo —contesté.
Francis Kay se despertó de un sueño que no le resultó angustioso, sino placentero, y comprobó que se había convertido en un insecto. No le sorprendió, pues se trataba de algo que había pensado que podría suceder. Bueno, pensado no, más bien deseado, imaginado y, si no eso precisamente, al menos algo parecido. Durante un tiempo había llegado a creerse capaz de controlar a las cucarachas por telepatía, de capitanear un ejército de ellas con sus lomos de color marrón brillante marchando con un estrepitoso repiqueteo a combatir por él. O, como en aquella película con Vincent Price, se había imaginado transformado sólo parcialmente, con una cabeza de mosca de la que brotaban obscenos cabellos negros y ojos poliédricos en los que se reflejaban miles de caras gritando, en el lugar de la suya.
Conservaba su antigua piel como un abrigo, la piel que había tenido cuando era humano. Cuatro de sus seis patas asomaban por hendiduras de una capa de carne húmeda, blancuzca, salpicada de granos y lunares, siniestra y maloliente. La visión de su antigua y ya desprendida piel le provocó un breve momento de éxtasis y pensó: «Al cuerno con ella». Estaba tumbado de espaldas, y las patas —segmentadas y articuladas de modo que podía doblarlas hacia atrás— se agitaban impotentes sobre su cuerpo. Estaban recubiertas de cerdas curvas de color verde brillante, tan relucientes como el cromo pulido, y en la luz oblicua que se colaba por las ventanas de su dormitorio despedían ráfagas de enfermiza iridiscencia. Sus extremidades terminaban en curvos ganchos de grueso esmalte negro, guarnecidos con un millar de pelillos afilados como cuchillas.
Francis no estaba despierto del todo. Temía el momento en que su cabeza se despejara por completo y la ilusión se desvaneciera. Su piel de nuevo en su sitio, la apariencia de insecto desaparecida y tan sólo el recuerdo de un intenso sueño que había persistido varios minutos después de despertar. Pensó que si resultaba que sólo lo estaba imaginando la decepción acabaría con él, no podría soportarla. Como mínimo, tendría que faltar a clase.
Entonces recordó que tenía planeado hacerlo de todas formas. Huey Chester creyó que lo estaba mirando en plan maricón en el vestuario, después de gimnasia, cuando los dos se estaban cambiando. Por eso sacó una mierda del retrete con ayuda de un bastón de
lacrosse
y se la tiró a Francis para que aprendiera lo que podía pasarle si se dedicaba a mirar a los tíos, y le resultó tan divertido que decidió que deberían instituirlo como nuevo deporte. Huey y otros chicos estuvieron discutiendo sobre cómo llamarlo. Esquiva-la-mierda tuvo bastante éxito; tiro-con-mierda también. Fue en ese momento cuando Francis decidió que más le valía mantenerse alejado de Huey Chester y del gimnasio —o incluso del colegio en general— durante un par de días.
Hubo un tiempo en que le había gustado a Huey; o no exactamente gustado, pero sí que disfrutaba presumiendo de él delante de los demás. Eso fue en cuarto curso. El verano anterior Francis lo había pasado con su tía abuela Reagan en un remolque en Tuba City. Reagan escaldaba grillos en melaza y los servía de merienda. Era algo fascinante verlos cocerse. Francis se inclinaba sobre el suave borboteo de la cacerola de melaza, que desprendía un olor alquitranado y dulzón, y entraba en una suerte de delicioso trance observando la lenta agonía de los grillos mientras se ahogaban. Disfrutaba comiendo aquellos grillos de caramelo, dulces y crujientes por fuera y aceitosos y con sabor a hierba por dentro. También disfrutaba viviendo con Reagan, y le habría gustado quedarse con ella para siempre pero, claro, al final tuvo que marcharse con su padre cuando éste fue a buscarlo.
Así que un día en el colegio le habló a Huey de los grillos y Huey quiso ver cómo era aquello, pero como no tenían ni melaza ni grillos, Francis atrapó una cucaracha y se la comió viva. Sabía salada y amarga, con un regusto áspero y metálico, asqueroso a decir verdad. Pero Huey se rió y Francis sintió un orgullo tan intenso que durante un instante no fue capaz de respirar; igual que un grillo ahogándose en melaza, se asfixiaba en una dulzura intensa.
Después de aquello, Huey convocó a sus amigos a un espectáculo de terror en el patio del colegio. Le llevaron cucarachas a Francis y éste se las comió. Se metió una polilla de hermosas alas verde pálido en la boca y la masticó despacio; los niños le preguntaron qué sentía y a qué sabía la polilla. «Hambre», contestó a la primera pregunta, y a la segunda: «A césped». Después vertió miel en el suelo para atraer a las hormigas y cuando estuvieron dentro de aquel montón de ámbar brillante las inhaló con ayuda de una paja. Las hormigas subieron una a una por el tubo de plástico haciendo un ruido seco. Los espectadores rompieron en murmullos de admiración y Francis sonrió feliz, embriagado por su recién estrenada popularidad.
Lo malo fue que no sabía lo que significa ser famoso, y se equivocó al calcular la capacidad de aguante de sus admiradores. Una tarde capturó moscas que revoloteaban alrededor de una caca de perro solidificada y se las tragó todas juntas. De nuevo, los gemidos de quienes se habían acercado a mirar lo entusiasmaron. Pero tragarse moscas que venían de comer mierda era distinto que comer hormigas rebozadas en miel. Lo segundo resultaba asquerosamente divertido, lo primero era patológicamente inquietante. Después de aquello empezaron a llamarle comemierda y escarabajo pelotero, un día alguien le metió una rata muerta en la tartera y en clase de biología Huey y sus amigos lo atacaron con salamandras a medio diseccionar mientras el señor Krause estaba fuera del laboratorio.
Francis paseó la vista por el techo. Tiras de papel matamoscas curvadas por el calor se mecían en la brisa que generaba un ventilador viejo y ruidoso en una esquina. Vivía solo con su padre y la novia de éste en la trastienda de una gasolinera. Las ventanas de su cuarto daban a un sumidero rebosante de basura y rodeado de arbustos y maleza, la parte trasera del vertedero municipal. Al otro lado del sumidero había una ligera pendiente y, más allá, las casas rojas donde algunas noches todavía encendían La Bomba. La había visto una vez, a los ocho años: cuando se despertó el viento golpeaba el muro trasero de la gasolinera y plantas rodadoras volaban por el aire. De pie sobre su cama para poder mirar por la ventana situada a mayor altura, vio el sol saliendo por el oeste a las dos de la madrugada, una bola gaseosa de luz de neón de color sangre que se elevaba dejando una fina estela de humo en el cielo. La miró hasta que el dolor que sentía detrás de los ojos se hizo demasiado intenso.